CHOQUE
BENÉFICO ENTRE CRISTIANISMO Y MODERNIDAD
Una
nueva época para la espiritualidad humana, Roger Lenaers
Texto de Roger Lenaers, sj. 2020:
‘¿Pueden
cristianismo y modernidad caminar juntos?’(1)
CONTENIDO
1. La religión cristiana no funciona
2. Reinterpretando nuestras creencias:
-
El credo
-
Nuevo planteamiento de la
resurrección de Jesús (por la imposible resurrección de los cuerpos) y de la
resurrección de los muertos
3. Reformulación de la doctrina de la Iglesia
-
El dogma mariano y la confesión
de la Trinidad
-
La Biblia como libro con
“palabras de Dios”
-
Los 10 mandamientos
-
El poder eclesiástico,
estructura o jerarquía.
-
El final del sacerdocio
ministerial
-
La vuelta a los sacramentos de
las primeras Comunidades cristianas
-
El fin de la Misa como
sacrificio
-
El fin de la liturgia como un
conjunto de reglas intocables
-
El cambio en las oraciones de
la petición
-
La sustitución de la dimensión
vertical de la fe y por la horizontal
4. Conclusión: ¿Qué es lo que queda? Lo
esencial.
1. ‘Videtur quod non’: PARECERÍA QUE NO…
La respuesta
a nuestra pregunta debería empezar de la misma forma como Tomás de Aquino
comienza su respuesta a la misma pregunta, en su Summa Theologica, es
decir, con un videtur quod non, «parece que no», parece que no puede caminar
juntos. Donde la modernidad –o sea, la cultura occidental– se ha vuelto
dominante, como en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda… en
la misma medida, el cristianismo ha menguado. No hay necesidad de muchas
estadísticas para probarlo. La siguiente será suficiente. Hasta 1750 en el
mundo occidental la asistencia a la iglesia todavía alcanzaba casi el 100%,
como había sido desde que la cristianización de Europa terminó, más o menos
desde el año 1000. Pero hacia la mitad del siglo XX había descendido hasta el
65%, lo que significa que en dos siglos casi el 35%, o un tercio de los
miembros de la Iglesia, se había despedido de los templos, se habían vuelto por
lo menos indiferentes, o habían abandonado completamente su fe y ya no creían
en un «Dios en las alturas», o se habían vuelto ateos.
Podía parecer
que hubiera sucedido un terremoto religioso... Pero en realidad no fue un
terremoto, sino una especie de bradisismo, un lento pero continuo levantamiento
de la corteza terrestre, que hace que, después de un cierto tiempo, un edificio
empiece a colapsar. De la misma forma, durante dos siglos, la cultura
occidental, empujada por la evolución del cosmos, ha ido cambiando lentamente,
pero sin parar, y ha perdido su forma religiosa anterior.
Las raíces de
ese cambio fundamental fueron el humanismo del siglo XV, suscitado por el
renacimiento de la antigua cultura greco-romana, que también fue impulsada por
los estudiosos bizantinos, quienes habían buscado refugio en Occidente después
de que los turcos en 1453 sitiaron y conquistaron Constantinopla. La antigua
cultura grecorromana, que había resurgido durante el Renacimiento, fue, como
todas las culturas antiguas, una cultura religiosa, y no destruyó la
cosmovisión cristiana de Occidente. Pero también hizo que se recuperara la
cultura científica de la antigua Grecia, y esta recuperación sí produjo en el
siglo XVI la aparición de un grupo de eruditos, como Copérnico, Mercator,
Justus Lipsius, van Helmont… de forma que el siglo XVII pudo poner realmente
los fundamentos de la ciencia moderna. Porque ése fue el siglo de genios como
Galileo, Torricelli, Kepler, Newton, Descartes, Pascal y muchos otros. Todos
ellos eran creyentes cristianos convencidos. Todavía la ciencia y la religión
eran amigas. Sin embargo, la religión ya no era la reina indiscutible de las
ciencias.
Las cosas
cambiaron radicalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, primero en Francia,
que era en aquel momento el centro del pensamiento de Europa. Un grupo de
sabios franceses empezaron a sacar consecuencias de las nuevas ideas que allí y
en Gran Bretaña ya habían ido germinando durante algún tiempo. La razón se
volvió más importante que la creencia religiosa y, como consecuencia, cuando
ambas entraban en conflicto –y eso sucedía frecuentemente–, la razón
prevalecía. Eso mostraba que una nueva visión del mundo estaba emergiendo: la
modernidad. Los líderes de la Iglesia se dieron cuenta muy bien de que esas
ideas eran difíciles de reconciliar con los conceptos religiosos tradicionales,
y lo que era peor, amenazaban con quebrantar su autoridad y su lugar
privilegiado en el Estado. Así que atacaron, y condenaron vehementemente esa nueva
visión del mundo. Pero al hacerlo, se alejaron, ellos y el cristianismo, del
enriquecimiento que la modernidad prometía. Por culpa de su ceguera, la Iglesia
perdió ya en el siglo XVIII la adhesión de gran parte de la élite intelectual, que
se alejó de una religión que rechazaba los valores humanos y la certeza
científica. Por otra parte, durante el siglo XIX, por desatender las
aspiraciones y las protestas de las víctimas proletarias de la revolución
industrial, la Iglesia perdió a gran parte de la clase trabajadora, que se volvió
socialista y anticlerical. Eso explica la situación de 1960: dos tercios de los
anteriores miembros de la Iglesia se habían ido, para siempre.
