E
L J E S Ú S H I S T Ó R I C O
Recopilación de
textos
Guayaquil, Pedro Pierre (PR), 2016.
ÍNDICE DEL FOLLETO
Presentación
1.
“El Jesús que
creo”, Pedro Pierre (2016).
2.
Jesús y su
época, escuela CEBs (2016) y claretianos (2010).
3.
“Mensaje
laico de Jesús”, José García, 2014.
4.
“Jesús antes
del cristianismo”, Alberto Nolan, 2009.
5.
“Los milagros
de Jesús”, Jesús Peláez, 2011.
6.
“María
magdalena”, socorro vivas, 2016.
7.
“Repensar la
resurrección”, Andrés Torres, 2016.
8.
Jesús cristo
es el señor, Pedro Pierre.
Anexo: “Arqueología y Biblia”,
José M. Vigil, 2015.
Índice
detallado de las temáticas anteriores.
6. EL
MINISTERIO DE MARÍA
MAGDALENA, Socorro VIVAS.
Un referente
performativo para la mujer hoy
Bogotá, Colombia. Voices marzo 2016.
ÍNDICE
1)
María
Magdalena según los libros canónicos
-
Mujer apóstol. –
Amada por Jesús. – Sin lazos familiares.
-
Atestigua la
muerte de Jesús. - Testimonia, con miedo, de su resurrección.
2)
María
Magdalena en el círculo de los apóstoles
3)
María
Magdalena y la mujer de hoy
Mi
propósito es mostrar el trabajo realizado por María Magdalena, según lo
presentan los evangelios. Destacar en sus acciones las características propias
del apostolado, según la época e identificar en ellas y en su lenguaje
elementos dinamizadores, “provocativos” y performativos para la mujer en la
iglesia. No se trata de presentar un tema en sí mismo en cuanto al ministerio
de esta mujer, sino una propuesta como un camino a seguir.
A. ¿QUIÉN DICE QUE ERA
MARÍA MAGDALENA SEGÚN LOS LIBROS CANÓNICOS?
María
de Magdala, o Miriam de Magdala, llamada así en referencia a su lugar de
origen. Una ciudad portuaria y también colonia de pescadores, situada en la
orilla occidental del lago Genesaret. Es un personaje controvertido en la
tradición canónica. De su personalidad, hay dos imágenes que se han transferido
en el inconsciente colectivo: por una parte, testigo de la resurrección y, por
otra parte, prostituta arrepentida. Se dice que fue una discípula/apóstol de
Jesús de Nazaret. Apoyó su causa, con su presencia y bienes. Fue una líder en
las primeras comunidades cristianas.
Se
le atribuye ser la primera testigo de la resurrección del Maestro. De ella se
sabe poco y la búsqueda de su figura histórica hay que complementarla en
diferentes textos. Los evangelios canónicos, como también en la lectura de los
textos apócrifos. Fue curada por Jesús y que de ella expulsó siete demonios.
Afirmación que intenta presentar un proceso de transformación. Sabemos que el
número siete es simbólico. Significa unidad. Con ello, se nos dice acerca de
María Magdalena, que después de esta “curación”, personifica una mujer nueva.
No
existe ningún texto, dentro o fuera de los Evangelios, que indique que María
Magdalena fue prostituta o pecadora pública. Sin embargo, por razones no
conocidas explícitamente, a partir del siglo III, sus acciones públicas fueron
ocultadas y enfatizado el oficio de la prostitución, o pecadora, o la mujer que
lavó los pies de Jesús -en el Evangelio de Lucas. El papel que desempeñó
Magdalena en su relación con Jesús nos muestra que no podía ser la mujer
prostituta de la interpretación errónea de los textos canónicos. Abandonada,
fue acogida por Jesús, que expulsa los demonios de su cuerpo. En todo esto, es
evidente la unión de la posesión demoníaca con la sexualidad. Por otra parte,
en los evangelios extracanóncios Magdalena deja de ser prostituta del ejército
romano para seguir a Jesús, imagen que refuerza este apelativo que no
corresponde a la que presentan los evangelios.
En
el Nuevo Testamento, sólo los evangelios (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) nos
ofrecen informaciones sobre su personalidad y la actividad apostólica. Destaco
algunas representativas, que nos servirán para evidenciar su rol en la iglesia
naciente.
1.
Mujer
apóstol
La interpretación tradicional, en los libros
canónicos, no identifica a María Magdalena como apóstol, sí podemos percibir
ese tono en los textos: se cita a María Magdalena en primer lugar entre las
mujeres que acompañan a Jesús desde el inicio de su misión en Galilea:
-
“A
continuación fue recorriendo ciudades y pueblos proclamando la Buena Noticia
del reino de Dios. Lo acompañaban
los doce y algunas mujeres que había sanado de espíritus inmundos y de
enfermedades: María Magdalena, de la que había salido siete demonios (Lc
8,1.3).
-
Estaban
allí mirando a la distancia muchas mujeres que habían acompañado y servido a Jesús desde
Galilea. Entre ellas estaban María Magdalena, María, madre de Santiago y José,
y la madre de los Zebedeos. (Mt 27,55-56).
-
Estaban allí
mirando a distancia algunas mujeres, entre ellas María Magdalena, María, madre
de Santiago el Menor y de José, y Salomé, quienes, cuando estaba en Galilea, le
habían seguido y servido; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén
(Mc 15,40-41).
Ser citada en primer lugar y andar con Jesús, son
datos importantes para comprender el ministerio apostólico de María Magdalena.
Estos relatos presentan a las mujeres de manera distinta a las multitudes. Se
detiene a nombrarlas y a decir qué hacían siguiendo a Jesús. Magdalena estaba
con Jesús desde los inicios de su ministerio en Galilea. Es uno de los aspectos
que justifica su título de apóstol. Así, como les pasó a Pedro, Juan y los
demás varones que seguían a Jesús. A Pedro, también se le cita como el primero
entre los hombres apóstoles. Magdalena aparece de forma discreta como líder
apostólica en los canónicos. Y si es citada de esa manera, pese al contexto es
porque realmente la comunidad la identificó como tal.
Los evangelios intentan reducir el papel de Magdalena
cuando afirman que ella y otras mujeres servían a Jesús con sus bienes. La
tradición procura mostrar que apóstol no es lo mismo que discípulo: el apóstol
habría estado al lado de Jesús desde el comienzo de su misión hasta la
ascensión y, también, como testigo de su resurrección (Hch 1,21-22). La
tradición neotestamentaria, sugiere, que, en un principio, Jesús reservó ese
título a los doce apóstoles.
Magdalena acompañó a Jesús y fue la primera que
presenció su resurrección. Jesús la llama por el nombre y le encarga que
anuncie que resucitó. ¿Hay otra prueba mayor que ésta? Entonces, ¿por qué no
era considerada apóstol? El motivo por el cual callaban parece ser otro: el machismo,
la cultura patriarcal, la misoginia y todas las esferas de exclusión de la
mujer, quizá también este sea una de las razones por las cuales la quisieron
hacerla aparecer como mujer prostituta para restarle credibilidad a su
liderazgo. Pareciera que sus acciones y palabras se desprecian solamente por el
hecho de ser mujer.
2.
Mujer
discípula amada por Jesús
Cuando Jesús muere en la cruz, tres mujeres, tres
Marías, están junto a la tumba: María, su madre; María, la mujer de Cleofás, y
María Magdalena. Jesús ve al discípulo amado y le ofrece como madre a su propia
madre. Uno debe cuidar de la vida del otro. Entre los especialistas se discute
el número exacto de personas que estaban al pie de la cruz.
-
Esther de
Boer trabaja la hipótesis de que al pie de la cruz estaban solamente Magdalena
y María, la madre de Jesús. En
este caso, María Magdalena sería la "hermana", es decir, la prima o
cuñada de la madre de Jesús, y ésta, por primera vez, no sería mencionada sólo
como "madre de", sino también como "María de Cleofás". Boer
cuando dice que María Magdalena tal vez podía ser "el discípulo
amado". Jesús estaría dando a María, su madre, un nuevo hijo, a saber,
María Magdalena. El término "hijo", según de Boer, no significa
necesariamente un varón. Se puede pensar que más de una vez un término
gramaticalmente masculino puede señalar también a una mujer.
-
En la
tradición, es a Juan quien se le llama discípulo amado. La nueva interpretación de Boer, es provocadora.
Estaríamos diciendo, que el discípulo amado, podría ser María Magdalena.
Posteriormente a la resurrección de Jesús, recibió en su casa a la madre de
Jesús: “Después dice al discípulo: ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento
el discípulo se la llevó a casa (Jn 19,27). Con ello, los dos polos opuestos
-María, la madre de Jesús, y Magdalena- estarían unidos y así el origen y la
vocación de Jesús fueron colocados uno al lado de otro. María la pura y
Magdalena la pecadora se unen.
Por otra parte, es posible la explicación de que
Magdalena fuera la discípula amada, pero dado el contexto en que fue escrito y
la presión de la ortodoxia del momento, referido a las mujeres, es impensable
que esto sucediera, por tanto, se colocó “amado” junto al nombre de Juan. Si
observamos la secuencia de los hechos, nos damos cuenta que Magdalena no pierde
tiempo para ir a la tumba, mientras que Juan, desaparece de la escena.
3.
Mujer
poseída por siete demonios
“Lo acompañaban los doce y algunas mujeres que había
sanado de espíritus inmundos y de enfermedades: María Magdalena, de la que
habían salido siete demonios” (Lc 8,2). ¿Cuál es el significado de este hecho
en la vida de Magdalena? ¿Por qué siete demonios? "Demonio" es un
término originario de la cultura griega, la cual creía que era un espíritu de
un fallecido que tenía poderes sobrenaturales o incluso un ser intermedio entre
la divinidad y el ser humano.
En Mc 16,9 el demonio aparece incorporado al espíritu
inmundo. Unirse a la llamada de Jesús significaba liberarse del demonio. Jesús
expulsó siete demonios de Magdalena, un número perfecto para quienes se oponían
al Reino. Magdalena venció todas las fuerzas del mal que le impedían estar con
Dios. Vivido este episodio, ella queda preparada para ser apóstol y no abandona
a Jesús ni después de su muerte.
Por otro lado, se puede afirmar que en Lucas la
enfermedad no está ligada a una simple disfunción orgánica, sino que comprende
la integración de la persona en el contexto o espacio que habita, en su
relación familiar y social. También tiene que ver con el sistema cognoscitivo
compartido. Tiene como objetivo hacer posible o facilitar la vida con sentido,
pero puede entrar en crisis en ciertos momentos y para ciertas personas. Lo
importante no es la descripción del aspecto morboso de la enfermedad como tal,
sino la construcción cultural en el momento.
Elisa Estévez afirma que todo padecimiento físico deja
ver el desequilibrio y la trasgresión de las fronteras sociales. Refleja una
anomalía en la estructura y organización que estos grupos se han impuesto a sí
mismos. Lo cual significa que la comprensión de los males físicos está ligada a
las principales creencias del Mediterráneo antiguo acerca de la valoración de
la naturaleza humana, de su definición de las identidades personales y de los
roles desempeñados en la sociedad. Por tanto, la curación, antes que la
recuperación del estado físico, representa un restablecimiento de la armonía
social y del puesto que la persona ocupa en ella.
Dicho lo anterior, podemos decir, que, en los relatos
de Lucas, hay abundantes curaciones realizadas a mujeres, lo cual podría tener
que ver con la identidad de roles de ellas, en ese medio social, y con el
liderazgo y el papel que Magdalena estaba desempeñando en esas comunidades.
4.
Mujer sin
lazos familiares
Otras mujeres que aparecen en el Nuevo Testamento
siempre lo hacen asociadas a su marido, a su hijo o a su casa (María, madre de
Jesús; María, mujer de Cleofás...); Magdalena, sin embargo, es nombrada en los
textos sin parentesco. Siempre unida al nombre de Jesús por haberla liberado de
los siete demonios. Por tanto, Jesús es el único varón que perfila su persona y
su identidad frente a la construcción del reino de Dios, según lo anunciaba
Jesús.
5.
Mujer que
atestigua la muerte de Jesús
Magdalena está a los pies de la cruz en el momento de
la muerte de Jesús. Cuando José de Arimatea preparó la sepultura de Jesús,
Magdalena, junto con María, la madre de Santiago, acompañó el desarrollo de los
acontecimientos. Sentada cerca de la tumba, miró que el cuerpo se colocaba en
la piedra sepulcral. No huyó, como Pedro. Bien sabido es que el testimonio de
una mujer en esa época no era tenido en cuenta. En cambio, la palabra de Pedro,
por ser varón si contaba. Por eso, negó su cercanía con Jesús, sabía que le
podía acarrear la muerte. Magdalena, mujer y amada, sabía que su amado no podía
morir.
6.
Mujer que
testimonia la resurrección: "He visto al Señor"
La comunidad joánica conservó la memoria de que María
Magdalena fue la mujer que vio y habló con el Resucitado (Jn 20,1-18). Fue sola
a la tumba para visitar el cuerpo de Jesús. También Mateo, Marcos y Lucas
relatan que Magdalena fue al sepulcro con María, la madre de Santiago, Juana,
Salomé y otras mujeres (Mt 28,1; Mc 16,1; Lc 24,10) Sin embargo, hay que tener
en cuenta que a la redacción del evangelio del Marcos se agregó -capítulo
9,1-9-, según la opinión de los exégetas, dice que Jesús resucitó en la
madrugada del primer día de la semana y que se apareció primero a María
Magdalena, de quien había; expulsado siete demonios.
La alegría de la resurrección incitó en ella el deseo
de anunciar el acontecimiento a sus hermanos, compañeros de su ministerio. Los
evangelios canónicos organizan el texto de tal modo, que Pedro tuvo que ir a la
tumba para confirmar que Magdalena estaba diciendo la verdad (Lc 24,12) Volvió sorprendido
porque vio solamente el sudario no el cuerpo de Jesús. La comunidad de Marcos
dice que los apóstoles no creyeron en el testimonio de las mujeres (Mc 10,16).
Magdalena termina su intervención en los evangelios
hablando con la firmeza de quien mucho ama y cree: "He visto Al
Señor" (Jn 20,18). El Evangelio de María Magdalena profundiza en ese ver.
De todas formas, Pedro y Andrés se muestran escépticos ante el testimonio de
María Magdalena.
7.
Mujer que
experimenta miedo de anunciar que Jesús resucitó
La comunidad de Marcos nos ha dicho que María
Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé, compraron aromas y fueron en la
madrugada del primer día de la semana al sepulcro para ungir a Jesús. Cuando
llegaron al lugar, vieron que la piedra había sido movida y que el cuerpo no
estaba allí. Un joven vestido de blanco les dirige la palabra y les dice que
deben comunicar a los discípulos y a Pedro que Jesús ha resucitado y que lo
verán en Galilea. Temblorosas y con miedo, Magdalena y las mujeres huyeron y no
contaron eso a nadie (Mc 16,18). Esa narración, contraria a las demás, quiso
mostrar que también las fieles mujeres, como Pedro y los otros discípulos,
vacilaron en la fe. Ellas no esperaban ser las primeras testigos de este
acontecimiento. Aunque su nombre no se cita de forma explícita, María Magdalena
estaba con los discípulos en el momento de la venida del Espíritu Santo, en
Pentecostés (Hch 2,1-12).
Este breve perfil presentado de María Magdalena sería
incompleto si no se hablara de ella, con la imagen más popular y desprestigiada
que se la ha conocido en la historia: prostituta arrepentida. Los evangelios
canónicos no dicen que María Magdalena era una prostituta. El texto de Lc
7,36-50, el de la pecadora que unge los pies de Jesús, no dice que era ella.
Aquí me uno al análisis que hace Freitas Faria al
respecto: “La comunidad lucana dice que Jesús andaba por ciudades y pueblos
predicando y que estaba acompañado de mujeres, entre las cuales se encontraba
Magdalena, aquella de la que había expulsado siete demonios. Pero, surge la
pregunta, en el caso de que fuere ella: ¿por qué la comunidad lucana iba a
omitir su nombre? Además, Magdalena aparece en el texto posterior con el
adjetivo de ex poseída. ¿Podría ser que este calificativo ha llevado a la
Iglesia a identificarla con la mujer prostituta? Si la comunidad de Lucas
supiera que la prostituta que ungió a Jesús era Magdalena, no tendría motivos
para no decirlo. Si situamos el texto de la pecadora en los comienzos de la
vida pública de Jesús, la comunidad de Lucas quiso mostrar que todos los
pecadores, como los que siguen al Maestro, deben tener un lugar en la
comunidad. Por tanto, la interpretación de Lc 7,36-50, que continuó después en
la devoción popular y en el arte, fue un error histórico de los padres de la
Iglesia Muy posiblemente, este análisis favorecía el espíritu machista de los
comienzos del cristianismo. Así, Magdalena quedó subestimada en su papel de
líder apostólica. Se ha ocultado el liderazgo como apóstol de esta mujer que
vistas las características de liderazgo que desempeñó, según la nombran los
evangelios, no cabe duda de su ministerio como apóstol”.
Por otra parte, desde 1960, la Iglesia católica, en el
concilio Vaticano II, reconoció que esta confusión era un error y corrigió las
lecturas del día en que se conmemora la memoria de esta mujer. De esto hace ya
casi cinco décadas. El capítulo 8 del evangelio de Juan, en el que Jesús se
opone a la lapidación de una mujer anónima, acusada de adulterio por unos
varones también anónimos. En este momento, en medio de la sacralidad de una
fiesta y del templo, Jesús está haciendo unas revelaciones sobre sí mismo,
sobre su misión, sobre el Padre. Como parte de estas revelaciones, con una
simple frase: “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”,
desbarata al menos ocho siglos de prácticas abusivas contra la mujer,
sustentadas en la Ley de Moisés y en la doble moral machista de los varones. Se
evidencia que, a Magdalena, discípula y apóstol de Jesús, le ha sido ocultada y
silenciada su liderazgo, su memoria histórica como mujer creyente. Las
propuestas de los textos del Nuevo Testamento son diversas y complementarias.
Los evangelios canónicos concuerdan en afirmar que Magdalena tiene una
presencia significativa en la pascua de Jesús.
Por otro lado, la literatura apócrifa de los dos
primeros siglos la identifica y la reconoce también como una mujer importante,
promotora de comunidades y siempre al servicio del seguimiento de Jesús de
Nazaret.
B. MAGDALENA EN EL
CÍRCULO DE LOS APÓSTOLES
La
cuestión de la pertenencia de mujeres al círculo de los apóstoles cada vez está
representando mayor importancia en relación con el debate acerca de la posible
ordenación de mujeres. El interés se concentra especialmente en el resultado
del estudio de algunos datos bíblicos como hemos visto anteriormente, pero en
especial, el que hace referencia al papel desempeñado por María Magdalena en
cuanto a la pertenencia de ella al grupo de mujeres que se cuentan entre el
grupo de discípulos de Jesús. A ellas no se las denomina formalmente
“discípulas”. Pero se dice de ellas que “seguían” a Jesús, que le “servían”,
que “habían subido” con él desde Galilea a Jerusalén. En el marco de estas
relaciones se dice con frecuencia que los discípulos “no comprendían”. Acerca de
las mujeres no se dice esto. En contraste con los discípulos que habían huido,
tres mujeres -según Mc 15,48: María Magdalena y María de José observaban dónde
lo habían puesto (Mc 16, ss.)- son testigos de la muerte y sepultura del Señor.
1.
El envío
de María Magdalena
“Le dice Jesús: Déjame que todavía no he subido al
Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre, el Padre de ustedes, a mi
Dios, El Dios de ustedes” (Jn 20,17) y el cumplimiento del encargo de
predicación: “María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: He visto al
señor y me ha dicho esto” (Jn 20,18) indican que la cristofanía no debe
entenderse como una revelación privada sin ninguna importancia para la
comunidad pospascual. Aquí podemos constatar cómo, mientras en la historia de
la recepción del Evangelio, la expresión ‘ver al Señor’ formaliza la base del
apostolado universal y perpetuo de Pedro y Pablo, en el asunto de Magdalena,
pareciera que su función apostólica quedara reducida a un servicio de
mensajería a corto plazo.
Según los criterios apostólicos, Magdalena podría
haber sido el primer apóstol, especialmente porque Pablo, en 1Cor 9,1, legitima
su propia autoridad como apóstol: “Pero, ¿no soy libre?, ¿no soy apóstol?, ¿no
he visto a Jesús Señor nuestro?, ¿no son ustedes mi obra de apóstol al servicio
del Señor?” Es cierto que su papel como apóstol no puede provenir del mundo
textual del evangelio de Juan, ya que éste no hace uso del término apóstol como
tal, sin embargo, la representación joánica tiene importantes consecuencias para
la reconstrucción histórica del cristianismo primitivo y su correspondiente
recepción.
Por otra parte, en algunos testimonios patrísticos y
medievales, María de Magdala es nombrada explícitamente como “apostóla” (título
otorgado por la Iglesia occidental). Los evangelios presentan a Magdalena como
una testigo fiel desde el comienzo de los milagros de Jesús en Galilea hasta su
muerte en la cruz y, según la concepción reflejada en Hch 1,21ss, no se la
considera como digna del apostolado debido a su género. Lucas tiene una
concepción cerrada del apostolado como circunscrito al grupo de los Doce
(aunque originalmente tal concepción era abierta). Este paradigma se justifica
como único referente de continuidad, autenticidad y legitimidad de la misión
primitiva, hecho que modificó de manera fundamental la visión histórica del
cristianismo primitivo.
2.
El
ministerio de María Magdalena
Visto lo anterior, y ante la pregunta de si María
Magdalena estuvo en el círculo de apóstoles y si desempeñó un ministerio como
tal. Bien sabemos que los textos no se podrían referir a ella abiertamente cómo
apóstol, dado el contexto patriarcal en que surgen los textos, así, como
también por un lenguaje utilizado totalmente de corte masculino y en cuanto a
oficio y roles destinados a las mujeres en aquella época. Sin embargo, podemos
tener algunas claridades al respecto.
El testimonio del grupo de mujeres galileas, con María
de Magdala a la cabeza, representa el vínculo entre el Jesús prepascual y el
Cristo resucitado, en relación con las figuras clave de la profesión de fe
primitiva. Respecto a la búsqueda de un referente común en las historias de la
mañana pascual, se puede decir, que las mujeres con su presencia, anuncio y
compromiso contribuyeron a la constitución de la comunidad de seguidores de
Jesús, de tal modo que “el asunto de Jesús” tiene continuidad tras la fase
crítica de la crucifixión. María de Magdala es mencionada en primer lugar, y su
papel sobresaliente queda evidenciado en la tradición de la protofanía.
A pesar de que su rol varía en cada uno de los
evangelios, todos están de acuerdo en destacar su ejemplar desempeño en el
discipulado. Se puede dibujar un itinerario que va desde su seguimiento y
Diakonia prepascual hasta la misión de predicar y ser testigo, aspectos que son
comparables a los asumidos por Pablo, reconocido como apóstol. Con relación a
María de Magdala, existía una tradición más amplia, aunque sólo se encuentra
algunos datos en el Nuevo Testamento, especialmente en Jn 20,1ss: “El primer
día de la semana, muy temprano, cundo todavía estaba oscuro, María Magdalena va
al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro...” En los
evangelios canónicos, solo en este pasaje se le otorga la palabra, a diferencia
de los otros discípulos que guardaban silencio, ella hablaba aquí con las
personas que aparecen. No la presentan como parte del grupo de las mujeres, a
diferencia de los sinópticos. En cambio, en los textos gnósticos, se la
relaciona con las enseñanzas y milagros de Jesús, como su interlocutora. Los círculos
gnósticos cristianos, conocedores de la tradición de su primado como testigo
del resucitado, la representan como la portadora apostólica más significativa
de la tradición. El ejemplo más significativo se encuentra en el Evangelio
según María, en donde se retoma Jn 20: la ascensión de Jesús hacia el Padre de
Jn 20,17 se desarrolla en una visión de la ascensión del alma a la esfera
celestial, al mismo tiempo que se tematiza explícitamente un conflicto
apostólico entre María y Pedro. Aquí, como en otros escritos apócrifos, se
contrapone una discípula llena del Espíritu con el representante del primado
masculino. Este escrito tiene cuestionamientos como: la posición de liderazgo
de Pedro, la legitimidad de su predicación o incluso su derecho a hablar, mientras
que María de Magdala, representante de las mujeres en el grupo de seguidores de
Jesús, así como de las mujeres en la comunidad, encarna las pretensiones de
autoridad femeninas.
¿Es posible que muchos de los seguidores de María,
como consecuencia de una marginalización de las tradiciones centradas en las
mujeres, así como de una opresión progresiva de las posiciones de liderazgo
femeninas, encontraran un “lugar” en grupos gnósticos que adoptaron el
significado original de la Magdalena como la testigo y receptora de la
revelación del Resucitado?
C. MAGDALENA Y LAS
MUJERES HOY
Ante
distintas comprensiones en la lectura de los textos que presentan a Magdalena
como discípula, apóstol, la pecadora que unge a Jesús, María de Magdala y María
de Betania, en la historia de la Iglesia, ha prevalecido la comprensión de ella
como una prostituta arrepentida que sigue a Jesús. Renuncia a su “vida de
pecado o entrega a los hombres en la prostitución”. Y, aquella mujer que lideró
un proceso importante en la comunidad primitiva del cristianismo, como apoyo
incondicional de Jesús de Nazaret, queda en un segundo plano o han sido
silenciada para los creyentes de hoy.
Este
silenciamiento ha permanecido en la Iglesia de Occidente durante 14 siglos.
Mientras que la Iglesia de Oriente ha propuesto identidades diferentes para
estas dos representaciones (la pecadora arrepentida y la discípula a quien
Jesús resucitado se evidencia). Por otra parte, el Concilio Vaticano II intenta
separar estas dos imágenes otorgadas a Magdalena. Sin embargo, aún hoy, algunos
predicadores, leen un texto evangélico en el que muestran a Magdalena como
primera testigo de la resurrección y enseguida hacen una predicación acerca de
la historia de la prostituta arrepentida. Tal pareciera, que esta es una imagen
que atrae mucho más a los varones que la imagen de una mujer líder eclesial.
Hoy,
gracias al aporte de las ciencias sociales y a otra clase de aproximaciones al
análisis de textos bíblicos, permite ofrecer nuevos matices acerca de ella y
del grupo de mujeres que seguían y apoyaban a Jesús. Si reconocemos la
pertinencia de la teología paulina en cuanto al origen de la Iglesia dada por
la autoridad de los/las testigos/as de la muerte y resurrección de Jesús de
Nazaret, tendríamos que asumir responsablemente la centralidad de la misión de
Magdalena como uno de los cimientos de esa comunidad en sus inicios.
Reconocimiento que la Iglesia institucional ha desconocido y que la tradición
ha recogido, pero no siempre valorado. Esta tensión eclesial también la hemos
evidenciado en el canon. Sin embargo, al leer el cuarto evangelio en
contrataste con los sinópticos, nos damos cuenta del peso de la tradición de
las mujeres que el texto tiene. La eclesiología consignada en el evangelio de
Juan es más igualitaria y presenta a la mujer con un papel más significativo.
La
tensión vivida no solamente en la comunidad cristiana primitiva, sino en la
historia de la Iglesia por ocultar o silenciar este trabajo de liderazgo de
Magdalena, es también, la tensión que viven en las iglesias muchas mujeres que
ejercen un liderazgo significativo, pero que las estructuras de poder
patriarcales, intentan ocultar. Tensión eclesial que muestra los juegos de
poder e intencionados en el manejo de mujeres líderes. Así, como también, en la
manera como se narra la historia, cuando se hace del lado de los “ganadores” o
“triunfadores”, desconociendo el trabajo de las mujeres.
Es
importante devolver o visualizar la identidad y el papel de María Magdalena en
los evangelios y en la historia de la Iglesia, también es importante recuperar
la identidad de otras tantas, en los evangelios, en la Iglesia y en el mundo de
hoy, que dejan huella con su trabajo silencioso, subversivo, o resiliente. Sus
acciones se tornan en modelo de servicio de discipulado, y de anuncio
“apostólico” a la Iglesia de hoy.
Afirmar
que María Magdalena no fue una prostituta arrepentida no es descontaminarla de
su ser de mujer y/o de su sexualidad... se trata por el contrario de
desenmascarar una mentira y de mostrar el contexto en el que se produce y el
porqué de este proceso histórico de acallamiento de su labor. El verdadero
impacto de Magdalena y de otras mujeres en la historia del cristianismo,
posiblemente no se llegue a descubrir en su total dimensión hoy, pero sí es
claro que nuestra labor desde la teología es avanzar en este camino, porque la
distorsión y el silencio del ejercicio ministerial son una deuda que mujeres y
varones creyentes tenemos hoy con nuestra propia historia de vida y con el
pasado.
No
puedo finalizar este artículo sin hacer alusión al sentido y significado que el
lenguaje comporta para las personas hoy. Si consideramos la significación del
lenguaje que a diario utilizamos, él nos acerca a las realidades más sutiles y
de pronto imperceptibles, como a las realidades trascendentes y de sentido que
marcan u orientan nuestra existencia. El lenguaje cotidiano, en lo referido a
la llamada experiencia de fe, puede estar cargado de religiosidad y aquello que
se expresa a través de éste, puede proponer contenidos teológicos, que al ser
comunicados pueden provocar diferentes reacciones en quienes escuchan o reciben
estas palabras. La pregunta que surge es: ¿qué aspectos o características hace
que este lenguaje pueda significar más para quien lo escucha? ¿En qué medida
puede ser provocador, motivante? ¿O, por el contrario, dispersador?
Cuando el lenguaje
religioso cotidiano está en la posibilidad de suscitar nuevos sentidos y
preguntarse acerca de las prácticas, también está en la posibilidad de generar
nuevas transformaciones en las mismas. Así, podremos decir que estas prácticas
han significado algo y han producido un efecto significativo. En otras
palabras, es importante el valor que tienen las palabras en producir un efecto.
Podemos hablar de un lenguaje autoimplicativo. Es la posibilidad de incluirse
en el acto hablante, en el contenido lógico de lo expresado. Hecho que conlleva
a “estar afectado por las palabras pronunciadas”, por tanto, he pronunciado una
palabra con sentido transformador.
Cuando
el lenguaje ordinario es capaz de generar sentidos y preguntar por las
prácticas produciendo transformaciones en las mismas, tenemos que decir que
este ha significado algo y ha producido el efecto significado. A estos
factores, efecto y significación se refiere la teoría de la performatividad del
lenguaje y desde esta consideración de la performatividad, es decir, la
capacidad que tiene la palabra de producir un efecto, nos remitimos igualmente
a la autoimplicación, o sea la capacidad de estar incluido el sujeto que habla
en el contenido lógico de lo dicho; esto conlleva el que soy afectado por el
discurso pronunciado en el juego complejo de los elementos sintácticos,
semánticos y pragmáticos que me señalan que he pronunciado una palabra con
sentido transformador.
Por
tanto, no es lo mismo hablar de Magdalena como aquella mujer arrepentida,
convertida que sigue a Jesús. Que “anunciarla” y “nombrarla” como aquella que
estuvo presente en los momentos significativos en la vida Jesús, como también
en su Pascua y la misión que ejerció en todo el proceso constructivo de la
iglesia primitiva. No es lo mismo que la mujer de hoy sea nombrada como
“pecadora, o “culpable”, y se le invite a la conversión y siga a Jesús. Que ser
nombrada, con palabras claves que se pueden ver y seguir en Pedro, Pablo y el
grupo de los apóstoles fieles a la misión del Reino.
Notas
1. Cfr. FREITAS FARIA, J.,
El otro Pedro y la otra Magdalena según los apócrifos. Una lectura de género,
136.
2. Bien sabido es el
contexto patriarcal en que fueron escritos estos textos y la posterior pugna al
interior de las comunidades nacientes por opacar el desempeño de las mujeres en
el movimiento de Jesús.
3. Cfr. Mt 10, 1-4; Mc 3,
13-19; Lc 6, 12-16. Quizá, la intención fuese conectarlos con las doce tribus
de Israel: Mt 19, 28; Lc 22, 30.
4. Cfr. FREITAS FARIA, J.,
El otro Pedro y la otra Magdalena según los apócrifos. Una lectura de género,
119.
5. Cfr. DE BOER, Esther.
María Magdalena, más allá del mito, 34.
6. Citado por Ángela
BERLIS, "Een magnetisch veld: María Magdalena van Mágdala", en Maria
van Nazaret – Schrif, nº 205, Tilburg, 2003, 9.
7. Cfr. DEN BORN, A., Van,
Dicionário enciclopédico da Bíblia, Vozes, Petrópolis, 1987, 365-366.
8. Cfr. De FREITAS FARIA.
El otro Pedro y la otra Magdalena según los apócrifos. Una lectura de género,
119.
9. Cfr. BERNABÉ, Carmen.
María Magdalena y los siete demonios. En: María Magdalena. De apóstol a
prostituta y amante, 48-49.
10. ESTÉVEZ, Elisa. El
poder de una mujer creyente, 97.
11. Cfr. De FREITAS FARIA.
El otro Pedro y la otra Magdalena según los apócrifos. Una lectura de género,
123.
12. Cfr. ibíd. 126.
13. Cfr. 1 Cor 15,8ss; Gal
1,10-17 con las mismas fórmulas primitivas de experiencia de vocación y
revelación que se encuentran en Jn 18, puestas en boca de María
14. También se puede
confrontar con estos textos: “Por último se me apareció a mí, que soy como un
aborto. Porque yo soy el último entre los apóstoles y no merezco el título de
apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios. Gracias a Dios soy lo que soy, y
su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos
ellos; no yo, sino l agracia de Dios conmigo. Con todo, tanto yo como ellos,
proclamamos lo mismo y esto es lo que ustedes han creído” (1Cor 15,8-11).
“¿Busco acaso la aprobación de los hombres? ¿O la de Dios? ¿Intento agradar a
los hombres? Si todavía quisiera agradara los hombres, no sería servidor de
Cristo...” (Gal 1,10ss).
15. Juan introduce el
término de mensajero y enviado (Jn 13,16). No hace alusión al término apóstol,
sino discípulo, pero las características con las que se refiere a éste son las
mismas.
16. Cfr. TASCHL-ERBER,
Andrea. María Magdalena ¿Primer apóstol?, en NAVARRO Mercedes - PERRONI
Marinella (eds.),
Los Evangelios.
Narraciones e historia, Verbo Divino, Estella 2011, 446.
17. Ibíd. 453.
18. El libro de los Salmos
maniqueos (s IV) (Sal 187) Jesús la envía a los Once, que, en lugar de ser
pescadores de hombres, han vuelto a su antigua tarea de pescadores, con la
finalidad d reconducir esta ovejas perdidas a su pastor. También, en otro lugar
en donde se enumera a los discípulos, se la describe como “la que arroja la
red” para capturar a los otros once que están perdidos (Sal 192,21ss). Citado
por Taschl-Erber, María Magdalena, ¿Primer Apóstol?, 543.
19. TASCHL-ERBER, A.,
ibíd., 454.
20. Cfr. 1 Tm 2ss.
21. AUSTIN señala tres
clases de actos hablantes: 1. Acto locucionario, el hecho de decir algo, 2.
Acto ilocucionario, aquello que se realiza al decir algo, 3. Acto
perlocucionario, aquello que se realiza por el hecho de haber realizado un acto
ilocucionario. El acto ilocucionario es la propuesta hecha para este contexto
de recuperar la identidad propia de María de Magdala, es decir, un hecho
performativo; y el perlocucionario, es aquel que genera una acción de transformación,
de performatividad. Cfr. ¿Cómo hacer cosas con palabras?, 94
7. R E P E N S A R L A
R E S U R R E C C I Ó N,
Andrés Torres Q.
La fe
en común en
la diferencia de
las interpretaciones
http://www.servicioskoinonia.org/relat/321.htm - Abril
16.
ÍNDICE
1.
La tarea
actual
- Lo común de la fe
- La inevitable diversidad de la teología
2.
La génesis
de la fe en la resurrección
- La resurrección en el Antiguo Testamento
- La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
- Lo nuevo de la resurrección de Jesús
3.
El modo y
el ser de la resurrección
- Consideraciones previas
- El sepulcro vacío
- Las apariciones
- “Primogénito de entre los muertos”
4.
Las
consecuencias
- Resurrección e inmortalidad
- Resucitados en Cristo
- Jesús, ‘el primogénito de los difuntos’
5.
Consideración
final
Este
texto es el epílogo del libro de Andrés TORRES QUEIRUGA, «Repensar la
resurrección» (Trotta, Madrid 2003), que trata de hacer un resumen del propio
libro. No hemos corregido las huellas de este su carácter de epílogo ni sus
referencias a páginas anteriores del libro. Agradecemos al autor y a la
editorial su gentileza, y recomendamos a los lectores su lectura completa
Llegados
al final de un largo y sinuoso recorrido, no sobra intentar poner en claro su
resultado fundamental. Un resultado que, como el enunciado del título trata de
indicar, presenta un carácter claramente dialéctico. Por un lado, la reflexión
ha procurado moverse siempre dentro de aquella precomprensión común de la que,
de un modo u otro, parten todos los que se ocupan de la resurrección (por eso
dan por supuesto que tratan del mismo asunto). Por otro, ha sido en todo
momento consciente de que lo en apariencia “común” está ya siempre -y por
fuerza- traducido conforme a los patrones de las interpretaciones concretas. La
presentada en este libro es una de ellas. Por eso se ha esforzado en todo
momento por moverse dentro de la fe común y al mismo tiempo no ha ocultado
nunca su libertad para elaborar su peculiar propuesta dentro de la diferencia
teológica.
Hacerlo
con la responsabilidad exigida por un tema tan serio ha complicado, no sé si
más de lo necesario, la exposición, oscureciendo tal vez tanto la intención
como el contenido preciso del mismo resultado. Ahora, con el conjunto a la
vista, resulta más fácil percibir tanto la marcha del proceso reflexivo como su
estructura global y sus líneas principales. De hecho, la impresión de conjunto,
unida a un repaso del índice sistemático, sería tal vez suficiente, y conviene
tenerlo delante. El epílogo trata únicamente de mostrar de manera todavía más
simplificada las preocupaciones y los resultados fundamentales.
A. LA TAREA ACTUAL
1.
Lo común
de la fe
Preocupación básica ha sido en todo momento insistir
en la comunidad e identidad fundamental del referente común que las distintas
teologías tratan de comprender y explicar, pues eso hace más evidente el
carácter secundario y relativo de las diferencias teóricas[1]. Algo que puede
aportar serenidad a la discusión de los resultados, reconociendo la legitimidad
del pluralismo y limando posibles tentaciones de dogmatismo.
Fue ya una necesidad en las primeras comunidades
cristianas. Porque, aunque, como bien reflejan los escritos paulinos, también
en ellas había fuertes discusiones, no por eso deja de percibirse un amplio
fondo común, presente tanto en las distintas formulaciones como en las
expresiones litúrgicas y en las consecuencias prácticas. Esa necesidad se
acentúa en la circunstancia actual, tan marcada por el cambio y el pluralismo,
pues también hoy la comunidad cristiana vive, y necesita vivir, en la
convicción de estar compartiendo la misma fe. Tal vez hoy por hoy, más que a
una visión teológica unitaria, sólo sea posible aspirar a la comunidad de un
“aire de familia”; pero, mantenido en el respeto dialogante, eso será
suficiente para que las “muchas mansiones” teóricas no oculten la pertenencia a
la casa común (cf. Jn 14, 2).
Hace tiempo lo había expresado insistiendo en la
necesidad de “recuperar la experiencia de la resurrección”[2], ese humus común,
rico y vivencial, previo a las distintas teorías en que desde sus comienzos la
comunidad cristiana ha ido expresando su fe. Tal experiencia se manifestó fundamentalmente
como una doble convicción de carácter vital, transformador y comprometido.
Respecto de Jesús, significa que la muerte en la cruz no fue lo último, sino
que a pesar de todo sigue vivo, él en persona; y que, aunque de un modo
distinto, continúa presente y actuante en la comunidad cristiana y en la
historia humana. Respecto de nosotros, significa que en su destino se ilumina
el nuestro, de suerte que en su resurrección Dios se revela de manera plena y
definitiva como “el Dios de vivos”, que, igual que a Jesús, resucita a todos
los muertos; en consecuencia, la resurrección pide y posibilita un estilo
específico de vida que, marcada por el seguimiento de Jesús, es ya “vida
eterna”.
2.
La
inevitable diversidad de la teología
Afirmado esto, todo lo demás es secundario, pues lo
dicho marca lo común de la fe. La teología viene luego, con sus diferencias
inevitables y, en principio, legítimas, mientras se esfuercen por permanecer
dentro de ese ámbito, versando sobre “lo mismo”, de manera que las diferencias
teóricas no rompan la comunión de lo creído y vivido.
Eso sitúa y delimita la importancia del trabajo
teológico, pero no lo anula en modo alguno ni, por tanto, lo exime de su
responsabilidad. Porque toda experiencia es siempre experiencia interpretada en
un contexto determinado, y sólo dentro de él resulta significativa y
actualizable. La apuesta consiste en lograr una interpretación correcta, que
recupere para hoy la experiencia válida para siempre. Pero el cambio puede
hacerse mal, anulando la verdad o la integridad de la experiencia; o puede
hacerse de modo insuficiente, dificultándola e incluso impidiéndola: no
entrando ni dejando entrar -según la advertencia evangélica- en su comprensión
y vivencia actual. Y lo cierto es que la ruptura moderna ha supuesto un cambio
radical de paradigma, de suerte que obliga a una reinterpretación muy profunda.
Esta situación aumenta lo delicado y aun arriesgado de la tarea; pero por lo
mismo la hace también inesquivable, so pena de hacer absurdo e increíble el
misterio de la resurrección.
El trabajo de reinterpretación precisa ir en tres
direcciones distintas, aunque íntimamente solidarias:
-
una apunta hacia
la dilucidación histórico-crítica del origen, explicitación y consolidación de
la experiencia;
-
otra, hacia el intento
de lograr alguna comprensión de su contenido, es decir, del ser de la
resurrección y del modo como se realiza;
-
finalmente, otra
intenta dilucidar las consecuencias, tanto para la vida en la historia como
para el destino más allá de la muerte. De suyo, la última dirección es la más
importante, pero, dado que la conmoción del cambio se produjo sobre todo en las
dos primeras, ellas son las que han ocupado mayor espacio en la discusión
teológica. Tampoco en este estudio ha sido posible escapar a ese “desequilibrio”,
aunque se ha intentado compensarlo en lo posible.
B. LA GÉNESIS DE LA FE
EN LA RESURRECCIÓN
El
cambio cultural se manifestó en dos fenómenos principales. El primero fue el
fin de la lectura literal de los textos, que, haciendo imposible tomarlos como
un protocolo notarial de lo acontecido, ha obligado a buscar su sentido detrás
del tenor inmediato de la letra. El segundo consistió en el surgimiento de una
nueva cosmovisión, que ha obligado a leer la resurrección en coordenadas
radicalmente distintas a las presupuestas en su versión original.
En
la nueva comprensión de la génesis influyó e influye sobre todo el primero.