Pero desde
ese entonces el número de miembros que todavía eran practicantes no ha cesado
de caer, y de caer mucho más rápido que antes. ¿Por qué más rápido que antes? Porque
hasta la primera mitad del siglo XX los líderes de la Iglesia habían logrado,
más o menos, alejar a sus fieles del contacto con las ideas modernas. Lo habían
logrado organizando y promoviendo la prensa católica, un partido católico,
sindicatos católicos y organizaciones e instituciones culturales, y
especialmente una red de escuelas católicas, dirigidas por sacerdotes y monjas,
para inculcar en los alumnos las ideas y convicciones católicas. Pero en el medio
siglo que va de 1960 a 2010, los modernos medios de comunicación se
desarrollaron a una velocidad frenética, y empaparon a la sociedad entera con
las ideas de la modernidad, y también a los miembros de la Iglesia. Las medidas
anteriores de prevención se volvieron totalmente ineficientes. Además, las
ideas modernas, obviamente, gustaban más, y parecía que prometían más felicidad
que la Iglesia. En medio siglo, la asistencia a la Iglesia bajó en Europa del
65% al 10-15%, una caída estrepitosa para una institución tan dinámica en el
pasado y que se había extendido por todo el mundo.
Y ese número
de “fieles”, continúa cayendo, porque la vieja generación, que forma la mayor
parte de la población que permanece en la Iglesia, va muriendo lentamente; y la
gente joven, que ha crecido ya con la cultura moderna y ha sido moldeada por
ella, muestra muy poco interés por el tema religioso, así que se quedan fuera
de las iglesias. Estadísticamente, en otro medio siglo, el cristianismo habrá sido
casi borrado del mundo occidental.
Esto, no sólo
es casi inconcebible, sino que significa una terrible pérdida para la
humanidad. Porque, a pesar de las deficiencias humanas –que también se dan en
la fe cristiana, provenientes de las culturas en las que el propio cristianismo
se inculturó, como la avaricia, la crueldad, la lujuria por el poder, la
indiferencia hacia los débiles, la falta de un verdadero humanismo…– el
cristianismo sigue siendo el depositario de una visión rica y valiosa, y el
modo de
-----------------------------------------
1. Publicado originalmente en inglés
en la revista «HORIZONTE», vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo
Horizonte, Brasil. Traducción al castellano de Francesca Toffano.
2. LAS RAÍCES
DE ESTE ANTAGONISMO
Es obvio que
la cultura moderna y el cristianismo se alejaron entre sí. La pregunta es por
qué. ¿Cuáles son las raíces profundas de su antagonismo? Para encontrarlas,
tenemos que regresar al origen de la religión. Este coincide con el proceso de
humanización. Porque, aunque los primates antecesores del homo sapiens ya
alcanzaron cierto grado de inteligencia y de ética, no tienen religión. La
religión debe de ser el fruto de una evolución ulterior que los antecesores no
lograron. Los seres humanos, conocían el miedo tanto como los primates, y trataron
como ellos de escapar de los peligros que los amenazaban; pero, a diferencia de
ellos, trataron de entender qué pasaba con ellos mismos, hicieron preguntas,
buscaron respuestas, y al no encontrarlas en el mundo visible, pensaron espontáneamente
en un mundo invisible por encima de sus cabezas. Los fenómenos más amenazantes
e inexplicables, como el rayo, el trueno, y los huracanes... venían desde allá.
Pero en la
profundidad de su psique los seres humanos deben de haber tenido –y todavía
tienen– grabado en sí mismos, una consciencia subyacente o el sentimiento muy implícito
de una realidad que los trasciende, sin la cual la religión nunca hubiera
nacido. La confrontación ocasional con los fenómenos naturales, muchas veces
terroríficos, otras veces benéficos, que también los trascendían, despertó
aquella consciencia profunda de una realidad trascendental; y la combinación de
las dos cosas, dio a luz la representación de los seres sobrenaturales,
estrechamente ligados con esos fenómenos. De ahí los dioses del rayo, del trueno,
de la lluvia, de la tormenta, de la fertilidad, de la pasión sexual, de la
guerra... Hacia ellos se comportaban espontáneamente como lo hacían con los
poderes sociales de los cuales dependían: el padre, la madre, el jefe, el
líder... y honraban y veneraban esos poderes invisibles, les rezaban, imploraban
su ayuda o su misericordia, les agradecían y les llevaban regalos para ganar
otros favores. Esta enumeración menciona todos los elementos esenciales de la
religión. La religión es una expresión colectiva de una cosmovisión que ve a
todas las cosas como dependientes de unos poderes como los humanos, pero
radicados en un mundo invisible. Como los poderes humanos, esos poderes pueden
ser terroríficos, pero, eventualmente, también amables; pueden entrometerse en
nuestros asuntos, y podemos entrar en contacto con ellos a través de la oración
u ofreciéndoles regalos.