Porque el fin del fundamentalismo forzó un cambio profundo en la lectura y al
mismo tiempo ha proporcionado los medios para llevarlo a cabo. Los ha
proporcionado no sólo porque, al romper la esclavitud de la letra, abría la
posibilidad de nuevos significados, sino también porque, al introducirla en la
dinámica viva de la historia de la revelación, la cargaba de un realismo
concreto y vitalmente significativo. Lo cual vale tanto para el Antiguo como
para el Nuevo Testamento.
1.
La
resurrección en el Antiguo Testamento
Ha sido, en efecto, importante recordar el Antiguo
Testamento y remontarse de algún modo al duro aprendizaje que supuso. Con sus
dos caminos principales.
- El primero
(que tal vez debiera haber recibido una atención aun mayor) remite a la
vivencia de la profunda comunión con Dios. Comunión que, sin negar la aspereza
de la vida terrena y sin tener todavía claridad acerca del más allá de la
misma, permitió intuir que su amor es “fuerte como la muerte” (Cant 8, 6). Por
eso la conciencia de la fidelidad divina fue capaz de dar sentido a la terrible
ambigüedad de la existencia, tal como aparece, por ejemplo, en el salmo 73: “Mi
cuerpo y mi corazón se consumirán, pero Dios es para siempre mi roca y mi
suerte” (v. 26).
- El segundo camino pasa por la aguda experiencia de contraste entre el
sufrimiento del justo y la intolerable injusticia de su fracaso terreno. Como
se anuncia con claridad ya en los Cantos del Siervo y se formula de manera
impresionante con los mártires de la lucha macabea (cf. 2 Mac 7), sólo la idea
de resurrección podía conciliar el amor fiel de Yahvé con el incomprensible
sufrimiento del justo.
Un fruto importante de este recuerdo es que los largos
siglos sin creencia clara en el otro mundo enseñan, en vivo, que la auténtica
fe en la resurrección no se consigue con una rápida evasión al más allá, sino
que se forja en la fidelidad de la vida real y en la autenticidad de la
relación con Dios. Además es muy probable que en esos textos encontrase Jesús
un importante alimento para su propia experiencia; y, con seguridad, ahí lo
encontraron los primeros cristianos para su comprensión del destino del
Crucificado.
2.
La
resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
Esa herencia preciosa pasó al Nuevo Testamento como presupuesto
fundamental, que no debe olvidarse, porque constituía el marco de vivencia y
comprensión tanto para Jesús como para la comunidad. La fe en la resurrección
de los muertos estaba ya presente en la vida y en la predicación del Nazareno:
la novedad que introduce la confesión de la suya, se realiza ya dentro de esta
continuidad radical.
En este sentido, no es casual, y desde luego resulta
esencial, la atención renovada a su vida para comprender la génesis y el
sentido de la profunda reconfiguración que el Nuevo Testamento realiza en el
concepto de resurrección heredado del Antiguo. La vida de Jesús y lo creído y
vivido en su compañía constituyeron sin lugar a dudas una componente
fundamental del suelo nutricio donde echó raíces lo novedoso y específico de la
experiencia pascual.
Dos
aspectos sobre todo tuvieron una enorme fuerza de revelación y convicción.
- En primer lugar, la conciencia del carácter “escatológico” de la misión de Jesús, que
adelantaba y sintetizaba en su persona la presencia definitiva de la salvación
de Dios en la historia: su destino tenía el carácter de lo único y definitivo.
- En estrecha dialéctica con él, está, en segundo lugar, el hecho terrible de la
crucifixión, que parecía anular esa presencia. La durísima “experiencia de
contraste” entre, por un lado, la propuesta de Jesús, garantizada por su
bondad, su predicación y su conducta, y, por otro, su incomprensible final en
la mors turpissima crucis, constituía una “disonancia cognoscitiva” de tal
magnitud, que sólo con la fe en la resurrección podía ser superada (un proceso
que, a su manera, había adelantado ya el caso de los Macabeos).
El hecho de la huida y ocultamiento de los discípulos
fue, con toda probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como
traición o pérdida de la fe constituye una “dramatización” literaria, de
carácter intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la
resurrección. En realidad, aparte de lo injusta que resulta esa visión con unos
hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús, resulta
totalmente inverosímil. Algo que se confirma en la historia de los grandes
líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección contraria, pues el
asesinato del líder auténtico confirma la fidelidad de los seguidores: la fe en
la resurrección, que los discípulos ya tenían por tradición, encontró en el
destino trágico de Jesús su máxima confirmación, así como su último y pleno
significado. Lo expresó muy bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo:
Jesús no podía ser presa definitiva de la muerte, porque Dios no podía
consentir que su justo “viera la corrupción” (cf. Hch 2, 24-27).
3.
Lo nuevo
en la resurrección de Jesús
La conjunción de ambos factores -carácter definitivo y
experiencia de contraste- hizo posible la revelación de lo nuevo en la
resurrección de Jesús: él está ya vivo, sin tener que esperar al final de los
tiempos (que en todo caso empezarían con él); y lo está en la plenitud de su
persona, ya sin el menor asomo de una existencia disminuida o de sombra en el
sheol. Lo que se esperaba para todos (al menos para los justos) al final de los
tiempos, se ha realizado en él, que por eso está ya exaltado y plenificado en
Dios. Y desde esa plenitud -única como único es su ser- sigue presente en la
comunidad, reafirmando la fe y relanzando la historia.
Tal novedad no carecía, con todo, de ciertos
antecedentes en el Antiguo Testamento y en el judaísmo intertestamentario
(piénsese en las alusiones a los Patriarcas, a Elías o al mismo Bautista ); y,
aunque menos, tampoco era totalmente ajena al entorno religioso medio-oriental
y helenístico, con Dioses que mueren y resucitan o con personajes que se hacen
presentes después de muertos . De todos modos, el carácter único de la persona
y la misión de Jesús, hizo que, por la seguridad de su vivencia, por su
concreción histórica y por su carácter plena e individualizadamente personal,
la fe en su resurrección supusiese un avance definitivo en la historia de la
revelación. De nadie se había hablado así: nunca, de ninguna persona se había proclamado
con tal claridad e intensidad su estar ya vivo, plenamente “glorificado” en
Dios y presente a la historia.
Los textos, leídos críticamente, no permiten una
reconstrucción exacta del proceso concreto por el que se llegó a esta visión
específica. Lo claro es el resultado. Y de los textos resulta que esa
convicción firme, esa fe en la resurrección actual de Jesús y en la permanencia
de su misión se gestó y se manifestó en vivencias extraordinarias de su nuevo
modo de presencia real, que, en aquel ambiente cargado de una fortísima
emotividad religiosa, los protagonistas interpretaron como “apariciones”. En
todo caso, como tales fueron narradas a posteriori en el Nuevo Testamento, en
cuanto explicitación catequética y teológica del misterio que se intentaba
transmitir. En ese mismo marco se forjaron también las narraciones acerca de la
“tumba vacía”.
El carácter teológico de las narraciones es lo
decisivo: ahí se expresa su intención y radica su enseñanza; a través de ellas
se nos entrega el objeto de la fe. Dada su composición por escritores que,
fuera del caso de Pablo (tan peculiar en muchos aspectos), no habían sido
testigos directos, sino que escriben basados en recuerdos y relatos ajenos,
entre cuatro y siete décadas más tarde, no pueden considerarse sin más como
descripciones de acontecimientos fácticos, tal como los narrarían, por ejemplo,
un cronista o un historiador actuales. De suerte que la interpretación más
concreta de lo sucedido fácticamente constituye una delicada y compleja tarea
hermenéutica, que ha de tener en cuenta el distinto marco cultural y los nuevos
instrumentos de lectura crítica. Circunstancia que resulta decisiva a la hora
de interpretar el modo de la resurrección y del ser mismo del Resucitado.
C. EL MODO Y EL SER DE
LA RESURRECCIÓN
1.
Consideraciones
previas
De entrada, conviene insistir una vez más en que el
problema se mueve ahora en un nivel distinto del anterior: allí se describía lo
fundamental de la experiencia, aquí se intenta una mayor clarificación
conceptual. Como queda dicho y repetido a lo largo de toda la obra, lo
intentado en este nivel no pretende nunca cuestionar la verdad del anterior, y
las discrepancias en él no tienen por qué significar una ruptura de la unidad
de fe expresada en el primero. Pertenecen más bien al inevitable y legítimo
pluralismo teológico.
Si antes influía sobre todo la caída del
fundamentalismo, ahora es el cambio cultural el que se deja sentir como
prioritario. Cambio en la visión del mundo, que, desdivinizado, desmitificado y
reconocido en el funcionamiento autónomo de sus leyes, obliga a una re-lectura
de los datos. Piénsese de nuevo en el ejemplo de la Ascensión: tomada a la
letra, hoy resulta simplemente absurda. Cambio también en la misma teología
que, justamente por efecto de esos dos factores, se halla en una situación
nueva, sobre todo -tal como queda indicado al principio (1.6)- por lo que
respecta a la concepción de la creación, la revelación y la cristología. La
acción de Dios no se concibe bajo un patrón intervencionista y “milagroso”, que
no responde a la experiencia ni religiosa ni histórica y que amenazaría la
trascendencia divina. La revelación no es un “dictado” milagroso y autoritario
que deba tomarse a la letra. Y la cristología no busca lo peculiar de Jesús en
su apartamiento sobre-naturalista, sino en su plena realización de lo humano:
la cristología como realización plena de la antropología, la divinidad en la
humanidad.
En este sentido, resulta hoy de suma importancia tomar
en serio el carácter trascendente de la resurrección, que es incompatible, al
revés de lo que hasta hace poco se pensaba con toda naturalidad, con datos o
escenas sólo propios de una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo al
Resucitado, verle venir sobre las nubes del cielo o imaginarle comiendo, son
pinturas de innegable corte mitológico, que nos resultan sencillamente
impensables.
Como resultado, no es la exégesis de detalle la que
acaba decidiendo la interpretación final, sino la coherencia del conjunto. Esa
exégesis es necesaria, y gracias a ella estamos donde estamos. Pero sus
resultados llevan sólo al modo peculiar como los hagiógrafos interpretaban la
resurrección con los medios de su cultura. Ahora toca justamente hacer lo mismo
con los medios de la nuestra. Por eso no se trata únicamente de que las
discusiones exegéticas de los puntos concretos acaben muchas veces en tablas:
“no se puede refutar esto, pero tampoco se puede probar lo contrario”; sino que
es la entera visión de conjunto la que se mueve en busca de una nueva “figura”
de la comprensión. Esta figura es la que, en definitiva, convence o no
convence, según resulte significativa y “realizable” en la cultura actual o
aparezca como incomprensible desde sus legítimas preguntas o incompatible con
sus justas exigencias.
Finalmente, también ahora conviene ir por pasos, de lo
más claro a lo más discutible. Lo cual además tiene dos ventajas importantes:
permite ver el avance ya realizado, que en realidad es enorme; y puede ayudar a
descubrir la verdadera dirección del cambio que se está produciendo. El sentido
histórico bien administrado no sólo aporta serenidad a la discusión, sino que
de ordinario aumenta la lucidez para percibir el futuro.
2.
El
sepulcro vacío
No es exageración optimista hablar de lo enorme del
cambio ya acontecido. Entre un manual preconciliar y un tratamiento actual,
incluso de los más conservadores, la distancia es astronómica, tanto en lo
cuantitativo del espacio dedicado, como en lo cualitativo del modo de ver la
resurrección.
Desde luego, ya nadie confunde la resurrección con la
revivificación o vuelta a la vida de un cadáver. Ni por tanto se la pone en
paralelo ni, menos, se la confunde con las “resurrecciones” narradas no sólo en
la Biblia, atribuidas a Eliseo, a Jesús o a Pablo (que, por otra parte, casi nadie
toma a la letra), sino también en la cultura del tiempo, como en el caso de
Apolonio de Tiana. La resurrección de Jesús, la verdadera resurrección,
significa un cambio radical en la existencia, en el modo mismo de ser: un modo
trascendente, que supone la comunión plena con Dios y escapa por definición a
las leyes que rigen las relaciones y las experiencias en el mundo empírico.
Por eso ya no se la comprende bajo la categoría de
milagro, pues en sí misma no es perceptible ni verificable empíricamente. Hasta
el punto de que, por esa misma razón, incluso se reconoce de manera casi
unánime que no puede calificarse de hecho histórico. Lo cual no implica, claro
está, negar su realidad, sino insistir en que es otra realidad: no mundana, no
empírica, no apresable o verificable por los medios de los sentidos, de la
ciencia o de la historia ordinaria.
Puede afirmarse que estas ideas constituyen hoy un
bien común de la teología. Pero sucede que el estado de “transición entre
paradigmas” que caracteriza la situación actual no siempre permite ver con
claridad las consecuencias: afirmado el principio nuevo, se sigue operando
muchas veces con los conceptos y presupuestos viejos. Algo claro y hasta
sorprendente cuando un mismo autor, después de reconocer de manera expresa que
la resurrección no es un milagro, se aplica a matizarlo diciendo que no es un
milagro “espectacular” (como si de alguien se dijese que está muerto, pero sólo
“un poco” muerto). Pasa sobre todo con los problemas del sepulcro vacío y las
apariciones. Con desigual intensidad, sin embargo.
En el caso del sepulcro vacío se han dado más pasos.
Exegéticamente no es posible decidir la cuestión, pues, en puro análisis
histórico, hay razones serias tanto para la afirmación como para la negación.
Pero se ha producido un cambio importante, en el sentido de que son ya muchos
los autores que no hacen depender la fe en la resurrección de la postura que se
adopte al respecto: se reconoce que pueden creer en ella tanto los que piensan
que el sepulcro ha quedado vacío como los que opinan lo contrario.
La opción por tanto depende, en definitiva, del marco
teológico en que se encuadra. Y la verdad es que, superadas las adherencias
imaginativas que representan al Resucitado como vuelto a una figura (más o
menos) terrena, y tomado en toda su seriedad el carácter trascendente de la
resurrección, la permanencia o no del cadáver pierde su relevancia. El
resultado vivencial y religioso es el mismo en ambos casos. Una realidad
personal tan identificada con Dios, cuya presencia se puede vivir
simultáneamente en una aldea de África o en una metrópoli europea, que no es
visible ni tangible: en una palabra, una realidad que está totalmente por
encima de las leyes del espacio y del tiempo, no puede guardar ninguna relación
material con un cuerpo espacio-temporal. Más aún, tal relación no parece
resultar pensable, pues la desaparición del cadáver debería obedecer o a una
aniquilación (lo cual anularía sin más la relación) o a una transformación tan
cualitativamente diversa que parece anular igualmente toda posibilidad de
relación (ninguna ley mundana vale para la persona resucitada). Tan invisible e
intangible es el Resucitado para quien afirma que el sepulcro quedó vacío, como
para quien afirma lo contrario.
Esto es importante, porque lo que, en el fondo y con
toda legitimidad, pretende salvaguardar la afirmación de la tumba vacía es la
identidad del Resucitado; que es también lo que se busca expresar con el
simbolismo de la “resurrección de la carne”. Pero, aparte de que ni siquiera en
la vida mundana puede considerarse sin más el cuerpo como el verdadero soporte
de la identidad, puesto que sus componentes se renuevan continuamente, parece
claro que la preservación de la identidad ha de buscarse en el ámbito de
categorías estrictamente personales. Aunque estamos en una de las más arduas
cuestiones de la antropología, lo fundamental es que la identidad se construye
en el cuerpo, pero no se identifica con él. Lo que el cuerpo vivo ha
significado en esa construcción se conserva en la personalidad que en él y
desde él se ha ido realizando; no se ve qué podría aportar ahí la
transformación (?) del cuerpo muerto, del cadáver.
El cómo sucede esto constituye, sin duda -y para
cualquier concepción-, un oscurísimo misterio, puesto que, por definición, está
más allá de las leyes mundanas. Sólo cabe barruntarla mediante una “lógica de
la simiente”: ¿quién podría, de no comprobarlo a posteriori, ver como posible
la continuidad entre la bellota y el roble? Ya lo dijera san Pablo: “se siembra
corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se
siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita
un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 42-44).
Por otra parte, rota la linealidad literal de las
narraciones, resulta muy difícil, si no imposible, interpretar con un mínimo de
coherencia el supuesto contrario. ¿Qué sentido podría tener el tiempo
cronológico en que el cadáver permanecería en la tumba, para ser “revivificado”
en un momento ulterior? ¿Qué tipo de identidad personal sería la del Resucitado
mientras espera la “revivificación” del cadáver? ¿Qué significaría esa mezcla
de vida trascendente y espera cronológico-mundana?
En cambio, dentro de la irreductible oscuridad del
misterio, todo cobra coherencia cuando se piensa la muerte como un tránsito,
como un “nuevo nacimiento”, en el que la persona “muere hacia el interior de
Dios”; algo así como si del “útero” mundano la persona se alumbrase hacia su
vida definitiva: “llegado allí, seré verdaderamente persona”, dijo san Ignacio
de Antioquía. Y el Cuarto Evangelio ve en la cruz la “hora” definitiva, en la
que la “elevación” (hýpsosis) es simultáneamente muerte física en lo alto de la
cruz y “glorificación” en el seno del Padre. Morir es ya resucitar:
resurrección-en-la-muerte.
3.
Las
apariciones
En realidad, al menos en la medida en que las
apariciones se toman como percepción sensible (sea cual sea su tipo, su
claridad o su intensidad) del cuerpo del Resucitado, el problema es
estrictamente paralelo al anterior. Porque de ese modo no sólo se vuelve a
interpretar necesariamente la resurrección como “milagro”, sino que se
presupone algo contradictorio: la experiencia empírica de una realidad
trascendente. Pero aquí la percepción del problema no ha cambiado tanto como en
el caso anterior; de suerte que muchos que no hacen depender la fe en la
resurrección de la admisión del sepulcro vacío, sí lo hacen respecto de las
apariciones. La razón es también distinta: si antes preocupaba la preservación
de la identidad del Resucitado, ahora se cree ver en las apariciones el único
medio de garantizar la objetividad y la realidad misma de la resurrección.
Pero esa impresión sólo es válida, si permanece
prisionera de la antigua visión, sobre todo en dos puntos fundamentales. El
primero, seguir tomando la actuación de las realidades trascendentes bajo la
pauta de las actuaciones mundanas, que interferirían en el funcionamiento de la
realidad empírica y que, por tanto, se podrían percibir mediante experiencias
de tipo sensible. El segundo, conservar un concepto extrinsecista y autoritario
de revelación, como verdades que se le “dictarían” al revelador y que los demás
deben aceptar sólo porque “él dice que Dios se lo dijo”. Dado lo complejo y
delicado de la cuestión, una aclaración fundamentada debe remitir al detalle de
lo explicado en el texto. Aquí es preciso limitarse a unas indicaciones
someras.
- La primera, recordar que la experiencia puede ser real
sin ser empírica; o, mejor, sin
que su objeto propio tenga sobre ella un efecto empírico directo. Se trata de
experiencias cuyo objeto propio (no empírico) se experimenta en realidades
empíricas. El caso mismo de Dios resulta paradigmático. Ya la Escritura dice
que “nadie puede ver a Dios” (cf. Éx. 33, 20), y, sin embargo, la humanidad lo
ha descubierto desde siempre. Ese es el verdadero significado de las “pruebas”
de su existencia: responden a un tipo de experiencias con realidades empíricas
-sentimiento de contingencia, belleza del mundo, injusticia irreparable de las
víctimas... -en las que se descubre la existencia de Dios, pues sólo contando
con ella pueden ser comprendidas en toda su verdad.
Esto hace que tales experiencias resulten tan
peculiares y difíciles. Pero ese es su modo de ser, y no cabe otra alternativa.
Por eso son tan chocantes posturas como las de Hanson, pretendiendo que, para
que él creyese en su existencia, Dios tendría que aparecérsele empíricamente,
visible y hablando como un Júpiter tonante, registrable en vídeo y en
magnetófono. Bien mirado, eso no sólo sería justamente la negación de su
trascendencia, sino incluso, como ha argüido Kolakowski, constituiría una
contradicción lógica. Y por lo mismo, pretender para Dios un tipo de
experiencia empírica, como en el caso de la famosa “parábola del jardinero” de
Anthony Flew, es el modo de hacer imposible la (de)mostración su existencia.
Muchos teólogos que se empeñan en exigir las
apariciones sensibles para tener pruebas empíricas de la resurrección, no
acaban de comprender que eso es justamente ceder a la mentalidad empirista, que
no admite ningún otro tipo de experiencia significativa y verdadera.
Paradójicamente, con su aparente defensa están haciendo imposible su aceptación
para una conciencia actual y justamente crítica. Por lo demás el mismo sentido
común, si supera la larga herencia imaginativa, puede comprender que “ver” u
“oír” algo o a alguien que no es corpóreo sería sencillamente falso, igual que
lo sería tocar con la mano un pensamiento. Y una piedad que tome en serio la fe
en el Resucitado como presente en toda la historia y la geografía humana
-“donde están dos o tres, reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de
ellos” (Mt 18, 20)-, no puede pensar para él un cuerpo circunscribible y
perceptible sensorialmente.