Esta
cosmovisión se llama «teísmo», que puede ser politeísmo, cuando esos dioses
poderosos se conciben como múltiples, o monoteísmo, cuando esa multiplicidad se
ha fundido en una unidad. Así ha sido desde que nuestros antepasados, los
primates, movidos por el misterioso impulso de la evolución, cruzaron la orilla
de la humanidad, probablemente desde hace un millón de años. Eso significa que esta
cosmovisión ha gozado de un tiempo más que amplio para penetrar profundamente
en la psique humana, hasta el punto de que se ha vuelto casi indeleble.
Pero el veloz
progreso de la ciencia en el siglo XVII llevó en el XVIII al descubrimiento de
que muchos de estos enigmáticos e inexplicables acontecimientos, que se habían confundido
con la intervención de dioses, o de Dios, desde un mundo sobrenatural, en
realidad eran perfectamente explicables a partir de las leyes naturales de este
mundo descubiertas progresivamente por la ciencia moderna. A causa de estos descubrimientos,
la necesidad de una intervención de Dios para explicar lo que ocurrió se debilitó.
Donde antes a todos les parecía ver a un Dios interviniendo en muchos acontecimientos,
con el paso del tiempo ya no lo veían. Poco a poco la gente se olvidó de aquel
Dios, que se fue volviendo superfluo, y al final, hasta parecía improbable. Y
cuando la ciencia probó finalmente la imposibilidad de la intervención
extracósmica en el orden natural (el cosmos colapsaría si sólo una de sus leyes
se infringiera), se volvió fácil y normal negar la existencia de ese Ser
invisible e inactivo, del que ni siquiera podía probarse su existencia. Como
consecuencia, el teísmo ya no parecía significativo, porque no había un Theos,
ni un Dios en las alturas. Así, la modernidad se volvió una cultura básicamente
no teísta, la única en toda la historia de la humanidad. Aun hoy en día, esa
cosmovisión del mundo occidental es sólo una isla en un océano de fervor
religioso. Basta mirar a los países islámicos o a la India.
Pero si el
cristianismo es una religión, una forma de teísmo, y la modernidad es
explícitamente no-teísta, no sólo parece que uno y otra se excluyen, sino que
además se excluyen necesariamente. Si eso es así, el mensaje cristiano de
salvación no puede penetrar en esa cultura e impregnarla, y eso sería
catastrófico, tanto para la Iglesia como para la modernidad. Porque si ello
fuese así, la Iglesia sería una fracasada, ya que la razón de su existencia y
su misión es transformar el mundo –también el mundo moderno– en el Reino de
Dios, algo que, en ese caso, no podría realizar. Y la cultura moderna
occidental –cuyas deficiencias y problemas son evidentes–, junto con toda la
humanidad, en la que se van infiltrando lentamente las ideas de la modernidad, no
se podría beneficiar con la influencia salvífica de Jesús.
3. ‘Sed contra
est quod’: … PERO, POR OTRA PARTE, OCURRE QUE…
Hay una
salida a esta amenaza. Porque Santo Tomás, después del videtur quod non y
los argumentos que parecen probarlo, siempre añade el sed contra est quod, «pero
por otra parte ocurre que», y ahí expone la argumentación contraria, la
correcta. Sin duda, hay una forma de escapar de esa amenaza, pero su precio es
muy alto, y la mayor parte de la Iglesia, empezando por la jerarquía, no está
dispuesta a pagar semejante precio: el cristianismo debería dejar de ser teísta.
Con esa condición, y sólo con esa, el conflicto entre la fe y la cultura atea
occidental puede terminar. Porque el ateísmo en sí mismo no es una negación de
la trascendencia, es sólo la negación de la existencia de un Theos, un
ser en un mundo superior sobre-natural –del cual dependemos todos– que nos
puede imponer leyes y que nos roba nuestra autonomía.