(Y nótese que cuando se intenta afinar, hablando, por
ejemplo, de “visiones intelectuales” o “influjos especiales” en el espíritu de
los testigos, ya se ha reconocido que no hay apariciones sensibles. Y, una vez
reconocido eso, seguir empeñados en mantener que por lo menos vieron “fenómenos
luminosos” o “percepciones sonoras”, es entrar en un terreno ambiguo y
teológicamente no fructífero, cuando no insano. Esto no niega la veracidad de
los testigos -si fueron ellos quienes contaron eso, y no se trata de
constructos simbólicos posteriores-, ni tampoco que el exegeta pueda discutir
si histórico-críticamente se llega o no a ese dato. Lo que está en cuestión es
si lo visto u oído empíricamente por ellos es el Resucitado o son sólo
mediaciones psicológicas -semejantes, por ejemplo, a las producidas muchas
veces en la experiencia mística o en el duelo por seres queridos- que en esas
ocasiones y para ellos sirvieron para vivenciar su presencia trascendente, y
tal vez incluso ayudaron a descubrir la verdad de la resurrección. Pero repito
eso no es ver u oír al Resucitado; si se dieron, fueron experiencias sensibles
en las que descubrieron o vivenciaron su realidad y su presencia).
- Con esto enlaza la segunda indicación: la revelación puede descubrir la verdad sin ser un
dictado milagroso. Basta pensar que tal fue el caso para la misma resurrección
en el Antiguo Testamento: lejos de ser un dictado, obedeció a una durísima
conquista, apoyada en la interpretación de experiencias concretas, como la
desgracia del justo o el martirio de los fieles; experiencias que sólo contando
con la resurrección podían ser comprendidas. Así se descubrió -se reveló- la
resurrección que alimentó la fe de los (inmediatos) antepasados y de los
contemporáneos de Jesús. Resurrección real, porque responde a una experiencia
reveladora, que no por no ser empírica dejó de llevar a un descubrimiento
objetivo.
Lo que sucede es que la novedad de la resurrección de Jesús,
en lugar de ser vista como una profundización y revelación definitiva dentro de
la fe bíblica, tiende a concebirse como algo aislado y sin conexión alguna con
ella. Por eso se precisa lo “milagroso”, creyendo que sólo así se garantiza la
novedad. Pero, repitámoslo, eso obedece a un reflejo inconsciente de corte
empirista. No acaba de percibirse que, aunque no haya irrupciones milagrosas,
existe realmente una experiencia nueva causada por una situación inédita, en la
que los discípulos y discípulas lograron descubrir la realidad y la presencia
del Resucitado. La revelación consistió justamente en que comprendieron y
aceptaron que esa situación sólo era comprensible porque estaba realmente
determinada por el hecho de que Dios había resucitado a Jesús, el cual estaba
vivo y presente de una manera nueva y trascendente. Manera no empírica, pero no
por menos sino por más real: presencia del Glorificado y Exaltado.
Si la resurrección no fuese real, todo perdería para
ellos su sentido. Sin la resurrección, Cristo dejaría de ser él y su mensaje
quedaría refutado. Dios permanecería en su lejanía y en su silencio frente a la
terrible injusticia de su muerte. Y ellos se sentirían abandonados a sí mismos,
perdidos entre su angustia real y una esperanza tal vez para siempre
decepcionada. Todo cobró, en cambio, su sentido cuando descubrieron que Jesús
había sido constituido en “Hijo de Dios con poder” (Rm 1, 4) y que Dios se
revelaba definitivamente como “el que da vida a los muertos” (1 Cor 15, 17-19).
Esto no pretende, claro está, ser un “retrato” exacto
del proceso, sino únicamente desvelar su estructura radical. Estructura
universalizable, que sigue siendo fundamentalmente la misma para nosotros y que
por eso, cuando se nos desvela gracias a la ayuda “mayéutica” de la
interpretación apostólica, puede resultarnos significativa y -en su modo
específico- “verificable”. Creemos porque “hemos oído” (fides ex auditu: Rm 10,
17); pero también porque, gracias a lo oído, nosotros mismos podemos “ver” (cf.
Jn 4, 42, episodio de la Samaritana y sus paisanos). Tal es el realismo de la
fe, cuando se toma en serio y no, según diría Kant, como algo puramente
“estatutario”. No, por tanto, un mero aceptar “de memoria”, afirmando a, lo
mismo que se podría afirmar b o c; sino afirmar porque la propia y entera vida
se siente interpretada, interpelada, comprometida y salvada por eso que se
cree.
4.
“Primogénito
de los muertos”
Esto último, contextualizado por lo dicho en los
puntos anteriores, permite un paso ulterior, creo que de suyo natural, pero que
de entrada puede resultar sorprendente, puesto que se aparta de lo que
espontáneamente se viene dando por supuesto. Como siempre sucede en la
revelación, lo que se descubre estaba ya ahí. Se descubre gracias a que una
circunstancia especial, por su “extrañeza” (oddness, en la terminología de I.
T. Ramsey), despierta la atención del “profeta” o revelador, haciéndolo “caer
en la cuenta”: “¡El Señor estaba en este lugar, y yo no lo sabía!” (Gén 18,
16).
Mostrémoslo con algún ejemplo, que no precisa ser
literal en todos sus detalles. Dios ha estado siempre al lado de las víctimas
contra la opresión injusta; pero fue la peculiar circunstancia de Egipto la que
permitió a la genialidad y fidelidad religiosa de Moisés “caer en la cuenta” de
esa presencia. Pero eso no significa que Dios haya empezado a ser liberador
cuando lo descubrió Moisés. A pesar de eso, hubo un comienzo real, no un simple
“como si” teórico, pues la nueva conciencia abrió nuevas posibilidades reales
para la acogida humana y por tanto para la penetración de la acción liberadora
del Señor en la historia). Lo mismo -para acercarnos más a nuestro caso-sucede
con la paternidad divina. Cuando Jesús en su peculiar experiencia (con todo lo
que ella implicaba) logró verla, vivirla y proclamarla con definitiva e
insuperable claridad, no es que esa paternidad “empezase” entonces: Dios era y
es desde siempre “padre/madre” para todo hombre y mujer. Sucede únicamente que
a partir de Jesús se revela con claridad, transformando realmente la vida humana,
puesto que desde entonces la filiación puede vivirse de manera más profunda y
consecuente.
Con la resurrección sucede lo mismo. En Jesús se
reveló en plenitud definitiva lo que Dios estaba siendo desde siempre: el “Dios
de vivos”, como dijo el mismo Jesús; “el que resucita a los muertos”, como
gracias a su destino re-formularon los discípulos la fe que ya tenían en la
resurrección, confirmándola y profundizándola con fuerza definitiva.
Esta comprensión supone ciertamente un cambio en la
visión teológica; pero resulta perfectamente coherente con el experimentado por
la cristología en general, que, como queda dicho, ha aprendido a ver la
singularidad de Jesús no en el apartamiento de lo humano, sino en su plena
revelación y realización. Por eso con esta visión no se anula, sino que se
confirma la confesión de la fe: Cristo sigue siendo “el primogénito de los
muertos” (Ap 1, 15), sólo que no en el sentido cronológico de primero en el
tiempo, sino como el primero en gloria, plenitud y excelencia, como el revelador
definitivo, el modelo fundante y el “pionero de la vida” (Hch 3, 15). De ahí
esa reciprocidad íntima, auténtica perichoresis, que Pablo proclama entre su
resurrección y la nuestra: si él no ha resucitado, tampoco nosotros; si
nosotros no, tampoco él (1 Cor 15, 12-14).
Realmente, cuando se superan los innumerables clichés
imaginativos con que una lectura literalista ha ido poblando la conciencia
teológica, se comprende que esta visión es la más natural y, sobre todo, la más
coherente con un Dios que, habiendo creado por amor, no ha dejado nunca a sus
hijos e hijas entregados al poder de la muerte. Por eso la humanidad, aunque no
haya podido descubrir esta plenitud de revelación hasta la llegada de Jesús, lo
ha presentido y a su modo lo ha sabido siempre, expresándolo de mil maneras.
Pero de esto hablaremos después.
D. LAS CONSECUENCIAS
Una
de las maneras más eficaces de verificar la verdad de una teoría consiste en
examinar sus consecuencias. En ellas se despliegan su verdadero significado y
su fuerza de convicción. Respecto de la resurrección vale la pena mostrarlo
brevemente en tres frentes principales.
1.
Resurrección
e inmortalidad
El aislamiento que el estudio de la resurrección ha
sufrido respecto del proceso de la revelación bíblica fue todavía mayor respecto
de la tradición religiosa en general. En gran medida se ha querido asegurar su
especificidad, acentuando la diferencia. Pero realmente la resurrección
pertenece por su propia naturaleza a un plexo religioso fundamental y en cierto
modo común a todas las religiones: la idea de inmortalidad. Respecto de esta no
es algo aparte, sino un modo específico de tematizarla y de vivirla.
Porque es natural que cada religión interprete la
verdad común en el marco específico de su propia religiosidad. La bíblica, desde
el Antiguo Testamento, la ve sobre todo dentro de su fundamental acento
personalista: por un lado, desde la relación con un Dios cuyo amor fiel rescata
del poder de la muerte, llamando a la comunión consigo y, por otro, desde una
antropología unitaria, que no piensa en la salvación de sólo una parte de la
persona. El Nuevo Testamento hereda esta tradición, llevándola a su culminación
gracias al enorme impacto de la experiencia crística.
Ahí radica su originalidad, y es comprensible el
énfasis que se ha puesto en ella. Sin embargo, el mejor camino para asegurarla
y ofrecerla como aportación a los demás no es el de acentuar la diferencia
hasta romper la continuidad fundamental. Tal ha sucedido sobre todo al insistir
en su diferencia con la idea griega de inmortalidad. Diferencia real, puesto
que los griegos configuraban el fondo común dentro de su propio marco religioso
y filosófico. Pero no contraposición radical y totalmente incompatible, ni
mucho menos. Ya históricamente sería falso, pues es bien sabido que en la etapa
decisiva de la configuración de esta verdad la Biblia recibió un fuerte impulso
del mundo helenístico (que por su mayor dualismo antropológico hacía más fácil
vencer la apariencia de que todo acaba con la muerte). Además, como hemos visto,
en la misma Biblia no siempre era tan neta y abrupta la distinción, y hay en
ella textos que hablan como los griegos o simplemente mezclan ambas
concepciones.
Cuando se comprende la resurrección de Jesús como la
revelación definitiva de lo que “el Dios de vivos” hace con todas las personas
de todos los tiempos, resulta más fácil ver la comunidad radical. La
resurrección de Jesús de Nazaret representa algo específico y constituye una
aportación irreductible; pero es así, sobre todo, gracias a que en él se nos ha
revelado en plenitud lo ya se había revelado a su modo en las demás religiones
: que Dios resucita ya, sin esperar a un fin del mundo, y resucita plenamente,
es decir, en íntegra identidad personal (que ni es sólo el “alma” ni está a la
espera de ser completada con el “cuerpo” rescatado de su estado de cadáver).
Eso no vacía sin más de significado la expectación de
una “resurrección al final de los tiempos”. Significado verdadero e importante,
pero no en el sentido mitológico de una reunión final de la humanidad en el
“valle de Josafat”, sino en el de una esperanza de comunión plena. La comunidad
de los resucitados, en efecto, no está completa y clausurada en sí misma,
desinteresada de la historia. Mientras esta no se cierre, mientras quede
alguien en camino, hay una expectación e incompletud real, una comunión de
presencia dinámica hasta que culmine el proceso por el que, con toda la
humanidad reunida, “Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 28).
Lo decisivo es que esta visión cristiana no tiene por
qué ser presentada como algo aislado y excluyente, sino como una concreción de
la verdad común. Esto es muy importante para un tiempo en el que el diálogo de
las religiones ha cobrado una relevancia trascendental. La resurrección bíblica
no renuncia a la propia riqueza, sino que la ofrece como aportación a la
búsqueda común. Y, al mismo tiempo, comprende que hay aspectos en los que
también ella puede enriquecerse con la aportación específica de las demás
religiones. Se ha intentado muchas veces con la transmigración y existen
intentos interesantes desde las religiones africanas y amerindias. En todo
caso, lo decisivo es el reconocimiento de la fraternidad a través de la fe en
este misterio y del diálogo en la búsqueda de su mejor comprensión.
2.
Resucitados
con Cristo
Hasta aquí hemos insistido sobre todo en la primera de
las preguntas kantianas: qué podemos saber de la resurrección. Ahora cumple
decir algo de la segunda: qué debemos hacer desde la fe en ella. Se trata de su
dimensión más inmediatamente práctica, con dos aspectos fundamentales.
- El primero es el problema del mal. La cruz lo hace visible en todo su horror; la
resurrección muestra la respuesta que desde Dios podemos vislumbrar.
La
cruz, en efecto, permite ver de modo casi intuitivo que el mal resulta
inevitable en un mundo finito, pues Dios sólo podría eliminarlo a costa de
destruir su propia creación, interfiriendo continuamente en ella y anulándola
en su funcionamiento: para librar a Jesús del patíbulo, tendría que suprimir la
libertad de los que lo condenaron o suspender las leyes naturales para que los
instrumentos no lo dañasen o las heridas no le causasen la muerte... Además, si
lo hacía con él, ¿por qué no con las demás víctimas de la tortura, de la
guerra, de las catástrofes, de las enfermedades...? Pero entonces ¿qué sería
del mundo? Equivaldría simple y llanamente a su anulación. Comprender esta
inevitabilidad fue tal vez la “última lección” que Jesús tuvo que aprender en
la cruz (cf. Hbr 5, 7), pues su tradición religiosa lo inclinaba seguramente a
pensar que Dios intervendría en el último momento para librarlo.
La
vivencia del Abbá y la fidelidad a la misión le permitieron comprender que Dios
no nos abandona jamás y que -como había descubierto el libro de Job- la
desgracia no es un signo de su ausencia, sino una forzosidad causada por la
finitud del mundo o por la malicia de la libertad finita. Pero también -más
allá de Job- que por eso mismo Dios está siempre a nuestro lado, acompañándonos
cuando nos hiere el mal y apoyándonos en la lucha contra él; sobre todo,
asegurando nuestra confianza en que el mal no tiene la última palabra, aunque
no siempre resulte fácil verlo, principalmente cuando la muerte parece darle el
triunfo definitivo. Los evangelistas intuyen esta dialéctica, cuando se atreven
a poner en los labios de Jesús, por un lado, el grito de la interrogación
angustiada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt
27, 46); y, por otro, las palabras de la entrega confiada: “En tus manos pongo
mi vida” (Lc 23, 46).
Por
parte de Dios, la resurrección fue la respuesta: es la respuesta. Gracias a la
fidelidad de Jesús, paradójicamente para nosotros resulta más fácil de
comprender: lo que para él fue una dura conquista, nosotros podemos acogerlo ya
en la claridad de la fe. Y también, sacar las consecuencias teológicas. Por un
lado, el carácter trascendente de la resurrección no permite esperar “milagros”
divinos, sino que convoca a la praxis histórica, colaborando con Dios en su
lucha contra el mal: es el único encargo -el “mandamiento nuevo”- que nos deja
Cristo. Pero, por otro, su carácter real y definitivo es lo único que nos
permite responder a la terrible pregunta por las víctimas, que, muertas, nada
pueden esperar de soluciones desde la historia: sólo la resurrección puede
ofrecer una salida a “la nostalgia de que el verdugo no triunfe definitivamente
sobre su víctima”.
Basta
con pensar en la importancia de este tema en la teología de la liberación y en
su repercusión en el diálogo con la teoría crítica, de Horkheimer a Habermas,
para percatarse de la importancia de esta consecuencia.
- El segundo aspecto –la vida eterna- enlaza con este. Quien resucita es el Crucificado: su vida, la vida
últimamente real y auténtica, no es rota por el terrible trauma de la muerte,
sino que es acogida y potenciada –glorificada- por el Dios que resucita a los
muertos. No se trata de una vida distinta y superpuesta, sino de su única vida,
ahora revelada en la hondura de sus latencias y realizada en la plenitud de sus
potencias (para usar la terminología de Ernst Bloch). La resurrección ni es una
“segunda” vida ni una simple “prolongación” de la presente (lo cual, como
muchos han visto, sería un verdadero horror, un auténtico infierno), sino el
florecimiento pleno de esta vida, gracias al amor poderoso de Dios.
Es
importante insistir en esto, pues incluso algunos teólogos caen aquí en una
interpretación reductora, arguyendo que la resurrección implicaría una
devaluación de la vida terrena. Todo lo contrario, bien entendida, supone su
máxima potenciación. La Escritura misma lo ve, sobre todo en el Cuarto
Evangelio, hablando de vida eterna. Una vida que ya ahora, reconociéndose
radicada de manera irrompible en el mismo ser divino, confiere un valor
literalmente infinito a todo su ser y a todos sus logros: “ni siquiera un vaso
de agua quedará sin recompensa” (cf. Mc 9,41; Mt 10, 42).
Por
eso la esperanza de la resurrección no significa una escapada al más allá, sino
una radical remisión al más acá, al cultivo auténtico de la vida y al
compromiso del trabajo en la historia. Fue lo que, frente al abuso de los
“entusiastas” -que creyéndose ya resucitados despreciaban esta vida, sea en la
renuncia ascética, sea en el abuso libertino-, comprendió la primera comunidad
cristiana. Tal fue con seguridad el motivo principal por el que se escribieron
los evangelios: recordar el que el Resucitado es el Crucificado, que su
resurrección se gestó en su vida de amor, fidelidad y entrega. La vida eterna,
la que se encontrará a sí misma plenamente realizada en la resurrección, es la
misma que, igual que Cristo, se vive aquí y ahora en toda radicalidad, la que
se gesta en el seguimiento. Por eso se retomó, como modelo y llamada, la
concreción de su vida histórica: viviendo como él, resucitaremos como él.
3.
Jesús, “el
primogénito de los difuntos”
Y queda la tercera pregunta: qué nos es dado esperar
desde la fe en la resurrección. En realidad, ya queda dicho lo fundamental.
Pero hay dos puntos que importa subrayar, pues la problemática tradicional
suele dejarlos demasiado en la sombra. También en esta tercera pregunta sigue
siendo Jesús el modelo para adentrarse en la respuesta.
- En primer punto se refiere a él mismo. Hablar de Jesús como primogénito de los difuntos, en
lugar de primogénito de los “muertos”, puede sonar de entrada un tanto extraño,
incluso fuerte. A pesar de que las palabras son sinónimas, el hábito apaga la
radicalidad del significado en la primera, mientras que la variación puede
avivarla en la segunda. Porque se trata de percibir que, efectivamente, Jesús,
el Cristo, cumple la perfecta definición cristiana de un difunto: alguien que
ha muerto biológicamente, pero que en la identidad radical de su ser vive
plenamente en Dios. Lo cual nos lleva a la cuestión descuidada, no tanto en la
práctica cuanto en la teoría teológica, de nuestra relación actual con él.
Su
desaparición de la visibilidad mundana pone esa relación en una situación
peculiar. No es como la que mantenían los discípulos, que podían verle, oírle y
tocarle. Pero tampoco puede reducirse al mero recuerdo de un personaje
histórico, ni a verlo como una figura imaginaria. La resurrección dice que
Cristo está vivo hoy y que por tanto la suya es una presencia real, con la que
sólo tiene sentido una relación actual. No le vemos, pero él nos ve; no le
tocamos, pero le sabemos presente, afectando nuestras vidas y afectado por
ellas. Por eso podemos hablar con él en la oración y colaborar con él en el
amor y el servicio: “a mí me lo hacéis”. En este sentido, el recuerdo, cuidando
de que no quede reducido a mero recuerdo, puede ayudar como mediación
imaginativa para la presencia. Según el tópico kantiano: la presencia “llena”
el recuerdo, que sin él pudiera parecer “ciega”.
No
es una relación fácil, porque rompe los esquemas ordinarios de las relaciones
humanas; pero es viva y eficaz, como muestra toda la historia de la vida
cristiana. Problema importante, que preocupó de manera intensa a nuestros
místicos clásicos[3], pero que sin duda debiera recibir una atención más
expresa por parte de la teología actual.
- Esto nos lleva al segundo punto: la relación con los
difuntos. La visión que hemos
tratado de elaborar muestra con toda claridad que lo decisivo para su
comprensión es que encuentra su modelo fundante en la relación que tenemos con
Jesús, el Cristo. Y eso significa que también con ellos existe una relación de
presencia real y actual, de comunión e intercambio. A eso apunta el misterio,
precioso, de la comunión de los santos -de todos, no sólo los que están en los
altares. Un misterio que también precisa ser pensado teológicamente, para
evitar deformaciones -por ejemplo, la de utilizarlos como “intercesores”, como
si ellos nos fuesen más cercanos o favorables que Dios o Dios necesitase ser “convencido”
por ellos- y, sobre todo, para situarlo en su verdadera fecundidad: como ánimo
y compañía, como la presencia de múltiples espejos donde se refleja la infinita
riqueza de los atributos divinos, como solidaridad con ellos en la historia.
- Un caso de especial importancia es el repensamiento de
la liturgia funeraria, muchas
veces tan terriblemente deformada, y aun comercializada a causa de su
instrumentalización como “sufragio”, cual si Dios necesitase que lo aplacásemos
para que sea “piadoso” con los difuntos. Por fortuna, en Jesús, sobre todo en
la celebración de la Eucaristía, tenemos el modelo luminoso. Igual que en su
caso, salvada claro está el carácter específico y único de su ser, también
respecto de ellos lo que ante todo hacemos es “celebrar su muerte y
resurrección”: como acción de gracias al Dios de la vida, como ejercicio
comunitario y especialmente intenso de la comunión viva y actual, como
solidaridad con el dolor de los allegados, como ánimo para la vida y, de manera
muy especial, como alimento de nuestra fe -siempre precaria, siempre amenazada-
en la resurrección.
Hay
incluso un aspecto que permite recuperar, ahora sin deformaciones, nuestra
solidaridad efectiva con ellos. Toda muerte es una interrupción y por eso todo
difunto deja inacabamientos en la tierra: sean positivos, de obras emprendidas
y no terminadas, de iniciativas que esperan continuidad; sean negativos, de
daños hechos y no reparados, de deudas no saldadas. Pues bien, aquí sí que
puede existir un verdadero “ayudar” a los difuntos: prolongando con amor su
obra auténtica o reparando en lo posible aquello que de defectuoso y negativo
hayan dejado tras de sí.
Como
se ve, hay aquí una riqueza enorme, que podría hacer de la celebración
cristiana de la muerte una honda celebración de la Vida y una fuente
extraordinaria de esperanza.
E. CONSIDERACIÓN FINAL
Al
comienzo de la obra, valiéndome de unas palabras de Spinoza, rogaba al lector
que esperase al final para hacerse un juicio sobre la misma. Ha llegado el
momento, y en ese sentido quisiera hacer algunas advertencias importantes.
Pienso sobre todo en aquellos lectores o lectoras que, tal vez poco habituados
a los resultados de la exégesis crítica y de la hermenéutica teológica, hayan
podido quedar inquietos o desconcertados ante ciertos resultados de los aquí
propuestos.
La
primera es recordar una vez más que se trata de un trabajo teológico, que, por
lo tanto, se ofrece siempre con un confesado exponente de propuesta hipotética.
El cantus firmus de la fe se difracta en variaciones que intentan expresarlo lo
mejor posible, pero que no pueden pretender identificarse con él; conscientes
incluso de que algunas veces pudieran deformarlo. Con distintos grados, claro
está: por eso más de una vez he distinguido de manera expresa lo que me parecía
común, o prácticamente común, y lo que era propuesta más minoritaria o
novedosa. En todo caso, la presentación se ha hecho siempre exponiendo las
razones en las que se apoyaba, ofreciéndose así al diálogo, abierta a la
crítica e incluso a la posible refutación -siempre, naturalmente, que se haga
también con razones- y desde luego, dispuesta a la colaboración en la búsqueda
conjunta de la verdad.
Lo
que así ha resultado es una visión global. El propósito, por tanto, no se ha
reducido a la exposición aislada de puntos concretos, sino, como insinúa el
título, a un repensamiento del conjunto. Como tal ha de considerarse, tratando
de interpretar cada parte a la luz de la totalidad y dentro de la perspectiva
global adoptada. Una perspectiva que, como reiteradamente se ha puesto de
manifiesto, quiere tomar muy en serio el cambio de paradigma cultural
introducido por la Modernidad -lo que en modo alguno significa someterse
acríticamente a él- y que se ha esforzado por mantener con claridad y rigor la
consecuencia de los supuestos adoptados. Todo resulta así discutible; pero, por
lo mismo, todo tiene también derecho a ser entendido en su marco propio y en su
intencionalidad específica.
Soy
muy consciente, y lo he avisado desde el principio, de que, si esto no se tiene
en cuenta, el libro puede dar la impresión de una teología demasiado
“idiosincrásica”, como dirían los anglosajones, o incluso de un apartarse del
camino común en algunos puntos importantes. Pero también es cierto que, cuando
se capta bien la perspectiva adoptada y el marco intelectual dentro del que se
coloca, todo, o casi todo, adquiere una clara coherencia y una fuerza
espontánea de convicción. Esa, aparte de mi propia experiencia, es al menos la
impresión de muchas personas que han acompañado esta reflexión y de aquellas
que, honrándome con su amistad, han leído el manuscrito. Al lector corresponde
decidir, libre y críticamente, cuál de los dos campos le parece el más justo y
acertado.
A
esto ha de unirse una observación de hondo calado hermenéutico y que cada vez
juzgo más importante. Pudiera parecer -y alguna vez se me ha achacado- que este
tipo de tratamiento sigue demasiado el cliché de la crítica racionalista. Nada
más lejos no sólo de mi intención, sino también de la realidad. La crítica
racionalista, situándose fuera del trabajo propiamente teológico, tiende a
identificar fe y teología; de suerte que, al detectar los fallos o la
inadecuación cultural de ésta, cree estar descalificando aquella. En cambio, lo
que aquí se ha pretendido es una consideración desde dentro, que, distinguiendo
con cuidado entre fe y teología, busca ciertamente el máximo rigor posible en
la crítica de los conceptos teológicos, pero con el preciso propósito de lograr
una mejor, más significativa y más actualizada comprensión y vivencia de la fe.
Se
comprenderá mejor lo que intento decir, aludiendo a un problema más general, e
incluso tal vez más hondo, de la relación entre la teología y la filosofía.
Hace ya bastante tiempo lo he señalado hablando de la contraposición entre el
“síndrome Morel” y el “síndrome Galot” (tomando, naturalmente, las expresiones
en sentido objetivo, sin pretender en modo alguno entrar en juicios
personales)[4]. Ambos señalan dos posibilidades en cierta manera extremas, que
hacen imposible una verdadera interfecundación.
- Georges Morel, desde el costado filosófico, ha
confrontado una filosofía exquisitamente cultivada con una teología tradicional
simplemente recibida y prácticamente aceptada como tal. El resultado fue la
percepción de una incompatibilidad cultural que acabó llevándole al abandono
del cristianismo: tal como interpretaba teológicamente algunos puntos
fundamentales de la fe, le resultaron incomprensibles e inaceptables[5].
- Jean Galot, por su parte, desde el costado teológico, ha
orientado su dedicación a la teología sin una verdadera preocupación de
actualización cultural y filosófica. El resultado fue una desconfianza
exacerbada ante toda renovación, viendo herejías en (casi) cualquier intento de
verdadera actualización[6].
Aunque
resulta siempre osado emitir un juicio sobre problemas de este calibre, me
atrevo a pensar que en ambos casos ha habido el mismo fallo de enfoque[7]. Han
partido de una especie de “sacralización” de los conceptos teológicos
recibidos, como si fuesen inamovibles y de ellos dependiese absolutamente la
fe. No tuvieron en cuenta, al menos en medida suficiente, ni la maior
dissimilitudo del Lateranense IV (cuando hablamos de Dios la desemejanza entre
nuestros conceptos y su realidad es mayor que la desemejanza) ni el principio
tomasiano de que “el término del acto de fe no es el concepto, sino la cosa
misma” (actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem: 2-2, q.
1. a. 2. ad 2).
Los
conceptos teológicos son constructos que, sin dejar de ser verdaderos, no lo
son nunca de manera adecuada, y por eso precisan estar en continua revisión,
sobre todo cuando los cambios culturales dejan al descubierto su inadecuación
especialmente fuerte en un nuevo contexto. Pero, si se los sacraliza, en lugar
de poner los recursos filosóficos al servicio de su renovación y
transformación, se propende o bien a abandonarlos (caso de Morel) o bien a
fosilizarlos, sin posibilidad de actualización (caso de Galot). La realidad es
que personalmente tengo la impresión de que en ambos casos se pierde toda
oportunidad de renovación teológica.
No
estoy seguro, desde luego, de lo acertado del diagnóstico. Pero al menos, aun
en caso de que esté equivocado, sirve para expresar la intención de esta obra:
en su modesta medida trata de poner sus modestísimos conocimientos filosóficos
al servicio de la fe en la resurrección mediante el “repensamiento” de los
conceptos teológicos en que se expresa. Ese servicio representa, en definitiva,
la finalidad última de la teología y constituye por lo mismo un criterio
decisivo de su acierto o desacierto. Ha sido una preocupación de la obra, y a
la hora de emitir un juicio conviene que el lector lo tenga en cuenta,
examinando si la visión así adquirida ayuda a hacer que la fe en la
resurrección resulte hoy algo más culturalmente significativa y más
religiosamente vivenciable.
Notas
[1] A esta preocupación alude también W.
Pannenberg, cuando afirma: “Después de que se ha descrito así de manera
provisional la realidad (Sachverhalt) fundamental que tiene por contenido el
anuncio cristiano de la resurrección, pueden ser tratados los problemas
vinculados con ella y que precisan de mayor clarificación” (Systematische
Theologie 2, Göttingen 1991, 387).
[2] Me refiero al cap. V de mi libro Repensar la
Cristología, 157-178, que había sido adelantado en Recuperar la experiencia de
la resurrección: Sal Terrae 70 (1982) 196-208. Naturalmente, el tiempo
transcurrido desde la primera redacción no ha pasado en vano: ahora he
introducido algunas modificaciones significativas. Pero, en definitiva, puedo
afirmar que esta obra cumple lo allí anunciado.
[3] Cf. S. Castro, La experiencia de Jesucristo,
foco central de la mística, en F. Ruiz (ed.), Experiencia y pensamiento en san
Juan de la Cruz, Madrid 1990, 169-193; J. Martín Velasco, El fenómeno místico.
Estudio comparado, Madrid 1999, 220-231, con la bibl. fundamental.
[4] Cf. A. Torres Queiruga, Problemática actual
en torno a la encarnación: Communio 1 (1979), 45-65; también en Repensar la
Cristología, 229-235; cf. 70-72. 132.
[5] En La revelación de Dios en la realización
del hombre, cit., 316-317 (orig. gall., 273-275), trato de mostrarlo en un
ejemplo concreto.
[6] En su artículo La filiation divine du Christ.
Foi et interprétation: Greg 58 (1977) 239-275, en p. 257, descalifica como
negando la divinidad de Cristo no sólo a la teología holandesa (de entonces),
sino también a autores como J. I. González Faus, J. Sobrino y X. Pikaza; llega
incluso a aplicar la sospecha a O. González de Cardedal.
[7] Merecería también la pena estudiar el caso,
muy distinto, de Hans Urs von Balthasar. Su preocupación y su estudio fueron
fundamentalmente teológicos, sólo que en su caso, acompañados de una enorme y
reconocida competencia filosófica. Pero, a pesar del respeto que impone su
obra, no puedo evitar la sospecha de que, de manera creciente, fue dando cada
vez más por supuesta e indiscutible la validez de la teología tal como estaba
formulada; de suerte que, en lugar de aplicar su genio a renovarla, propendió a
poner su enorme saber filosófico a apuntalarla e inmunizarla frente a los
desafíos de la historia. Eso explicaría su progresivo talante apologético y su
oposición, por veces claramente injusta, a importantes y muy responsables
intentos de renovación teológica.
8. J E S U C R I S T O A Y E R
Y H O Y.
Pedro Pierre, Quito, 2003. PR.
CONTENIDO
1. Organización social del país de Jesús.
2. Jesucristo es el Señor.
3. Palabra de nuestros obispos latinoamericanos.
1ª
parte : ORGANIZACIÓN SOCIAL
DEL PAÍS DE
JESÚS.
Al encarnarse, Jesús no sólo se
hizo hombre como nosotros y nosotras, sino que entró a formar parte de la
organización social, económica y política de su país. Pasó 30 años viviendo,
conociendo y sufriendo la realidad de su gente. Luego, su mensaje de profeta
del Reino tenía mucho que ver con esta realidad.
A. PRIMERO, ANTES DE
JESÚS.
El Pueblo de Jesús comenzó con
Abraham, pero se conformó como tal con Moisés después de la salida de la
esclavitud de Egipto. El proyecto de este Pueblo era mantenerse fuera de toda
esclavitud, ser fiel a una alianza con Yahvé el Dios liberador de los pobres y
poner en marcha una organización igualitaria según el sueño de Dios.
1.
Con Moisés
y los Jueces, había bastante participación del Pueblo, y eso durante unos 250
años.
Este proyecto de Moisés tiene sus raíces en Abraham
que buscó a un Dios amigo y único, y por lo mismo una organización más
fraternal e igualitaria. El proyecto de Moisés maduró durante la travesía del
desierto, durante toda una generación que logró sobrevivir incorporando la
sabiduría de los Pueblos del desierto.
- La meta común era la igualdad (Levítico 19,9-18) y la
solidaridad (Deuteronomio 24,5-22).
- El poder central era compartido, primero con Moisés en
la época del desierto, luego, en Palestina por los representantes de las
distintas tribus.
- Los Jueces fueron los líderes del Pueblo al
establecerse en la Tierra Prometida. Fueron los ‘padres de la patria’ de Jesús.
Podían ser hombres o mujeres; fueron unos buenos servidores de su Pueblo: por
su mística supieron mantener vivo el ideal comenzado por Moisés.
2.
Con los
Reyes, se debilitó la organización igualitaria de Moisés a pesar de las advertencias de los profetas, en
particular Samuel (1 Reyes 8).
- Saúl fue el primer rey y David, su sucesor, reinó por
el año 1,000 antes de Jesús. Después de Salomón, el hijo de David, se dio una
división del país en 2 reinos, uno al norte alrededor de Samaria y otro al sur
en torno a Jerusalén con sólo 2 tribus.
- Los demás reyes se olvidaron del pasado y copiaron la
organización de los países vecinos. Al promover el culto de los ídolos, las
repercusiones sociales fueron desastrosas. La época de los reyes terminó con un
destierro masivo en Babilonia.
Después del exilio, se fortaleció el poder de los sacerdotes en torno a
la ley.
- Después del exilio a Babilonia del año 587 a 538, los
sacerdotes pasaron a ser los jefes del Pueblo hebreo, acaparando y controlando
los distintos poderes religioso, económico, político y judicial.
- Esa época vio 2 invasiones, la de los nuevos imperios:
primero la de los Griegos en 330, y la de los Romanos en 63 antes de Cristo.
- Los Sabios fueron quienes mantuvieron vivo el proyecto
de Dios, mediante sus proverbios, sabidurías, poesías, salmos, …
B. EN TIEMPOS DE JESÚS,
el imperio romano tenía dominada la Palestina.
1.
Los
Romanos tenían ocupado el país de Jesús,
cobrando impuestos y controlando todas las decisiones. El emperador, en Roma,
el Cesar, era considerado como dios. Su representante en Palestina era el
gobernador Poncio Pilato (Lucas 3,1-2).
2.
Las
Autoridades judías debían referirlo todo al gobernador romano antes de tomar alguna decisión. La Palestina se
componía de 3 regiones o provincias.
-
El rey Herodes
era encargado por los romanos de la provincia norteña de Galilea. Los
Samaritanos, de la provincia central de Samaria, se consideraban algo
independientes de Jerusalén. La Judea, provincia sureña tenía por capital a
Jerusalén.
-
Los grandes
propietarios, conforma el Consejo de los Ancianos: se les consultaba en
ocasiones especiales. Los sacerdotes elegían al Sumo sacerdote que era la
máxima autoridad, apoyado por una policía y un tribunal llamado Sanedrín.
-
Todo giraba en
torno al templo de Jerusalén: las finanzas, las decisiones, la justicia, la
religión. Los romanos permitían una cierta independencia religiosa.
3.
El mensaje
y la práctica de Jesús.
- Jesús entró en conflictos con estos distintos poderes
romanos y judíos, porque no eran al servicio del Pueblo, más bien lo dominaban,
lo explotaban y lo engañaban.
- Jesús anunciaba a un Dios que ama a todos, pero que
defiende prioritariamente a los pobres, a las mujeres, a los maltratados: es el
protector y liberador del pobre, del huérfano, de la viuda,...
- Su Reino es de los pobres (Lucas 6,20) y de los que
optan por tener el espíritu de los pobres y asumir sus causas (Mateo 5,3). El
mismo Jesús dio el ejemplo: nació, vivió y murió pobre entre los pobres. Su
mandamiento es el amor. Este Reino se realiza mediante la presencia de la
fraternidad, la justicia, la verdad.
- Jesús criticó todo afán de poder y de dominación, y
orientó a sus discípulos hacia el servicio (Marcos 10,35-45). Lloró sobre
Jerusalén porque no supo reconocer en él la visita de Dios que le traía la paz,
mediante una nueva manera de vivir personal y colectivamente (Lucas 19,41-44).
- María confirmó esta visión del plan de Dios en su
canto del Magníficat (Lucas 1,51-54).
C. EL REINO QUE QUISO
JESÚS.
1.
Un Pueblo
elegido por Dios para realizar su sueño.
-
Con Abraham, Dios
se reveló como único, amigo de la humanidad y portador de un proyecto de vida.
-
Con Moisés, se
manifestó como el protector y liberador de los pobres. Los quiere unidos e
iguales como Pueblo fraternal, por eso hace alianza con él, haciéndolo su
Pueblo para que Él sea su Dios.
-
Con los Profetas,
Dios comunicó que su proyecto era universal y que el Mesías, su propio Hijo, lo
implantara mediante la constitución de un Reino de justicia, fraternidad y
verdad.
2.
Las
concepciones de los diferentes grupos religiosos contemporáneos de Jesús.
En tiempos de Jesús había mucha expectativa sobre la
venida del Mesías y la llegada del Reino de Dios. El problema era que había
varias concepciones bastante diferentes de cómo iba a ser este Mesías y este
Reino.
-
Para los
Sacerdotes, Fariseos, Maestros de la Ley, el Reino consistía en la estricta
aplicación de la Ley de Moisés, y ellos eran los intérpretes oficiales de esta
Ley. Sus palabras eran ‘la verdad de Dios’. El Mesías iba a ser un rey a imagen
de David, potente y soberano.
-
Para los Esenios,
que formaron Comunidades religiosas en el desierto, apartándose del ‘mundo’
como célibes, el Reino era totalmente espiritual e iba a llegar de un momento a
otro. El Mesías era para ellos un Profeta espiritual.
-
Para los Zelotes,
el Reino era exclusivamente de los judíos y había que echar fuera a los
romanos, por todos los medios posibles, en particular con la violencia armada. Simón
el zelote y Simón Pedro tenían contactos con estos grupos. El Mesías de los
Zelotes iba a ser un nuevo liberador como Moisés.
-
Para Juan
Bautista, el Reino suponía la conversión personal y la práctica de la justicia:
el Mesías iba a eliminar a toda gente mala. El Mesías iba a ser, según Juan
Bautista, un Juez que quita de su Reino a aquellos que cometen la maldad.
3.
La
concepción original de Jesús respecto al Reino.
Jesús fue el Profeta del Reino. Esa es el título que
más conviene a Jesús. El Reino es la palabra que más utilizó Jesús, según los
evangelistas. La mayoría de las parábolas tienen que ver con el Reino.
a)
Jesús
tenía claro que el Reino era de los pobres (Lucas 6,20) y de los que optan por tener el espíritu
de los pobres y asumir sus causas (Mateo 5,3). Ellos son los herederos y
continuadores de este Reino (1° Corintios 1,22-29).
b)
La
ley del Reino es amor personal y colectivo (Juan 13,34 y 15,17). Solos los que se hacen
servidores de los demás pueden entrar en él (Juan 13,6-17).
c)
El
Reino tiene una triple dimensión:
está en nosotros, entre nosotros y por manifestarse en su plenitud. Es una
manera respetuosa de vivir consigo mismo, entre humanos, con la creación y con
Dios:
- El Reino es dignidad: porque nos valoramos personal y
colectivamente,
- El Reino es justicia: porque estamos llamados a
compartir equitativamente los bienes de la creación,
- El Reino es fraternidad, porque tenemos que convivir
como hermanos y hermanas, y finalmente,
- El Reino es belleza cuya presencia celebramos en medio
de nosotros y en la naturaleza.
d)
El
Reino está descrito en Apocalipsis como el triunfo de la una mujer - la Iglesia de los Pobres - sobre el mal (12,1-10) y
como una ciudad de hermandad y alegría - la nueva sociedad cuya semilla somos
nosotros - cuyo centro es Dios (21,1-8).
El Reino somos nosotros cuando
vivimos lo que inauguró Jesús, personal y colectivamente: ‘comenzando ya la
fiesta que vendrá’.
2ª
parte : JESÚS CRISTO
ES EL SEÑOR.
CONTENIDO: Nuestro encuentro actual es con el
resucitado.
1.
El hombre Jesús.
2.
Jesús, el
Cristo es el profeta del Reino.
3.
Señor es el
resucitado y está vivo en medio de nosotros.
4.
Nuestro
testimonio personal y colectivo.
Nuestra experiencia de Jesús es con
el resucitado, como fue el caso para San Pablo: Pablo no conoció al Jesús
humano en la tierra de Palestina, sino en el camino a Damasco. ‘¿Por qué me
persigues? - ¿Quién eres, Señor?’ (Hechos 9,4-5). Para Pablo, Jesús era el
Señor que se identificaba con sus discípulos. Hoy es en las personas donde
hacemos la experiencia de Jesucristo. No solamente se trata de conocerlo como
se conoce a un personaje histórico del pasado, sino más bien reconocerlo vivo
hoy en los demás, especialmente en los pobres y en los Pueblos marginados. Esto
es ser cristiano: somos los que seguimos a Jesús porque está vivo entre
nosotros hoy.
A
partir de ahí, nos preguntamos y buscamos saber quién fue este Jesús humano
como nosotros, qué hizo y dijo este Cristo Profeta del Reino, por qué murió y
resucitó y por qué mandó a sus discípulos para que continuaran su obra. Esto se
consigue, con las luces que nos da el Espíritu, mediante la lectura del
Evangelio personal y comunitariamente, la construcción del Reino, y también con
la ayuda de unos especialistas. Ahora, vamos a seguir 3 pasos para a entrar en
este conocimiento y reconocimiento de Jesús: el hombre, el profeta del Reino y
el Señor resucitado.
A. EL HOMBRE JESÚS: SU
IDENTIDAD Y SU VIDA HUMANA.
Para conocer al Jesús histórico,
tenemos que buscar cómo nos lo presentan los Evangelios, para descubrir allí su
rostro humano. Con la ayuda de los especialistas, encontramos lo siguiente.
1.
Su familia
era originaria de Galilea.
La Galilea está al norte de Palestina: era una región
marginada por los de la capital, al sur. Su tierra era fértil y su gente
rebelde y bulliciosa. La familia de Jesús era de condición humilde: María es
una mujer del Pueblo y José, carpintero, trabajador manual. Jesús no eligió la
capital ni una familia pudiente o de renombre, buscó la periferia, la
sencillez, la pobreza.