Pero, ¿tiene
sentido esa condición? ¿Es el cristianismo esencialmente una religión? ¡No, no
lo es! Ha sido sólo con el transcurso del tiempo como se ha vuelto una
religión. Original y esencialmente es la comunidad de aquellos que se dejan
guiar por la fe en Jesús de Nazaret, aquellos que reconocían en él la
revelación inmortal del Misterio Absoluto, o, dicho en palabras pre-modernas:
reconocían a Jesucristo como el eterno Hijo de Dios. Esta comunidad abandonó
rápidamente la religión judía de la cual había salido, y sus tradiciones, como
la circuncisión, la comida, los preceptos, los sacrificios, la prohibición de
trabajar en sábado, los ritos judíos y las fiestas judías. Pero al crecer y
desarrollarse en otro ambiente profundamente religioso, primero el helenista,
luego el germano y el politeísmo eslavo, se fue transformando en una religión y
asumió todos los elementos que caracterizan a las religiones, como los sacerdotes,
los sacramentos, los libros sagrados, los templos, las promesas, y las
oraciones. Mientras que en los primeros dos siglos no conocían los sacrificios,
a partir del siglo III en adelante, la Eucaristía se comenzó a ver como un
sacrificio, para poder parecer una verdadera religión, como las otras. Pero en
su esencia, no es, en absoluto, una religión; es la fe en Jesús, o sea una
actitud de entrega hacia Jesús de Nazaret. Y puesto que no es esencialmente una
religión, puede abandonar todo lo que ha adquirido poco a poco de religión, y
en primer lugar el teísmo, que es su raíz.
Las Iglesias
deberían de abandonar su imagen de Dios como theos, el Señor
todopoderoso en las alturas, in excelsis, que puede intervenir a su
libre albedrío en los asuntos humanos y del cual podemos recibir ayuda, si
oramos para pedírselo. En lugar de eso, deberían desarrollar una imagen no-teísta
de Dios, compatible con la visión no-teísta (o a-teísta) que la modernidad
tiene de la realidad. Pero, ¿es concebible una tal imagen no teísta de Dios? Sí
lo es.
Para
desarrollar esta imagen, tenemos que empezar por una frase del ateo Albert
Einstein: «Ser conscientes de que detrás de todo lo que podemos experimentar,
se esconde algo que nuestro intelecto es incapaz de entender, algo cuya
belleza y majestuosidad sólo puede brillar imperfecta y débilmente en nosotros,
ser conscientes de eso, es la verdadera religiosidad. En este sentido yo soy un
ateo profundamente religioso». Si podemos dejar claro que este «algo» no-teísta
y sin nombre es suficientemente grande como para incluir los dos elementos
clásicos de la imagen cristiana de Dios, que son: Creador y Padre, entonces
nada se interpondrá en el camino de la reconciliación entre la modernidad atea
y la fe no-teísta.
Primero, el Creador
del cielo y la tierra, es decir, de todo lo que existe. Precisamente, esta
idea parece bloquear abruptamente todo intento de conciliación entre la
modernidad y la fe, porque pone el énfasis en la dependencia absoluta del
cosmos, y así fundamenta la negación de nuestra autonomía. Pero no hay que ir
tan lejos. Porque crear no significa producir, en absoluto. Las máquinas
producen, no crean. Crear significa expresar la propia interioridad en la materia.
Eso es lo que hace el artista creador: sus creaciones son su ser espiritual que
toma forma material. Entonces, cuando interpretamos el cosmos como una
autoexpresión de un Espíritu absoluto que evoluciona lentamente, ya no hay
oposición, sino sólo distinción entre «Dios» y el cosmos. Porque si «Dios» ya
no significa una instancia extracósmica, sino la Profundidad espiritual de todo
lo que existe, entonces, incluso nuestra libertad y nuestra autonomía provienen
de esta autoexpresión. Entonces, cuando concebimos ese Algo que se esconde
detrás en todas las cosas como una Realidad que se auto-expresa, estamos
realmente muy cerca de lo que los cristianos modernos quieren decir, cuando
dicen «Dios».
Pero la
auténtica tradición cristiana –que no deberíamos de abandonar– también llama a
ese maravilloso y creativo: Algo, «Padre». Como los seguidores de Jesús,
que con frecuencia llamaban al Misterio en el cual vivimos con ese nombre,
también nosotros lo deberíamos de hacer. Jesús lo llamaba con ese nombre,
porque su profunda experiencia mística de la Realidad Última evocaba en él, de
forma trascendente, lo que había experimentado como niño en el contacto con su
padre: cuidado incondicional, pero al mismo tiempo, una autoridad
incuestionable. Seguramente, «Dios», la Realidad Última que experimentó como
Amor Absoluto hacia él y absoluta atracción sobre él, no era literalmente su
padre, pero era para él (y para todas las personas, incluso para toda la
creación) como un padre, y él era como su hijo. Él/Ella/Eso lo
amaba, y él, Jesús, lo sabía con certeza, y ello lo animaba a amar siempre, sin
importar lo que costase, porque la Realidad Última también es Amor Absoluto.