2.
Jesús
nació durante un viaje.
Fue en Belén, lejos de Nazaret y de Jerusalén, en el
campo, en medio de pastores, gente poco recomendable en esa época. Pero recibió
la visita de los magos, unos sabios extranjeros, que habían descubierto l señal
de su nacimiento en una estrella fugaz. Por envidias del rey Herodes que quería
matar al Niño, toda la familia tuvo que exiliarse y vivir en país extraño, Egipto.
Jesús comenzó muy tierno a sufrir las consecuencias de la pobreza y de la
realidad de los pobres.
3.
A los 12
años, tomó su primera iniciativa de joven.
Se quedó a Jerusalén, la capital, sin el permiso de
sus padres. El Templo era el centro de toda la vida: tanto de la organización
del país, como de la fe de su Pueblo. Todo se decidía allí: los sacerdotes eran
el gobierno, dictaban las leyes, tenían su policía, las finanzas… Par Jesús
había mucho que aprender en Jerusalén: una simple visita de paso no era
suficiente.
4.
Luego
fueron unos 18 años de silencio.
Jesús
se fue a encarnar en la vida de su Pueblo y de su país, para aprenderlo y
conocerlo todo.
- Conoció la naturaleza, las puestas del sol, las
montañas, los ríos, el mar, los pájaros, las flores …
- Conoció los distintos trabajos de su gente, del
campesino, del artesano, de las mujeres, de los pescadores …
- Conoció la dominación de los romanos, sus impuestos,
el simple soldado y los capitanes …
- Conoció los movimientos religiosos de su época, cada
uno con su propia visión del Reino:
. Para los sacerdotes, el
Reino se confundía con el poder bajo todas sus formas,
. Para los fariseos y
saduceos, el Reino consistía en cumplir la Ley: ellos eran los encargados de
explicarla,
. Para los zelotes, el Reino
era de los judíos, por eso había que echar fuera a los romanos hasta por medios
violentos,
. Para los esenios, el Reino
consistía en retirarse en el desierto y limitarse en lo espiritual,
. Para Juan Bautista, el
Reino era cambiar de vida para escapar a la condenación. Será con el que Jesús
se identificó más.
- Conoció también Jesús el plan de Dios, por ir, sábados
tras sábados a la sinagoga, a Jerusalén cada año, por rezar a solas con su
Padre … Jesús se adentró en la Biblia, hizo suyo el Antiguo Testamento, descubrió
el proyecto de Moisés, el mensaje de los profetas, la esperanza de los pobres,
…
Humano,
Jesús lo quedó toda su vida: sintió la sed, como en el pozo de Jacob donde
pidió a una Samaritana un poco de agua; cansando se durmió en la barca mientras
se desataba una tempestad sobre el lago de Galilea; saboreó la amistad de los
12 y de otros amigos y amigas como Lázaro, Marta y María, María Magdalena, y
las mujeres que lo acompañaron hasta el pie de la cruz; se estremeció de
alegría al ver cómo los pobres acogían su mensaje; lloró la muerte de Lázaro y
sobre su ciudad que no había ‘querido escuchar el mensaje de paz’ que él traía;
sudó sangre en el huerto de Getsemaní antes de enfrentar los maltratos, las
humillaciones, las torturas y la muerte en cruz, por seguir fiel a su misión de
mantenerse solidario con los pobres: la cruz fue el precio a pagar por esta
solidaridad; descubrió poco a poco su misión y los caminos para cumplirla; se
sintió abandonado por su Padre cuando lo crucificaban, pero confió en él hasta
el final: ‘He cumplido. Entre tus manos pongo mi espíritu’.
Jesús, humano hasta el
extremo, sigue siendo hoy nuestro compañero de camino.
B. JESÚS, EL CRISTO:
PROFETA DEL REINO.
Este Jesús humano pasó a ser el
Cristo, el Mesías, el Ungido de Dios, la Palabra de Dios, el Maestro, el Buen
Pastor, el Hijo del Hombre, … Jesús fue el Emmanuel, o sea, ‘Dios con
nosotros’; y el Emmanuel fue Jesús, o sea, ‘Salvador’. Su ministerio itinerante
duró 3 años porque los grandes de su tiempo no le dejaron más tiempo para
hablar, hacer milagros y enfrentarse con todo lo que no era a favor del Reino.
1.
Tres años
de charlas a la vez muy sencillas y muy profundas.
Jesús quiso revelar el verdadero rostro de su Padre,
manifestar su proyecto de vida, su sueño de que su Reino se haga realidad.
Quiso manifestar también cómo tienen que vivir los seres humanos para ser
felices desde ya y para siempre. Entonces Jesús se encontró con todos los que
se le cruzaban por su camino, especialmente a los pobres abandonados, a las mujeres
muy discriminadas, a los niños marginados, a los pecadores condenados… Animó a
todo aquel que buscaba una luz y lo invitaba a dar un paso más. Habló de la
vida, de los problemas, de la naturaleza, de los acontecimientos,... de tal
modo que todos y todas podían entenderlo y seguirlo.
2.
Tres años
de milagros para manifestar que el Reino ya está presente.
Para Jesús, el sueño de Dios no era un engaño o una
promesa para mañana: ya se hacía presente a través de él. Sus milagros
demostraban que un nuevo modo de vivir era posible y que el mal no tenía la
última palabra. Por él, Dios quería un mundo sin hambre, sin enfermedades, sin
llanto, sin muerte. Con él, Dios buscaba establecer la armonía del ser humano
consigo mismo, con la naturaleza, con la demás, afín que la comunión con su
Padre fuera una realidad. En él y para todos, Dios quiso que triunfaran la
vida, el amor, la felicidad. Los milagros de Jesús anticipaban esta realidad.
3.
Tres años
de conflictos que terminaron con su muerte injusta.
El pecado y la maldad no se dieron por vencidos así no
más. Jesús tuvo que pasar por muchos conflictos a lo largo de su misión: el mal
se la cruzaba por el camino en todo momento, porque anida en todos y en todas.
- Conflictos con su propia familia: esta lo creía loco y
mandaron a su madre María para que Jesús regresara a casa y se quedara
tranquilo. ‘¿Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos? Todo aquel que hace
la voluntad de mi Padre es mi madre y mis hermanos’.
- Conflictos con su mismo pueblo, Nazaret: no creían en
él y hasta lo querían echar al barranco. ‘Pero él, pasando en medio de ellos
siguió su camino’.
- Conflictos con sus apóstoles: se disputaban el primer
lugar, dudaban de él, no entendían lo del Reino, ni de su muerte y
resurrección; Pedro le cerró el camino a Jerusalén y lo negó 3 veces: Judas lo
traicionó, todos se durmieron mientras venían a apresarlo y luego todos se
corrieron.
- Conflictos con las autoridades de su tiempo: Jesús
vino a manifestar a un Dios liberador de las personas y relaciones de igualdad
y de justicia. Los sacerdotes se habían adueñado de la religión y de la gente.
Jesús hacía tambalear su autoridad y sus privilegios: la solución fue
suprimirlo, manipulando al Pueblo y presionando a Pilato.
Estos
3 años de charlas, milagros y conflictos terminaron con su muerte, en un
fracaso aparente.
C. JESUCRISTO ES EL
SEÑOR RESUCITADO.
Dios no podía dejar que la maldad
triunfara del amor, la mentira de la verdad, la injusticia del servicio, el
odio del perdón, la muerte de la vida. Por eso, resucitó a Jesús. Desde ahí,
todo cambiaba: terminaba la desesperanza, se acababa el miedo, finalizaba la
tristeza, se hundía la muerte. Y se abrían la puerta de la esperanza, la
ventana de la confianza y el camino de la felicidad. Todo podía comenzar de
nuevo.
1.
Jesús
resucitado pasó 40 días más con sus apóstoles.
Había que finiquitar la tarea para que el proyecto del
Reino siga adelante. Había que devolver la confianza en estos apóstoles
confundidos:
- Tuvo Jesús que caminar 30 kilómetros con Dios
discípulos de Emaús par que entendieran que ‘el Mesías debía sufrir y morir
para entrar en su gloria’.
- Tuvo Jesús que seguir demostrando amistad y ternura a
sus amigos y amigas: a Magdalena que lo vio, la primera, resucitado, para que
los apóstoles descubran el valor de los pequeños, a los que habían pescado toda
una noche en vano para que el desayuno en la playa selle un compromiso sin
falla.
- Tuvo Jesús que preguntarle 3 veces a Pedro si lo amaba
de verdad para que pudiera ‘confortar a sus hermanos en la fe’ y ser la piedra
base de la Iglesia.
2.
Jesús
resucitado envió el Espíritu.
Antes de separarse de sus discípulos les dijo: ‘No
tengan miedo. Estaré con Uds. hasta que se termine este mundo. No los dejaré
huérfanos, sino que les enviaré el Espíritu’. El Espíritu iba a ser la nueva
presencia de Jesús con sus seguidores. Cada uno lo recibirá para tener la luz,
la fuerza y la sabiduría necesarias para continuar la tarea de construir el
Reino. No se encerrará exclusivamente en ningún grupo particular, sino que será
el motor del bien que se hagan cualquier parte. El Espíritu se adelantó a Pedro
cuando este iba a predicar la Buena Nueva a los gentiles, y precedió a Pablo
cuando este evangelizaba a los paganos para que sus corazones se abran al
Evangelio.
Hoy el resucitado sigue caminado con
nosotros y enviándonos su Espíritu, para que colaboremos en la obra del Reino.
D. NOSOTROS SOMOS
TESTIGOS DEL RESUCITADO.
Como nuevos discípulos de Jesús,
nos toca hacer presente al resucitado y a ayudar a otros y otras a reconocerlo,
para continuar juntos su obra: la continuación del Reino. Ahora somos su
Palabra, actualizamos sus milagros, completamos con nuestros sufrimientos ‘lo
que falta a su pasión’, hacemos real y viva su resurrección, por la fuerza de
su Espíritu. Nuestra tarea es triple: reconocerlo como resucitado, manifestar
su presencia viva y celebrarlo alegremente.
1.
Primero
reconocerlo, como lo reconoció Pablo en el camino a Damasco.
Pablo no conoció al Jesús humano como los demás
apóstoles, sino que lo reconoció resucitado. A nosotros, de igual manera, Jesús
se nos revela no solamente en la oración, la Palabra de Dios y los sacramentos,
sino sobre todo en los acontecimientos y las personas que nos rodean,
especialmente en los pobres y en las organizaciones humanas que viven los
valores del Reino. Ayudémonos a ver esta presencia constante del resucitado en
medio de nosotros y nosotras, y alimentemos nuestra oración de esta presencia
vivificadora.
2.
Luego,
comunicar este reconocimiento del resucitado.
No podemos quedarnos solo en reconocer a Jesús
resucitado. Tenemos que confesarlo, comunicarlo, primero, entre nosotros y
nosotras, luego con los que nos rodean. Esto fortalecerá nuestra esperanza y
nuestros esfuerzos de vivir según el Evangelio de Jesús; esto ayudará a
nuestros hermanos y hermanas a revivir en su fe y compromiso.
3.
En fin,
celebrarlo humana y cristianamente.
Es este tercer paso que da a nuestro vivir cristiano
su plena dimensión: la de la fiesta y las celebraciones, desde nuestra fe.
Espontáneamente, nuestra gente sencilla sabe celebrar los pequeños logros y
éxitos de su vida, de sus esfuerzos y de sus luchas. Y en estas celebraciones
muchas veces están presentes unas oraciones y una Palabra de Dios. Es un camino
que hay que valorar y acostumbrar. Estas celebraciones darán una dimensión
trascendental a lo que hacemos, buscamos y somos: como si tocáramos del dedo al
cielo y al resucitado. Luego nos será más fácil rezar, discernir la vocación y
la misión que nos toca realizar, integrarnos como comunidad viva y continuar a
trabajar por el Reino.
3ª
parte : PALABRAS DE
NUESTROS OBISPOS LATINOAMERICANOS.
1.
La Opción
por los pobres.
- ‘Porque creemos que la revisión del comportamiento
religioso y moral de los hombres se debe reflejar en el ámbito del proceso
político y económico de nuestros países, invitamos a todos, sin distinción de
clase, a aceptar y asumir la causa de los pobres como si estuviesen asumiendo
su propia causa, la causa misma de Cristo. ‘Todo lo que hicisteis a uno de mis
hermanos, por humildes que sean, a mí me lo hicisteis’ (Mateo 25,40)’ (Mensaje
de Puebla 3,14).
- ‘Asumimos con
renovado ardor la opción evangélica por los pobres, en continuidad con Medellín
y Puebla... Con tal luz, invitamos a promover un nuevo orden económico, social
y político’ (Sto. Domingo 296).
2.
La
Liberación integral.
‘La Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación
de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber
a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea
total. Todo esto no e s extraño a la evangelización (Pablo VI)’ (Puebla 26).
3.
El
compromiso político de los cristianos.
‘La dedicación de muchos laicos de manera preferente a
tareas intraeclesiales y una deficiente formación política les privan de dar
respuestas eficaces a los desafíos actuales de la sociedad’ ((Sto. Domingo 96).
ANEXO: N U E V
O P A R A D I G M A A R Q U E O L Ó G I C O - B Í
B L I C O
El desafío
de la nueva
arqueología, José M. Vigil.
Voices, JM Vigil. Dic 2015.
ÍNDICE
1.
La visión
arqueológica de la Biblia
2.
Lo que está
en juego
- Para Israel
- Para las religiones abrahámicas
- Para el cristianismo
- Para la antropología y la teología de la religión
4.
Pistas de
reflexión
5.
¿Nuevo
conflicto fe y ciencia?
6.
¿Nueva
teología de la religión?
7.
Una nueva
época religiosa
Con
esta actitud nueva, por la cual la arqueología se ha emancipado y ha dejado de
entenderse a sí misma como al servicio de la demostración del relato bíblico,
este nuevo paradigma arqueológico nos da una visión muy diferente de la
realidad histórica que pueda haber detrás del relato bíblico, en palabras de
Finkelstein.
A. LA VISIÓN
ARQUEOLÓGICA DE LA BIBLIA
En
dos siglos de investigación científica, la búsqueda de los patriarcas nunca dio
resultados positivos. La supuesta migración hacia el Oeste de tribus
provenientes de la Mesopotamia con destino a Canaán, se reveló ilusoria. La
arqueología ha probado que en esa época no se produjo ningún movimiento masivo
de población. El texto bíblico da indicios que permiten precisar el momento de
la composición final del libro de los Patriarcas. Por ejemplo, la historia de
los patriarcas está llena de camellos. Sin embargo, la arqueología revela que
el dromedario sólo fue domesticado cuando se acababa el segundo milenio
anterior a la era cristiana y que comenzó a ser utilizado como animal de carga
en Medio Oriente mucho después del año 1000 a.C.
Según
la Biblia, los descendientes del patriarca Jacob permanecieron 430 años en
Egipto antes de iniciar el éxodo hacia la Tierra Prometida, guiados por Moisés,
a mediados del siglo XV a.C. Otra posibilidad es que ese viaje se haya
producido dos siglos después. Los textos sagrados afirman que 600.000 hebreos
cruzaron el Mar Rojo y que erraron durante 40 años por el desierto antes de
llegar a Canaán, pasando por el monte Sinaí, donde Moisés selló la alianza de
su pueblo con Dios. Sin embargo, los archivos egipcios, que consignaban todos
los acontecimientos administrativos del reino faraónico, no conservaron ningún
rastro de una presencia judía durante más de cuatro siglos en su territorio.
Tampoco existían, en esas fechas, muchos sitios mencionados en el relato. Las
ciudades de Pitón y Ramsés, que habrían sido construidas por los hebreos
esclavos antes de partir, no existían en el siglo XV a.C.
En
cuanto al Éxodo, desde el punto de vista científico no resiste el análisis. En
efecto, desde el siglo XVI a.C., Egipto había construido en toda la región una
serie de fuertes militares, perfectamente administrados y equipados. Nada,
desde el litoral oriental del Nilo hasta el más alejado de los pueblos de Canaán,
escapaba a su control. Casi dos millones de israelitas que hubieran huido por
el desierto durante 40 años tendrían que haber llamado la atención de esas
tropas. Sin embargo, ni una estela de la época hace referencia a esa gente. Ni
siquiera hay rastros dejados por esa gente en su peregrinación de 40 años.
Hemos sido capaces de hallar rastros de minúsculos caseríos de 40 o 50
personas. A menos que esa multitud nunca se haya detenido a dormir, comer o
descansar: no existe el menor indicio de su paso por el desierto.
Cfr.
su entrevista concedida a Luisa Corradini, del diario La Nación, Buenos Aires,
el 25 de enero de 2006 en la edición impresa.
Tampoco
existieron las grandes batallas mencionadas en los textos sagrados. La
orgullosa Jericó, cuyos muros se desplomaron con el sonar de las trompetas de
los hebreos, era entonces un pobre caserío. Tampoco existían otros sitios
célebres, como Bersheba o Edom. No había ningún rey en Edom para enfrentar a
los israelitas. Esos sitios existieron, pero mucho tiempo después del Éxodo,
mucho después del surgimiento del reino de Judá.
Los
hebreos nunca conquistaron Palestina, porque ya estaban allí. Los primeros
israelitas eran pastores nómadas de Canaán que se instalaron en las regiones
montañosas en el siglo XII a.C. Allí, unas 250 comunidades muy reducidas
vivieron de la agricultura, aisladas unas de otras, sin administración ni
organización política. Todas las excavaciones en la región exhumaron vestigios
de poblados con silos para cereales, pero también de corrales rudimentarios.
Esto nos lleva a pensar que esos individuos habían sido nómadas que se
convirtieron en agricultores. Pero ésa fue la tercera ola de instalación
sedentaria registrada en la región desde el 3500 a.C. Esos pobladores pasaban
alternativamente del sedentarismo al nomadismo pastoral con mucha facilidad.
Tampoco
en el caso de la monarquía unificada con David y Salomón la arqueología ha sido
capaz de encontrar pruebas del imperio que nos legó la Biblia: ni en los
archivos egipcios ni en el subsuelo palestino. David, sucesor del primer rey,
Saúl, probablemente existió entre 1010 y 970 a.C. Una única estela encontrada
en el santuario de Tel Dan, en el norte de Palestina, menciona "la casa de
David". Pero nada prueba que se haya tratado del conquistador que evocan
las Escrituras, capaz de derrotar a Goliat. Es improbable que David haya sido
capaz de conquistas militares a más de un día de marcha de Judá. La Jerusalén
de entonces, escogida por el soberano como su capital, era un pequeño poblado,
rodeado de aldeas poco habitadas. ¿Dónde el más carismático de los reyes
hubiera podido reclutar los soldados y reunir el armamento necesarios para
conquistar y conservar un imperio que se extendía desde el Mar Rojo, al Sur,
hasta Siria, al Norte? Salomón, constructor del Templo y del palacio de
Samaria, probablemente tampoco haya sido el personaje glorioso que nos legó la
Biblia.
Ni
David ni Salomón son citados en un solo documento conocido de Egipto ni de
Mesopotamia. Cfr. INKELSTEIN, La Biblia desenterrada, 2001, 130.
Diferentes
autores ponen seriamente en duda la existencia de una estructura urbana
desarrollada en Jerusalén antes del siglo VIII antes de nuestra era. De hecho,
las actuales ruinas de la «ciudad de David» están muy lejos de permitir pensar
que fueran la base administrativa de un imperio davídico como el descrito por
la Biblia. También la «teoría documentaria» caería por el suelo, al ser
igualmente imposible un cuerpo instruido de escribas que fuese autor del
documento yahvista supuestamente escrito en Jerusalén durante el reinado de
David o Salomón.
Hacia
fines del siglo VII a.C. hubo en Judá un fermento espiritual sin precedentes y
una intensa agitación política. Una coalición heteróclita de funcionarios de la
corte sería responsable de la confección de una saga épica compuesta por una
colección de relatos históricos, recuerdos, leyendas, cuentos populares,
anécdotas, predicciones y poemas antiguos. Esa obra maestra de la literatura
–mitad composición original, mitad adaptación de versiones anteriores– pasó por
ajustes y mejoras antes de servir de fundamento espiritual a los descendientes
del pueblo de Judá y a innumerables comunidades en todo el mundo.
El
núcleo del Pentateuco fue concebido, entonces, quince siglos después de lo que
creíamos. El objetivo fue religioso. Los dirigentes de Jerusalén lanzaron un
anatema contra la más mínima expresión de veneración de deidades extranjeras,
acusadas de ser el origen de los infortunios que padecía el pueblo judío.
Pusieron en marcha una campaña de purificación religiosa, ordenando la
destrucción de los santuarios locales. A partir de ese momento, el templo que
dominaba Jerusalén debía ser reconocido como único sitio de culto legítimo por
el conjunto del pueblo de Israel. El monoteísmo moderno nació de esa innovación.
Esta
nueva visión arqueológica no se limita al campo de la Biblia Judía, el Primer
Testamento para los cristianos; abarca también al mundo de su Segundo
Testamento. En palabras de Thomas Sheehan: Los expertos sobre las Escrituras
cristianas dicen que Jesús fue visto por sus contemporáneos como un profeta
carismático muy humano, que procuró una reforma del judaísmo de su tiempo. No
tuvo intenciones de fundar una nueva religión que le hubiese tenido a él mismo
como centro, se hubiera abierto a los gentiles y hubiese sucedido al judaísmo.
Mucho menos estuvo preocupado por la sucesión apostólica de los obispos, tan
querida a la Iglesia Católica y a la Anglicana. Su predicación se dirigió a los
judíos, no a los gentiles, sobre una reinterpretación benigna de la Ley judía y
de las tradiciones.