Ese Amor Absoluto no habita en el cielo ahí arriba... sino en el corazón de
todo lo que existe, y constantemente lleva a todas las cosas a evolucionar, y
nos empuja a los seres humanos a ser más humanos, a ser más amor. Ese Algo,
por lo tanto, es un «Tú» absoluto, que nos dice «Tú».
Sólo a
condición de que pensemos a Dios de una forma nueva, podemos ser al mismo
tiempo verdaderamente fieles a la tradición y a la vez verdaderamente
ciudadanos del mundo moderno, e «inculturar» así nuestra fe en él, y de esa
forma ser una fuente de curación para ese mismo mundo moderno. Por lo tanto,
tendríamos que evitar hablar de «Dios». Porque a los oídos de un mundo
occidental que ya no es teísta, ese nombre evoca siempre el Theos tradicional,
que niega nuestra autonomía y es, por eso, un semáforo rojo para toda persona
verdaderamente no teísta. Pero todavía le podemos rezar a «Dios», conscientes
de que ese nombre ya no nos significa el Theos pre-moderno, sino un
Misterio Amoroso, un Algo maravilloso que se revela en cada cosa y en nosotros,
y cuya imagen más radiante es el modelo de amor de Jesús de Nazaret.
Como hemos
dicho, el precio de dejar la imagen tradicional teísta de Dios por una nueva
imagen no teísta es alto. Pero lo que parece claro es que tenemos que cambiar de
camino y apartarnos de las aparentemente fuertes y fundadas certezas que
teníamos; tenemos que aprender a tomar decisiones propias, en lugar de aceptar
y hacer lo que nos han ordenado las autoridades religiosas, o lo que todos
hagan. Y eso es muy difícil.
4.
DESPIDIÉNDONOS DEL VIEJO CREDO
¿Cuáles son
los cambios más necesarios? Para empezar, el credo tiene que ser reformulado de
nuevo. Porque al abandonar la imagen teísta de Dios que la tradición cristiana ha
heredado de la milenaria historia de la raza humana, la fe moderna ya no puede
confesar un credo en el que Jesús es el único Hijo de Dios, nacido antes de
todos los siglos del Padre (porque, ¿cómo podrían saber eso los seres
humanos?), que descendió del cielo (porque ya no hay dos pisos, el nuestro y el
de Dios, y por lo tanto no se puede pasar de uno a otro), y que se ha levantado
de la tumba y ascendió al cielo (porque eso contradice todas las leyes
naturales) y regresará a juzgar a todos. Para decirlo brevemente: la confesión
de que Jesús es «Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero», que desde el
Concilio de Nicea ha sido el pilar central de la fe cristiana, ya no se
sostiene.
Hay más
motivos que nos fuerzan a dejar el credo formulado en Nicea. En la modernidad
cada declaración tiene que demostrar que se sostiene sobre bases controlables, no
sólo sobre creencias. Pero, ¿cómo se podría probar que un ser humano es al
mismo tiempo el Dios trascendente? ¿Y cómo podría la psicología de un ser
humano, que necesariamente es limitado y está marcado por una cultura específica,
y que por lo tanto puede estar equivocado, cómo podría ser, al mismo tiempo, el
todopoderoso y omnisciente Theos? Además, no debemos olvidar que,
durante la primera mitad del primer siglo después de su muerte, Jesús no se consideraba
ni se veneraba como Dios. El dogma de Nicea, Jesús Dios verdadero de Dios
verdadero, es un desarrollo posterior, resultado de causas históricas, y es, en
cierto sentido, una desviación de la fe original.
Pero, ¿por
qué deberíamos de cambiar ese dogma de Nicea para que Jesús pueda quedar como
el centro de nuestra existencia y la fuente de nuestra salvación? Por la
convicción, basada en sus hechos y palabras, de que en él el Amor Absoluto se
ha revelado a sí mismo en una forma sumamente expresiva. Ése es sin lugar a
dudas, el corazón de nuestra fe cristiana. No deberíamos esperar otro salvador;
para nosotros él es nuestro Alfa y Omega. Sólo tenemos que seguirle. Pero el
dogma niceno es sólo uno de los artículos de fe del credo que claramente
suponen una imagen teísta de Dios. Hay otros. Primero, el del nacimiento
virginal de ese salvador de la humanidad. De hecho, los dos relatos, el de la
concepción y el del nacimiento de Jesús, en el evangelio de Mateo y en el de
Lucas, niegan el rol paterno explícito que para una concepción es
biológicamente necesario. Según ello, la madre de Jesús habría permanecido
virgen. Su nacimiento habría sido un caso de partenogénesis. Pero en la familia
de los mamíferos, a la cual pertenecemos los seres humanos, la partenogénesis
es impensable. Además, la falta de fecundación con semen masculino hubiera dado
como consecuencia la imposibilidad de un zigoto con cromosomas XY, que es
constitutivo del sexo masculino. El feto en el seno de María tendría un par de
cromosomas XX, así que Jesús hubiera sido mujer. Esa conclusión, a la que nos
lleva la ciencia moderna, parece blasfema y herética. Pero si rechazamos esa
conclusión totalmente científica y confiable, ya no podemos armonizar la fe con
la modernidad, lo cual sería catastrófico para ambas partes.