Estos
mismos expertos –cristianos o no– afirman que sobre la base de las
investigaciones histórico-científicas del Nuevo Testamento, Jesús no se
presentó a sí mismo como el Mesías (el Cristo). De hecho, rechazó que le aclamaran
como tal. Mucho menos él pensó nunca que fuese Dios, igual a su Padre del
cielo, de la forma como el tardío evangelio de Juan (ca. 100 dC.) lo presenta.
Jesús no predicó sobre sí mismo, sino sobre el Reino de Dios, el empoderamiento
otorgado por Dios en favor de los menos afortunados: los empobrecidos, los
impuros, los social y religiosamente marginados. Llamó a la metanoia –no al
arrepentimiento, como es traducida habitualmente la expresión– una conversión
radical a una vida de justicia y de misericordia. Jesús se presentó como un
judío santo, como los que habría muchos en la Palestina de su tiempo, y como
ellos fue también.
El nuevo paradigma
arqueológico-bíblico conocido por sus sorprendentes hechos, llamados milagros.
A este respecto, el padre John P. Meier, experto católico, después de un
exhaustivo análisis de los cuatro evangelios, afirma que sólo once de los
treinta y dos milagros atribuidos a Jesús por los evangelistas tienen la
posibilidad de responder a un acontecimiento histórico, sin que se trate
necesariamente de un acontecimiento milagroso.
Véase
el Foreword de Thomas SHEEHAN al libro de John VAN HAGEN, Rescuing Religion,
Polebridge Press, Salem, Oregon, EEUU, p. viii-ix.
Algunos
expertos dicen que Jesús esperaba una irrupción cósmica apocalíptica por parte
de Dios para establecer su Reino en la tierra. Otros ven a Jesús más como un
profeta escatológico («el tiempo de convertirse es ahora»), no apocalíptico (o
sea sin esperar una catástrofe que acabara con el mundo). Apocalíptico o escatológico,
el retrato elaborado por estos expertos no encaja en el marco de las doctrinas
cristianas sobre Jesús como Segunda Persona de la Trinidad para redimir del
pecado a la humanidad. Y más: los expertos actuales, excepto algunos como el
obispo anglicano N.T. Wright, no encuentran ninguna evidencia de que la
resurrección de Jesús fuese un hecho histórico que tuvo lugar en una
determinada tumba cerrada tres días después de su ejecución.
Como
se deja ver fácilmente, se trata de un cambio radical frente a la visión
tradicional, tenida por indubitablemente histórica, en el campo de la
arqueología relacionado con las religiones abrahámicas y con el pueblo de
Israel. La historia que está por detrás de los relatos bíblicos no
históricos...
Pero
el desafío que hoy nos hace la nueva arqueología no se reduce a su labor
«deconstructiva». La nueva «arqueología» –tomada ésta en toda la amplitud de su
sentido, gracias a su casi inabarcable interdisciplinariedad– no se limita a
cuestionar la historicidad fáctica de los textos, sino que trata sobre todo de
descubrir, de sacar a la luz el proceso vivo de la creación de los textos
bíblicos: quiénes estuvieron detrás de su composición y de su recomposición una
y otra vez, en qué circunstancias, con qué propósitos, en qué momentos, tal vez
inimaginablemente angustiosos o complejos. Por detrás de los textos aparece
toda una historia diferente, más allá de lo que creíamos que era literalmente
histórico y que hoy estamos descubriendo que no lo es. Por detrás del relato
textual bíblico aparece un relato humano diferente, hasta ahora desconocido, y
éste sí, muy histórico.
Así,
respecto a los escritos básicos de la Biblia Hebrea (del Génesis a los libros
de los Reyes), hoy ya creemos saber, parece que casi con plena seguridad, que
han sido compuestos en dos momentos peculiares, el del reinado del Rey Josías y
el llamado «período persa», con el retorno de los exiliados de Babilonia.
El
Rey Josías (639-609 aC.) representa el momento de Judá en que ha desaparecido
el reino del Norte, que le hacía permanentemente sombra, y es ahora cuando a
Judá, que progresa en población, en riqueza y en cultura, se le presenta la
posibilidad de extenderse hacia el Norte e incorporar todas las tierras
históricas en un solo reino pan-israelita. Es el momento en que Josías y los
suyos crean una interpretación global de su historia pasada capaz de trasmitir
la utopía de un Israel elegido por Dios y destinado a un futuro de gloria.
En
el período persa (538-330 aC), tras el exilio, el pueblo está viviendo una
postración no sólo física, económica y política, sino sobre todo moral, en la
pequeña provincia de Yehud. Se encuentran fracasados, humillados,
desorientados. Su Dios no pudo mantener sus promesas, y fue derrotado a manos
de un imperio –y un dios– más fuertes. Pero aquellas élites religiosas
pensantes están tratando de reconciliar sus sueños de pueblo elegido de Yahvé
con aquella realidad tan frustrante. Con la fuerza creativa de su religiosidad,
en medio de unas circunstancias desesperadas, encuentran la oportunidad de
rehacer su fe, y lo hacen reenfatizando su identidad como pueblo escogido.
Estos judíos ven la mano de Dios en Ciro, enviado por Yahvé para dar una nueva
oportunidad a su pueblo. Intuyen que Dios en realidad continúa dando cuenta de
la realidad, que no está derrotado, sino que simplemente ha permitido el
castigo del pueblo, hasta casi su destrucción total, por causa de sus pecados,
para poder restablecerlo con una exhibición de poder. «Presentando a Dios como
transcendente y como rector soberano de la historia, estos escritores judíos
estaban construyendo el monoteísmo, la fe en un Dios único» –hoy parece ya
probado que hasta entonces Israel era politeísta.
Fue
durante el período persa cuando estos israelitas llegaron a creer en un dios
supranacional, cósmico, señor del Universo. Vinieron a ser monoteístas,
creyentes en un Dios que los había destinado a un proyecto grandioso. «Se
escribieron a sí mismos dentro de los relatos que crearon, reivindicando ser
los sobrevivientes y por tanto los herederos de las promesas: el resto de
Israel». Muchos arqueólogos no creen hoy día que haya conexión real entre estos
judíos del siglo VI en Yehud y los israelitas (o cananeos) del 1200. Sólo en
este momento, en el siglo VII, y no antes, se puede hablar de una
alfabetización difundida hacia el campo desde la capital que permitieran el
influjo real de la utilización de las escrituras.
Véanse
las excelentes reflexiones de VAN HAGEN (ibid, 19), a quien sigo aquí de cerca.
- No sólo parece que antes de esas fechas Israel era
politeísta, sino que parece probada la presencia y el culto a Asherá, la esposa
de Yahvé. DEVER, W.G., Did God Have a Wife? Archeology and folk religion in
ancient Israel, Eerdmans, Cambridge UK, 2005. El sancta sanctorum del templo descubierto
en el tell de Arad, trasladado al Museo de Israel en Jerusalén, parece
demostrarlo clara y concretamente.
- VAN HAGEN, ibíd. a.e.c. Según estos autores «la
narración desde Abraham a David es un mito fundacional, como el que Virgilio
creó en su Eneida sobre la fundación mítica de Roma por Eneas. Los relatos
sobre Abraham, Moisés y David sirvieron para crear la conexión con el Dios de
las promesas: ellos eran el pueblo elegido de Dios y aquella era la tierra que
Dios les había dado, al margen de lo que pensara el imperio de turno»
La
fuerza religiosa de aquel pequeño pueblo, pobre y oprimido, humillado en su
propia tierra, les permitió recrearse a sí mismos como el pueblo elegido del
Dios único de toda la tierra, destinado a heredar una historia de triunfo y a
recibir el reconocimiento futuro de todos los pueblos. Con los relatos bíblicos
básicos, creados en este período persa, ocurrió lo contrario de lo que suele
ocurrir: los vencidos escribieron la historia, su propia historia, y se
inscribieron a sí mismos dentro de una epopeya magnífica por encima de todos
los pueblos, de la mano del Dios del monoteísmo radical, redefiniendo su
religión y transformando su propia identidad.
Esta
«nueva información» que las ciencias histórico-crítico-arqueológicas nos ofrecen
hoy socava la historicidad del contenido de las Escrituras, lo cual nos empuja
a los creyentes a re-evaluarlas: ¿qué son en realidad las Escrituras? ¿Son
palabra de Dios, son palabra nuestra? ¿Qué es realmente lo que nos transmiten,
qué significa? ¿Cómo reevaluamos todo a la luz de estas nuevas informaciones?
En
la posible decepción que puede comportarnos el descubrimiento de esta
creatividad redactora vivida en el llamado período persa -en cuanto que nos
pone al descubierto la no historicidad de unos acontecimientos que creíamos
históricamente indubitables, testimoniados por unos textos que creíamos bajados
del cielo-, podemos descubrir una oportunidad para entender la Biblia de otra
manera: no es la obra de Dios, que la envía o la dicta desde el cielo, sino que
es la obra del pueblo, de un pueblo que sufre y que en un supremo acto de
coraje, se esfuerza por descubrir un nuevo rostro de Dios, recreando la
historia y dándose a sí mismo una nueva identidad, capaz de hacerle sobrevivir
aun estando sumido en las condiciones más desesperadas. «En esta reconstrucción
arqueológico-científica de la historia judía los creyentes podemos percibir un
tipo diferente de milagro: el sentimiento religioso fue el motor que hizo
posible la supervivencia y el crecimiento espiritual». Es decir, fue que si no
lo fuese no sería posible nuestra fe; con ello continuamos siendo deudores de
paradigmas anacrónicos, que no pueden sino hacer imposible una vivencia
religiosa integralmente actualizada.
Los
profetas (y los textos) anteriores a la Cautividad no conocen a Abraham y en
general utilizan el término «padres» para designar a la generación del Éxodo
(LIVERANI, 2005, 311). Moisés no es citado nunca antes de la Cautividad, y el
Sinaí sólo es citado un par de veces (Sl 68), y sin relación a la alianza...
(LIVERANI, 2005, 334).
VAN
HAGEN, ibíd., p. 55.
Es
urgente elaborar una teología y una forma de creer que asuma explícitamente
estos hallazgos históricos; tal vez porque carecemos de ella es por lo que
mucha gente abandona la fe. Continuar con las viejas teologías es una
irresponsabilidad pastoral para con los sectores más conscientes de la moderna
sociedad culta, que ya no aguantan una epistemología mítica que da la espalda a
la historia real.
El
«relato tras el relato» al que estamos accediendo, conlleva el desafío de
reconceptuar la religión: ya no es aceptable el paradigma de una «historia de
salvación», ni de responder/creer a un Dios que ha intervenido en la historia
manifestándose/pidiéndonos una respuesta de fe. Estas metáforas quedan
superadas a la luz de los conocimientos actuales, y en el contexto de una
sociedad científicamente informada comienzan a resultar no sólo anacrónicas,
sino perjudiciales, pues lastran la religión atándola a una época cognitiva que
está destinada a morir. Antropológicamente, se hace necesaria una
«desobjetivización» de la vivencia religiosa, de la Palabra de Dios, de la
institucionalización religiosa... así como la necesidad de ir creando una
práctica religiosa coherente con este nuevo paradigma.
Si
una persona no capta toda esta «novedad», probablemente ello significa que está
instalada en un tipo de fe para el que resulta irrelevante que aquello en lo
que se cree sea un acontecimiento histórico de intervención de Dios o sea una
construcción humana; en una posición mental semejante, sí, efectivamente, el
nuevo paradigma arqueológico-bíblico no aportaría novedad significativa alguna
y resultaría irrelevante. Pero esperamos que no sea el caso de nuestros
lectores.
B. LO QUE ESTÁ EN JUEGO
Esta nueva visión que
deriva de la nueva visión arqueológico-bíblica desplaza a otra, la tradicional,
sobre la que había muchos valores en juego. Aludamos a ellos aunque sea
brevemente.
a)
Para
Israel (Estado, pueblo de Israel y religión judía)
- Está en juego en primer lugar la identidad del pueblo
de Israel. La tradición bíblica,
ha consistido en la creencia, tenida por histórica, de que Israel es un pueblo
diferente, venido de fuera de Palestina, diferente de los cananeos -el pueblo
autóctono-, creado por Dios a partir de la elección de Abraham y la Alianza que
selló con él y su descendencia. Israel sería la descendencia biológica de
aquellos patriarcas ancestrales, del pueblo judío oprimido en Egipto, que luego
del éxodo y de la peregrinación por el desierto, conquistó la tierra de Canaán
que Dios había prometido a Abraham. Si los patriarcas son sólo una figuración
religiosa, si el pueblo judío no estuvo en Egipto, ni tuvo lugar el éxodo, ni
la peregrinación por el desierto... ni por tanto Moisés, ni la Pascua, ni la
Alianza del Sinaí... ¿qué queda de la identidad de Israel? ¿Qué es el pueblo de
Israel?
- Está en juego
el derecho del pueblo y del Estado de Israel a la tierra que está ocupando. En el Parlamento de Israel se sigue invocando todavía
hoy la Biblia para fundamentar el derecho de Israel a la tierra, apelando
además concretamente a la circunscripción de los límites de Israel que en la
Biblia aparecen, como límites de la tierra que Dios mismo dio a su pueblo. Si
no hubo pueblo israelita venido de fuera de Palestina, si no hubo conquista por
la que Dios les entregara esa tierra, si los cananeos no fueron exterminados ni
eran un pueblo diferente, ¿qué derechos tiene Israel a la tierra de Palestina,
que no tengan otros pueblos que también han morado multisecularmente en ella?
- Si los relatos bíblicos que contienen esa saga
supuestamente histórica del pueblo de Israel, son una creación literaria religiosa, ¿en qué
consiste la identidad étnico-cultural del pueblo de Israel? Existe todo un
debate al respecto sobre el carácter «inventado» (construido) de la identidad
de Israel; la posición emblemática es la de Shlomo SAND, profesor de historia
de la Universidad de Tel Aviv.
- Fuera de Israel, en Occidente, son muchas las
entidades para las que Israel juega un papel simbólico. Pensemos por ejemplo, en Estados Unidos, cuya
identidad nacional está ligada al Destino Manifiesto de ser un Nuevo Israel,
puesto por Dios al servicio de la humanidad, para difundir los valores de la
libertad y la democracia, «como ciudad que se alza sobre la colina», luz para
los pueblos. La nueva perspectiva arqueológica sobre la historicidad de sus
orígenes, sin duda, aconsejará una reconsideración de esta conciencia
identitaria.
b)
Para
las religiones abrahámicas
Son tres las religiones que se remiten a Abraham y a
toda la historia que la Biblia relata sobre él y su descendencia. Todo ese
patrimonio religioso escriturístico es puesto en cuestión por la nueva
arqueología. Autores muy serios hablan de «invención»
- Existe un video de la presentación pública del segundo
libro en Londres (http://youtu.be/sqj_UOdHxpk). La segunda parte del libro de
M. LIVERANI, Más allá de la Biblia, se titula «Una historia inventada», y se
subdivide en seis capítulos sobre «La invención de» los patriarcas, de la
conquista, de los jueces, del reino unido, del templo salomónico y de la Ley.
- Los descubrimientos histórico-arqueológicos obligan a
replantearse la historicidad de la Biblia, y como consecuencia de ello, es
necesario igualmente un replanteamiento de su significado
Cfr. su libro Comment le peuple juif fut inventé,
Fayard, 2008 (traducción española: La invención del pueblo judío, Akal, Madrid
2011, 350 pp; traducción al inglés: The Invention of the Jewish People, Verso,
London-NewYork 2009). El libro es el primero de una trilogía; el segundo
volumen es La invención del pueblo de Israel (The Invention of the Land of
Israel, Tel Aviv, Kinneret Zmora-Bitan Dvir, 2012; English translation by
Verso, 2012). Y el tercero es La invención del judío secular
c)
Para
el cristianismo
Como religión abrahámica, el cristianismo se siente
desafiado, en cuanto que debe reconsiderar toda la historiografía bíblica
veterotestamentaria sobre la que se apoya, pues se considera heredero sustituto
de la promesa hecha en primer lugar a Israel. Lo que actualmente hemos venido a
saber sobre Jesús y sobre los textos y tradiciones fundamentales y fundantes
del cristianismo, presenta también una visión radicalmente diferente de la que
ha sido su relato oficial durante casi dos mil años. Esta nueva visión
histórica de Jesús y de la gestación de los textos cristianos fundacionales,
presenta, estructuralmente, el mismo desafío que el nuevo paradigma
arqueológico-bíblico presenta al mundo del Antiguo Testamento.
Si es cierta la nueva visión arqueológico-histórica
sobre Jesús y sobre la redacción del Nuevo Testamento, entonces todo necesita
ser reelaborado, porque el relato tradicional se ha basado en creencias míticas
hoy demostradamente inciertas.
-
Si Jesús no quiso
fundar una Iglesia,
-
si nunca pensó
abandonar el judaísmo,
-
si nunca pensó de
sí mismo lo que hasta ahora habíamos pensado que pensó,
-
si mucho de lo
que pensábamos que dijo y que hizo no es así como fue...
-
… se hace
imperativo afrontar esta disonancia cognitiva con la que nos confronta el nuevo
paradigma arqueológico-bíblico, y recrear el conjunto; la visión anterior ya no
sirve para los hombres y mujeres informados de hoy.
«Actualmente el conocimiento del Antiguo Testamento
está en plena mutación. No ha cesado de estar en cuestión desde los comienzos
de la exégesis científica, digamos ya desde el siglo XVI, pero más todavía
desde los descubrimientos arqueológicos del último siglo... Obras muy recientes
han puesto en cuestión el conjunto de la historiografía bíblica, y autores muy
serios hablan abiertamente de la invención de la Biblia, incluso del pueblo
judío. Se sabe que todo el Pentateuco ha sido inventado en los siglos VI y V
antes de nuestra era, y toda la historia de los patriarcas y la salida de
Egipto y de la entrada en Canaán son reenviadas al mundo de la leyenda». Joseph MOINGT, Croire
quand même, Temps Présent, Paris 2010, p. 96-97.
d)
Para
la antropología y la teología de la religión
Para la visión occidental al menos, a partir de la
experiencia de los tres monoteísmos, la religión ha sido clásicamente
considerada como dotada de una entidad espiritual que derivaba directamente de
unos eventos históricos que constituían una intervención fundadora de Dios en
la historia. Desde «siempre» ha pensado así la humanidad, tal vez en la mayor
parte de las religiones. Toda religión provenía originalmente de una mano
tendida por Dios a la humanidad; nuestra religiosidad era respuesta a Dios que
había intervenido en la historia. Esta intervención era la base sobre la que
todo lo demás se apoyaba. Y aun cuando esa intervención quedaba muy lejos en el
tiempo, esta misma lejanía la protegía, al hacerla inatacable: nadie podía
probar lo contrario, mientras que bastaba la fe para creer en ella.
El nuevo paradigma arqueológico-bíblico cambia esta
situación, que había permanecido estable desde tiempos inmemoriales,
ancestrales. Hoy, la arqueología sí tiene medios para remontarse hacia atrás y
darnos cuenta crítica de aquella supuesta intervención «histórica» de Dios
sobre la que se funda cada religión. Sí puede decirnos si aquel relato
religioso es o puede ser realmente histórico, o si es construcción humana. Y
este cambio de status, obviamente, lo cambia todo, y exige elaborar una nueva
autocomprensión de nosotros mismos como adherentes a una religión.
La pregunta es: si hasta ahora, desde siempre, la
religión era una respuesta humana al Dios que había salido a nuestro encuentro
en la historia real, ¿cómo reentender la religión cuando sabemos por la ciencia
(la nueva arqueología entre otras) que la mayor parte de aquella salida de Dios
a nuestro encuentro fue una elaboración religiosa, una creencia expresada en
unos mitos geniales, una construcción nuestra? ¿Cómo ser religioso asumiendo
estos nuevos datos?
PISTAS PARA REFLEXIONAR
Este
nuevo paradigma arqueológico-bíblico es muy reciente, está apenas en su etapa
de divulgación. Todavía no ha sido acogido en la reflexión teológica. Su
desafío es enorme. Como hemos dicho, obliga a replantearse radicalmente la
entidad y el significado de la religión: a esta nueva luz, ser religiosos
parece que es otra cosa que lo que estuvimos siempre pensando. Aquí nosotros
sólo queremos sugerir/plantear varios caminos de reflexión cuya necesidad y
urgencia parecen claras.
1.
Estamos
ante un nuevo episodio del viejo conflicto fe/ciencia.
En su discurso en el acto de erección de la estatua a
Galileo en los jardines vaticanos en 1992, dijo Juan Pablo II que el conflicto
entre fe y ciencia había terminado. Pero no era cierto: el conflicto había
acabado con la astrofísica, pero continúa con otras ciencias: la antropología,
la epistemología, la cosmo-biología... están hoy en conflicto con la fe, en
cuanto ciencias. Con el abandono del paradigma de la vieja «arqueología
bíblica» es la nueva arqueología la que ha entrado también en conflicto con la
fe. Es decir, como en el caso de la astrofísica con Galileo, es ahora la nueva
arqueología la que aporta una «nueva información», que choca con informaciones
hasta ahora incluidas oficialmente en el paquete de nuestra fe. Tomábamos a
Abraham, la alianza, los patriarcas, el éxodo, la conquista de la tierra
prometida, las promesas a David... como ciertos históricamente, como
intervenciones históricas de Dios mismo en las que se apoyaba directa e
indubitablemente nuestra fe.
Y ahora la nueva arqueología nos dice que las cosas no
fueron como pensábamos, que la información sobre la que apoyábamos «nuestra
respuesta a la intervención de Dios» no es cierta. Pero no sólo eso: también
nos informa de muchos pormenores que nos ayudan a entender qué es lo que realmente
pasó, de qué se trataba realmente.