En el caso
del nacimiento virginal, encontramos sólo una explicación pre-moderna y
pre-científica de una experiencia real. Los seguidores de Jesús habían
experimentado que no era como nosotros, egocéntricos, fallidos,
decepcionantes…; que, en aquel caso, había nacido un nuevo y maravilloso tipo
de ser humano, una nueva creación, que era pura expresión de Dios. Si un hijo
suele llevar las características del padre, en Jesús aparecían mucho menos los rasgos
del hombre que lo había procreado, que de Dios mismo. Por lo tanto, al ver al
Jesús adulto al que anunciaron, ambos evangelistas adjudicaron esa concepción
en una especie de mirada retrospectiva, no a un hombre de carne y hueso, sino a
la actividad creadora del Espíritu de Dios, queriendo expresar así que toda la
vida de Jesús, desde el principio, estuvo conectada y conducida por el Espíritu
de Dios. En la tradición bíblica, el Espíritu o Aliento de Dios es
una fuerza creativa que llena de vida el universo y lo renueva y lo empuja
hacia su perfección. La plenitud de la vida que los seguidores de Jesús
experimentaron en él, es la realidad que subyace bajo la mitología de la
concepción sin semen humano. Entendido de esta manera, ese artículo del credo
puede ser aceptado por una persona moderna, sea creyente o no creyente.
5. LA
IMPOSIBILIDAD DE LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO
Pero este
Jesús adulto, ¡está muerto hace nada menos que 2.000 años…! ¿Cómo puede ser la
fuente de nuestra salvación hoy en día? Porque suponemos que nos puede alcanzar
y lo podemos alcanzar. La respuesta tradicional a esa objeción, está basada en
la imagen totalmente teísta de un Dios para el cual nada es imposible. Esa
respuesta es la resurrección de Jesús: al tercer día después de su muerte, se
levantó de la tumba. Pero todo el que ha ido a la escuela, sabe hoy día que el
cerebro humano, después de estar privado de oxígeno por un cuarto de hora, se
empieza a dañar y ya no puede organizar ni manejar las funciones del cuerpo
humano. Y después de 24 horas se ha reducido irremediablemente a una masa
inutilizable de células en descomposición. Por lo que hoy día es impensable que
esa persona muerta pueda regresar a la vida: ya no tiene el cerebro que es
indispensable.
Igual que
admitir el nacimiento virginal de Jesús, admitir la resurrección del cuerpo es
una negación de la verdad científica, y esa negación hace que la integración de
la fe a la modernidad sea imposible. ¿Cómo puede resolver el problema la fe
moderna en el Amor Absoluto que se expresa en todo lo que existe (o sea, esa fe
que ha dejado la imagen teísta de Dios y su mitología)? Por un lado, la
modernidad, a la que pertenece, no puede admitir el milagro de la resurrección
de una persona muerta, y, por otro lado, este artículo de fe, junto con el de la
divinidad de Jesús, son el corazón de la fe cristiana. Pablo enfatizó esto en 1
Corintios 15, declarando varias veces en pocos versículos que sin la
resurrección de Jesús la fe cristiana, por mucho que nos pese, colapsa
absolutamente.
La fe moderna
soluciona este antagonismo en igual forma que el problema de la naturaleza
divina de Jesús, a saber, buscando la experiencia que se esconde detrás de esta
fórmula. Esta fórmula muestra claramente la influencia de la época en la que
fue elaborada, y por tanto, no es una fórmula inmutable, al margen del tiempo,
sino que puede ser reemplazada si es necesario –y ahora lo es– cuando los tiempos
cambian profundamente. ¿Qué experiencias subyacen a la base de la imagen de la
resurrección? Subyace la experiencia del pueblo judío de ser objeto del eterno
cuidado del Poder trascendente, que ellos llamaban Yahvé, y su promesa de dar
vida a sus fieles. Incluso hablaban de la Alianza entre Yahvé y ellos. Los
profetas, inspiradamente, se atrevían incluso a hablar de una historia de amor,
de un matrimonio. Estas imágenes expresaban su certeza –basada en la
experiencia– de que Yahvé premiaba a sus fieles con la felicidad. Pero la cruel
persecución de su fe judía en el siglo II a.e.c. por Antíoco Epifanio les
mostró que la fidelidad a Yahvé, en lugar de traer vida, les podía traer tortura
y muerte. Su fe inquebrantable en Yahvé les dio la confianza de que les daría
otra forma de vida a las víctimas.
Pero como en
la cultura judía no existía el concepto del ser humano como un alma inmortal en
un cuerpo mortal, sino como una unidad, la persona completa tenía que tener una
nueva oportunidad. La nueva vida de la víctima tendría que ser corporal y
terrenal, y como los judíos no cremaban a sus muertos, sino que los enterraban
en la tierra, como si quedaran ahí dormidos, surgió la idea de que Yahvé un día
los despertaría y ellos se levantarían. Y así nació la idea de la resurrección.
Pero esta
idea supone que aceptamos como válidas y eternas una serie de convicciones y
costumbres históricas, como el concepto judío del ser humano, que difiere del concepto
dualista del helenismo (que también es creación histórica), y la manera judía
de enterrar, y sobre todo, toda su imagen pre-moderna teísta de Dios. Porque
sin Dios – para el cual nada es imposible–, el regreso a la vida de un muerto y
del cuerpo en descomposición, es impensable. Si no nos despedimos de esa imagen
de Dios, nunca seremos capaces de reemplazar el concepto de resurrección por
uno más accesible a la modernidad.
6. UN
PLANTEAMIENTO MODERNO DE LA LLAMADA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Un
acercamiento a una imagen de Dios no teísta, que hace posible hablar de una
forma moderna del evento que la tradición bíblica ha llamado resurrección, ya
lo hemos hecho más arriba.
Resumiendo
mucho: Dios es el Amor Absoluto, cuya auto-expresión es el cosmos. Esta
auto-expresión culmina en el amor gratuito que emerge en la especie humana y
sobre todo en Jesús. Porque al amar hasta el límite y abandonar todo por el
amor, hasta la propia vida, Jesús se convirtió totalmente en uno con el Amor
Eterno, y participa totalmente de su poder creativo. Y, por lo tanto, así como
podemos decir que Dios vive sin medida y es la Fuente de toda vida,
también podemos decir que Jesús vive, no ya biológicamente, sino
existencialmente. Que lo podemos alcanzar, que nos puede alcanzar, y que nos
permite participar de su plenitud.
Ésa es la
forma moderna de contestar a la pregunta del principio, de cómo una persona que
está muerta desde hace 2.000 años todavía puede afectarnos hoy en día y nos
puede inspirar y mover y puede ser nuestro salvador. Por tanto, hemos de tener
cuidado al reemplazar la fórmula teísta de la «resurrección», por ejemplo, por
aquella de logro o conquista, o por la de una transición final al Amor
Absoluto, o la de llegar a ser uno con Dios, incluso por la idea de la ‘vida
eterna’, eterna en términos de tiempo infinito, como vida sin muerte...; vida
eterna, en este caso, significa: vida alcanzada, vida cumplida, que comparte la
esencia inimaginable del Amor Absoluto.
Pero 2.000
años de tradición, y 1.500 años de repetición en nuestras iglesias de la
expresión «resurrección» tomada literalmente, han causado la ilusión de que
ésta es la descripción exacta de lo que le pasó a Jesús en (o después de) su
muerte. Para muchos cristianos, aunque digamos en otras palabras el viejo
término de «resurrección», será muy difícil aceptar esta nueva forma de hablar.
Seguramente es mucho más abstracto que eso de la resurrección corporal de Jesús,
con su emotiva historia de las apariciones. Entonces, ¿qué podemos contestar
cuando nos preguntan, y qué ganamos al hablar en los nuevos términos?
Respondemos que esta nueva forma de expresarnos hace que nuestro mensaje cristiano
ya no resulte inaccesible para todos nuestros hermanos y hermanas
contemporáneos que están, aunque sea sólo un poco, familiarizados con la
ciencia.
Pero si la
resurrección es sólo una palabra mitológica para expresar los efectos
revitalizadores del amor, Jesús no puede ser el único que haya resurgido… De
todo ser humano podemos decir que, según el grado de su amor, vence la muerte,
resurge de ella. En esta afirmación nos encontramos con san Pablo, en su carta
a los Romanos 9,28: «Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra
sobre la tierra». Cuanto más nos dejamos influenciar por él, más participamos
desde ahora de la plenitud de la vida que, en términos mitológicos e incluso
ambiguos, llamábamos resurrección.
Así, parece
más clara la conexión íntima que Pablo en 1 Cor 15 enfatiza tan fuertemente
entre la resurrección de Jesús y la de los fieles. Si Jesús no ha resucitado
–repite varias veces en esos pocos versos–, entonces tampoco nosotros, y si no
resucitamos, tampoco él. Por lo tanto, puede llamar al Jesús resucitado el
primogénito entre muchos hermanos y hermanas. Él es el primogénito, porque su
amor supera, con mucho, el amor de todos nosotros, pero todos tomamos parte de
su unidad con el Amor Primero, según el grado de nuestro amor. Cuando él ama y
vive de forma trascendente, nosotros también lo hacemos, a medida de nuestra
humana insuficiencia.