En realidad, no estamos ante nada radicalmente nuevo:
se trata de un nuevo episodio, uno más, del casi permanente conflicto
fe-ciencia. Conforme ha surgido la ciencia moderna, hace unos pocos siglos, la
ampliación que ésta ha ido haciendo del conocimiento ha entrado en zonas que la
conciencia humana religiosa había rellenado simplemente como pudo, normalmente
con creencias elaboradas por nosotros mismos mediante una epistemología mítica.
Casi todos los grandes avances científicos han
provocado reajustes que la conciencia religiosa ha tenido que hacer, al estar
ésta basada en supuestos (míticos, creenciales, acríticos) que las «nuevas
informaciones» aportadas por las ciencias, han contradicho.
Ahora ha tomado la vez la arqueología, cuando con sus
muchos nuevos procedimientos y tecnologías ha adquirido una potencia capaz de
«desenterrar la Biblia»... Y tal como en el caso del heliocentrismo la religión
tuvo que aceptar el desafío y abandonar su geocentrismo, por más que se sintiera
en él como en su propia casa, ahora la religión va a tener que abandonar la
visión clásica de «la intervención histórica de Dios, en los orígenes mismos de
la arqueología bíblica, fue fundada precisamente para demostrar la veracidad de
la Biblia. Uno de los primeros libros que patrocinó la Fundación se tituló:
«The Bible is true!». Por eso también el título del emblemático libro ‘Y la
Biblia tenía razón’, de Werner Keller, ya en el siglo XX. Al respecto, es
significativo que la edición brasileña del libro de Finkelstein ‘La Biblia
desenterrada’, se tomó la libertad de modificar el título, publicándolo como ‘Y
la Biblia no tenía razón’ (en la editorial A Jirafa).
Utilizo la palabra, como el concepto de mito, en un
sentido plenamente positivo, hoy muy revalorizado en la antropología cultural.
Por ejemplo, seguir utilizando hoy, como referencias básicas, categorías
bíblicas míticas (creación de las especies en su situación actual, creación
especial de nuestra especie en el sexto día, Adán y Eva, estado preternatural,
pecado original...) y no incorporar plenamente los descubrimientos científicos
que la «arquelogía» biológica y paleontológica actual «desentierran», puede
resultar no sólo anacrónico, sino sobre todo dañino, al perpetuar el divorcio
fe/ciencia. Una catequesis sobre el origen de la naturaleza humana a partir del
Génesis no podría hacerse hoy responsablemente sin combinarlo, por ejemplo, con
el actual bestseller de Yuval Noah HARARI, Sapiens: a brief history of
humankind Random House, Canadá 2014. Breve historia de la Humanidad, Debate,
Barcelona 2014.
… que nos pide una respuesta de fe», lo que ha sido
hasta ahora la «fórmula dimensional», el ADN de la vivencia religiosa. La
religión necesita una nueva autocomprensión, para un futuro diferente, porque
necesita reinventarse. Reinvención que no tendría que generar desconfianza,
pues estamos descubriendo con gozo que tanto las religiones agrarias como el
acceso mismo a la dimensión espiritual fueron unas geniales invenciones
creativas «emergentes» en el proceso biocultural de nuestra hominización y
humanización.
2.
¿Una nueva
teología de la religión?
Aun a sabiendas de la inexistencia de una definición
de religión que sea comúnmente admitida, podríamos asumir provisionalmente que
las religiones del libro se han considerado a sí mismas, de alguna manera, como
la relación de los seres humanos con Dios, establecida en respuesta a su
intervención en la historia, en una serie de acciones y manifestaciones cuyo
relato revelado se conserva en la Escritura. Este tipo de religiosidad ha sido
vivida con gran conciencia de objetividad y de historicidad, como la realidad
más real, sagrada y decisiva. Así ha sido durante milenios. Esta forma de
religiosidad encajaba bien en las posibilidades cognitivas y funcionales de
nuestra especie: ha funcionado sin dificultades, haciéndonos viables y siendo,
con su poderosa fuerza evocadora de sentido, un gran medio de sobrevivencia.
Pero hoy estamos en un momento de transformación
evolutiva, causado principalmente -aunque no únicamente- por una ampliación
incesante del conocimiento en todos sus campos y dimensiones: científica,
crítica, reflexiva, retrospectiva, cósmica... Y uno de sus efectos
sorprendentes es el de poner incluso a nuestro alcance el conocimiento del
pasado del que provenimos. A partir de un cierto momento de inflexión, ahora,
cuanto más avanzamos, más retrocedemos en el tiempo, más recuperamos el pasado
de la sociedad, de la religión, de la Tierra y del cosmos incluso. No sólo el
pasado de la cultura material, sino también de la cultura también ideológica y
espiritual. Hoy tenemos tecnologías capaces de «leer» la documentación
histórica que está escrita de mil formas en las rocas, en el suelo, en el
subsuelo, en las huellas arqueológicas... pero también en los textos y sus
contextos, en las ideas y en su evolución... Es aquí donde se enmarca el
desafío de la nueva «arqueología», que nos golpea con su constatación de que el
relato religioso básico de las religiones del libro, que considerábamos
básicamente histórico-objetivo, no lo es. Lo realmente histórico es «otro
relato», oculto hasta ahora, que nos habla de una gesta de creatividad
espiritual de pueblos que, mediante su experiencia religiosa, encontraron
fuerzas para sobreponerse a situaciones desesperadas, prácticamente asediados
por la muerte, y fueron capaces de dotarse de un nuevo sentido, y de
sobrevivir, con el recurso de su propia religiosidad. Apoyada en la seguridad
de la intervención histórica de Dios en el pasado y en el futuro por venir,
aquellos pueblos o comunidades hicieron de necesidad virtud, y encontraron
fuerzas para reinventarse y sobrevivir.
La hipótesis científica «emergentista» ha dejado atrás
el reduccionismo y el materialismo decimonónicos de la ciencia tradicional, que
nos empujaban a los creyentes a agarrarnos a posturas filosóficas dualistas y
espiritualistas inspiradas en el pensamiento platónico y aristotélico. Una
nueva relación entre materia, vida y espiritualidad preside la actual visión
compartida entre fe y ciencia: la historia de la evolución de los sistemas
vivientes está marcada por la continua «emergencia» de formas, facultades y
niveles nuevos. P.W. ANDERSON, «More Is Different», Science, vol. 147, nº 4047, pp.
393-396.
I. NÚÑEZ DE CASTRO, «Emergencia, vida y
autotranscendencia activa», en BERMEJO, Pensar después de Darwin, Universidad
de Comillas, Madrid 2014, p. 169-212.
Hoy sabemos que esto último es lo realmente histórico,
la verdad profunda del relato bíblico. Los relatos religiosos mismos hoy los
sabemos no históricos (33). A estas alturas del desarrollo de la ciencia hemos
perdido la capacidad de ingenuidad mítico/histórica. Por efecto del contexto
cognitivo-cultural en el que nos movemos, nuestra especie está cambiando, en
cuanto que las actuales generaciones se están volviendo incapaces de funcionar
con epistemología mítica, ya no pueden «creer» (porque «saben») en
intervenciones objetivas de Dios en la historia, ni son capaces de volver a
creer en «grandes relatos» totalizantes que unan cielo y tierra, la creación
con la escatología... Seguimos necesitando un sentido para la vida, pero ya no
somos capaces de echar mano de «grandes relatos» para construirlo. Hoy somos de
otra manera. Una religión basada en aquel tipo de instrumentos
cognoscitivo-epistemológicos empieza a no sernos ya posible.
Ni son relatos literalmente históricos, ni las
Escrituras son el relato objetivo de una intervención de Dios en la historia,
ni la historia es su significado principal, todo lo cual no quita que muchos de
sus datos y relatos concretos tengan base histórica.
La humanidad está atravesando una crisis múltiple, y a
ella se añade esta crisis del despojamiento de aquellas seguridades
supuestamente objetivas, históricas. Como nuestros antecesores, estamos
llamados a sobreponernos y a sobrevivir, a reconstruir nuestras esperanzas y
nuestro sentido para vivir, pero ha de ser sobre nuevas bases, mediante otros
mecanismos cognoscitivo-epistemológicos.
}Hemos de
hacer lo mismo que hicieron ellos: vivir, recrear la posibilidad y la potencia
de la vida, pero ahora habrá de ser en el nuevo nicho epistemológico al que
estamos accediendo. Lo nuestro será también una vivencia espiritual, como la de
ellos, pero se jugará en otro campo, con otros interlocutores y contextos. Tal
vez es el momento en que nuestra espiritualidad se está viendo forzada a
madurar (haciendo también de necesidad virtud) hasta llegar a saber vivir sin
«grandes relatos», sin cosmogonías ni mitos fundacionales, sin doctrinas
reveladas, sin verdades dogmáticas, o simplemente «sin verdades»... simplemente
en conexión con el espíritu y la fuerza de la Vida misma, telúrica y
cósmicamente percibida y hecha nuestra.
Cada vez distinguimos más y mejor la vivencia
espiritual, frente a las representaciones, mitos, relatos, categorías, gestos,
doctrinas y rituales con los que la expresamos. La vivencia espiritual es
profundidad humana, vivencia humana profunda. Las representaciones, categorías,
relatos, ritos... son simplemente los medios de los que nuestra especie se ha
valido en un determinado estadio de su desarrollo para expresar, percibir,
sentir, comunicar esa vivencia. La vivencia espiritual es una realidad humana
permanente; sus representaciones son aleatorias, contingentes, variables según
las coordenadas espacio-temporales y culturales. No obstante, estamos apenas en
el tránsito (34), en el transcurso de esta transformación. Muchas personas no
van a poder entrar por este nuevo camino, pues preferirán continuar instaladas
en la religiosidad objetivista. No es fácil cambiar de paradigma religioso, es
como volver a nacer, entrar en un mundo diferente. Pero otras muchas personas
hace tiempo que se están desligando del viejo paradigma; sienten que aquella
forma de ser religiosos ya no es viable; se sienten incómodos en ella y hasta
dudan de su legitimidad... Por eso acogen con alivio la noticia del nuevo
paradigma no objetivista: se puede ser plenamente humano, espiritual por tanto,
con los pies firmemente en el suelo del mundo cognitivo que la ciencia actual
nos posibilita. En este sentido, el nuevo paradigma arqueológico bíblico nos
ayuda a crecer evolutivamente.
34. Simón Pedro ARNOLD, La
era de la mariposa. Una espiritualidad para tiempos de crisálida. Editorial
Claretiana, Buenos Aires 2015.
Con ello, este paradigma
religioso al que la nueva arqueología nos impulsa converge con el paradigma
pos-religional (35). Ambos reclaman un nuevo modo de habérnoslas con el
tradicional concepto de religión. Es urgente una reconceptuación de la misma,
así como una nueva teología de lo religioso y de lo espiritual. Manos a la
obra.
35. Véase el número
especial de la revista HORIZONTE de la PUC de Minas de Belo Horizonte,
monográfico sobre «Paradigma pós-religional», vol. 13, número 37, 660 pp., con
la participación de los autores que más se han significado sobre el tema en los
últimos años, en: http://periódicos.pucminas.br. Puede ser recogido en un solo
archivo en servicioskoinonia.org/LibrosDigitales. Véase también la propuesta de
la EATWOT, en la revista VOICES (http://eatwot.net/VOICES), número January-March
2012, monográfico sobre el paradigma pos-religional. José María VIGIL
36. Cfr. A. BARUQ -
H.CAZELLES, Los libros inspirados, en A. ROBERT – A.FEUILLET (eds.),
Introducción a la Biblia, Barcelona 1965, p. 42.
37. E. SCHILLEBEECKX, Soy
un teólogo feliz, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1974, p. 72-73: «La
palabra de Dios es la palabra de los hombres que hablan de Dios. Decir “sic et
simplecita” que la Biblia es la palabra de Dios, no se corresponde con la
verdad. Cuando la Biblia dice: “Dios ha dicho, Cristo ha dicho...” no es Dios
que lo ha dicho, no es Cristo quien lo ha dicho en sentido estricto, sino los
hombres que han contado su experiencia de relación (72/73) con Dios».
38. «El mundo es la carta
que Dios le escribió a la Humanidad», reza una frase atribuida a Platón.
Martínez, I. y Arzuaga, J.L., Amalar, Ediciones Temas de Hoy, Madrid 2004, p.
28.
39. RAHNER, Inspiración,
en Curso Fundamental de Teología, Cristiandad, Madrid 1979, 781-790.
El
nuevo paradigma arqueológico nos invita a reconstruir tanta seguridad y
dogmatismo edificado sobre bases de barro, míticas, hoy puestas al descubierto,
para re-evaluar la validez de nuestro patrimonio simbólico, y proceder en
adelante con mucha más humildad, pidiendo además perdón a todos los que hemos
humillado en el camino por haber pensado de diferente manera
3.
Significado
para una situación axial y evolutiva: una nueva época...
Siendo un episodio más de la conflictiva relación de
la fe con la ciencia, ya hemos dicho que
este paradigma de la nueva arqueología y su desafío no representan en realidad
algo radicalmente nuevo; hemos vivido esta situación en otras ocasiones. Sin
embargo, no se puede negar que tiene un valor emblemático, porque incide en
pleno corazón de la fe religiosa, en el relato mismo que creíamos, denunciando
su carencia de fundamento histórico objetivo. Hemos estado toda la vida
creyendo... a nosotros mismos. Nunca como ahora estamos viendo que las formas
religiosas (no la sustancia de la religiosidad misma) son creación nuestra, una
genial «invención». El nuevo paradigma arqueológico nos quita la última venda
de nuestros ojos y nos invita a reconciliarnos con la verdad desnuda.
Somos la primera generación que se ve en una situación
semejante. Durante milenios, las generaciones que nos han precedido han creído
estar respondiendo, de tú a tú, a la acción de Dios, que nos habría salido al
encuentro en unos concretos acontecimientos históricos. Hasta hace menos de un
siglo -y todavía hoy- muchos cristianos han entendido su fe como el asentimiento
de confianza a palabras concretas del Jesús histórico, que nos habría informado
de que él y el Padre son uno, y de que él había venido a decírnoslo. Todavía
hoy, en los sectores conservadores y fundamentalistas, y hasta ayer en el
conjunto del cristianismo e incluso de la civilización occidental, hemos estado
convencidos de que La Biblia tenía razón y era un relato históricamente
indubitable. Somos la primera generación que se ve desafiada a ser religiosa o
espiritual sin hacer pie sobre apoyos históricos ilusorios. Este nuevo
paradigma nos obliga a inaugurar una época nueva para la fe, o a inaugurar una
religiosidad nueva, para esta época en que la nueva arqueología nos despoja de
ilusiones históricas.
En su libro A Secular Aje, Charles Taylor sugiere que
los cambios culturales de los últimos pocos siglos han creado una autenticidad.
Todos nos vemos empujados a mirar dentro de nosotros mismos y a descubrir
quiénes somos y cómo deberíamos vivir en este mundo. Taylor cree que esta
situación colectiva ha creado «una nueva era de búsqueda religiosa» (41). Tal
vez podemos decir algo semejante respecto al desafío del que estamos tratando:
si este paradigma nos desafía a superar la ingenuidad con que estábamos
creyendo, sobre la base del relato bíblico, desplazado ahora por «el relato que
está detrás del relato bíblico», ello nos obliga a basar nuestra religiosidad
en este nuevo relato... Se va a tratar de una nueva religiosidad, porque se
basa en un relato nuevo, hasta ahora desconocido.
40. «Un solo error prueba
que la Iglesia no es infalible. Un solo punto flaco prueba que un libro no es
revelado... En un libro divino todo es verdadero y no debe haber por tanto
ninguna contradicción... Un libro inspirado es un milagro; debería por lo mismo
presentarse en condiciones únicas, distintas de las de cualquier otro libro»:
E. RENÁN, Souvenirs d’enfance et de jeunesse, 160, citado por A. TORRES
QUEIRUGA, La Revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad,
Madrid 1987, p. 83. Edición revisada y ampliada: Repensar la revelación. La
revelación divina en la realización humana, 2ª edición, Trotta, Madrid 2008.
La demolición de muchas de nuestras certezas
históricas relativas a la fe, que la ciencia -la nueva arqueología en este
caso- ha llevado a cabo, no es una catástrofe, ni nos aboca a un nihilismo
destructor... sino que nos invita a la aceptación de lo real, y nos da una
oportunidad de crecimiento, hacia una «calidad humana» (espiritualidad)
purificada y más profunda, más allá de los relatos míticos en los que con toda
ingenuidad nos hemos apoyado tradicionalmente y que tan bien cumplieron su
papel, que parece estar quedando superado. La religión necesita revisarlo casi
todo y reinventarse: necesita optar por un futuro diferente, un futuro que no
sea mera proyección del presente. Tal vez todo ello sea parte de la nueva «gran
transformación» que está en curso, de un segundo «tiempo axial» en el que nos
estaríamos adentrando, de una más profunda «humanización de la humanidad», o
quién sabe si de una «segunda hominización» (42).
41. Charles TAYLOR, A Secular Age, p. 473ff, «The Age of Authenticity». Van HAGEN, ibíd. 246.
42. Cfr. VIGIL, José
María, Teología del pluralismo religioso, Abya Yala, Quito 2005, cap. 17: Hacia
un nuevo tiempo axial. aren ARMSTRONG, The Great Transformation. The begining
of religious traditions, Random House, Toronto, Canada, 2006; La gran
Transformación, Paidós, Barcelona 2007. Robert BELLAH & Hans JOAS, The Axial Age and
Its Consequences, Harward University Press, London 2012. VIGIL, J.M., Humanizar la Humanidad. El papel futuro
de la religión, revista «Horizonte» 13/37 (2015) 319-359, Pontificia
Universidad Católica de Minas, Belo Horizonte, Brasil. De «segunda
hominización» hablaba ya Teilhard de Chardin, adelantándose a esta visión, en
La planétisation humaine, en Oeuvres 5, Seuil, Paris 1955-1976, p. 169.
224
José María VIGIL
Bibliografía para una
iniciación al nuevo paradigma arqueológico
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FINKELSTEIN-SILBERMAN, The Bible Unearthed: Archaeology's New Vision of
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Van HAGEN, John, Rescuing
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USA, 2012, 268 pp
WIKIPEDIA: arqueología,
arqueología bíblica, Finkelstein, Liverani...
Í N D I C E D E T A L L A D O.
1.
“JESUS
CRISTO ES EL SEÑO” Pedro Pierre.
- Organización social del país de Jesús.
- Jesucristo es el Señor.
- Palabra de nuestros obispos latinoamericanos.
2.
JESÚS Y SU
ÉPOCA
1ª
parte: Escuela de Formación CEBs, 2016
- La dominación romana
- El cobro de impuestos
- Los militares en la Palestina de Jesús
- La visión profética de Juan Bautista
2ª
parte: Jesús y los movimientos sociales PR, 2010.
- Unas 2
etapas antes del nacimiento de Jesús
- Las grandes
tensiones en los años de Jesús
- Reaparece
los profetas
3.
“MENSAJE
LAICO DE JESÚS”, José M. García, 2014.
- Jesús fue un profeta laico
- Las 3 mayores características del profeta Jesús: Itinerante.
– Subversivo. – Amenazado.
- La laicidad del mensaje de Jesús
. Las Bienaventuranzas
. La misión de los 72
discípulos
. El juicio final
- Mensaje subversivo de Jesús
- Opciones de Jesús por los perdidos y los últimos.
4.
“JESÚS
ANTES DEL CRISTIANISMO”, A. Nolan, 2009.
- Tiempos de crisis ayer y hoy
- Las opciones de Jesús
- Las curaciones
- Testigo del perdón de Dios
- La buena noticia del Reino
- La venida del Reino
- La confrontación
- Quién es ese hombre
- La fe en Jesús
5.
“LOS
MILAGROS DE JESÚS”, Jesús Paláez, 2011.
a)
Posibilidad
del milagro
- Santo Tomás de Aquino - Benedicto 16
- Rudolf Bultmann
- Reflexiones
b)
Historicidad
del milagro
- Precisiones en torno a los milagros del Evangelio
- Los milagros de Jesús y la historia
6.
“MARÍA
MAGDALENA”, Socorro Vivas, 2016.
a)
María
Magdalena según los libros canónicos
- Mujer apóstol. – Amada por Jesús. – Sin lazos
familiares.
- Atestigua la muerte de Jesús. - Testimonia, con miedo,
de su resurrección.
b)
María
Magdalena en el círculo de los apóstoles
c)
María
Magdalena y la mujer de hoy
7.
“REPENSAR
LA RESURRECCIÓN”, Andrés Torres, 2016.
a)
La
tarea actual
- Lo común de la fe
- La inevitable diversidad de la teología
b)
La
génesis de la fe en la resurrección
- La resurrección en el Antiguo Testamento
- La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
- Lo nuevo de la resurrección de Jesús
c)
El
modo y el ser de la resurrección
- Consideraciones previas
- El sepulcro vacío
- Las apariciones
- “Primogénito de entre los muertos”
d)
Las
consecuencias
- Resurrección e inmortalidad
- Resucitados en Cristo
- Jesús, ‘el primogénito de los difuntos’
e)
Consideración
final
Anexo: “ARQUEOLOGÍA Y
BIBLIA” José M. Vigil, 2015.
1.
La visión
arqueológica de la Biblia
2.
Lo que está
en juego
- Para Israel
- Para las religiones abrahámicas
- Para el cristianismo
- Para la antropología y la teología de la religión
3.
Pistas de
reflexión
-
¿Nuevo conflicto
fe y ciencia?
-
¿Nueva teología
de la religión?
4. Una
nueva época religiosa
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