7. … Y DE LA
RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
Esto se
aplica, en primer lugar, a todos los que llamamos «santos». Venerarlos
significa sin duda reconocer que están vivos y son inspiradores y, por lo
tanto, resucitados, sin la más mínima idea de una tumba vacía. Su
«resurrección» es el fruto de su unidad con el Jesús vivo, de haber tenido
parte en su actitud y en su mente. Siempre hemos sabido que viven más allá de
su muerte, que siguen viviendo, superando su muerte. Porque nunca hemos
venerado su alma; incluso, cuando peregrinamos a sus tumbas, donde sus cuerpos están
enterrados, los veneramos a ellos mismos. Y cuando un santo se aparece (de
María se dice que ha aparecido varias veces y en varios lugares) aquellos que
lo/la han visto, nunca han dudado de haber visto al santo y no a su alma.
Pero lo que
aplica para los santos, aplica también para todos los que se han dejado guiar
por el amor. Porque el Amor Primordial que es Dios nos impulsa a amar a
nuestros semejantes. Los santos se distinguieron de los cristianos comunes, más
por eso que por sus largas oraciones o sus penitencias o sus experiencias
místicas: porque respondieron en alto grado al impulso de Dios que los orientó
hacia sus semejantes. Pero como todo el mundo se deja mover, aunque sea un
poco, a amar a sus semejantes, en algún grado, todos «nos levantamos de la
muerte», o sea, sobrevivimos a la muerte.
Pero para ser
movido por el amor no es necesario ni siquiera conocer a Jesús y su mensaje;
aunque conocerlo, sentirse atraído por él y seguirlo, es una valiosa ayuda para
crecer en el amor. Sin duda, también fuera del contexto cristiano conocemos
hombres y mujeres que son una maravilla de amor desinteresado. Como de muchos
santos cristianos, también de las personas que viven de esa manera podemos
decir que, con su muerte, experimentan la resurrección. En el caso de sabios
como Sócrates, Buda, Konfu-tse, Lao-Tse… su influencia curativa y renovadora a
través de la historia humana está a la vista de todos. De la gente muerta no
brota la vida, la inspiración, la renovación, como brota de ellos. Pero como
han vivido fuera de las tradiciones cristianas y sus representaciones, no hablamos
fácilmente de resurrección… Estamos equivocados.
No deberíamos
limitar la resurrección (no entendida de forma mitológica, sino como ese
volverse uno con el Amor Primordial y Eterno) a la parte cristiana de la
humanidad, porque comparados con la totalidad de la humanidad, en tiempo y
espacio, los cristianos son sólo una insignificante minoría. Sin duda, limitar
la «resurrección» a esa minoría representaría a Dios como un gobernante que
discrimina, y contradeciría nuestra propia confesión de fe, que confiesa y proclama
que Él es un amor infinito.
Esta mirada
también ilumina el último artículo de fe del credo: la resurrección de los
muertos y la vida eterna. Para la gente moderna esta idea es asombrosa y casi
ridícula. Los miles de millones de personas que se han descompuesto en sus
moléculas y átomos, de repente, tendrían que ser recompuestas y levantarse,
bien vivas, en carne y hueso, piel y cabello. Así lo ha pensado siempre Iglesia
tradicional. Los famosos frescos de Luca Signorelli en la catedral de Orvieto son
una ilustración muy colorida de esta creencia imposible. Dónde, y cómo, esos
miles de millones de personas se pueden juntar para ser juzgados, es otro
problema insoluble. Aquí vemos cómo llegamos a un callejón sin salida si
tomamos literalmente las descripciones de la Biblia que han inspirado el credo.
Pero todas estas ideas desconcertantes proceden de la creencia en un Theos, para
el cual nada es imposible. Por sus frutos uno puede juzgar la calidad del
árbol.
Pero si
entendemos la resurrección de forma moderna como un vivir a través de la muerte
en la medida de nuestro amor, que es la misma medida de nuestra participación en
el Amor Absoluto, desaparece ese callejón sin salida y la consiguiente
irritación y enojo. Porque entonces todos vivimos a través de la muerte, más o
menos, según el desarrollo del divino germen de amor en profundidad. Y la resurrección
de la muerte es lo mismo que la vida eterna, las palabras finales del artículo
del credo.
Si entendemos
la resurrección en esta forma moderna, otras dos creencias mitológicas del
credo aparecen en una luz nueva, y para el creyente moderno cobran sentido. El cielo,
usado en la Biblia como una palabra reverencial para sustituir la palabra
«Dios» y evitar usar el nombre sagrado, la ascensión de Jesús al cielo (que
desde el primer Sputnik es ridícula) viene a significar algo idéntico a quedar
inmerso en el Amor Absoluto. Por otro lado, su venida para juzgar, el Juicio
Final, que desde la Edad Media ha sido una fuente de terror y pánico (como se
testimonia en el Dies Irae), se puede entender fácilmente como su
aparición en el mundo a través de la comunidad que guía su vida inspirada por
Él. Esta forma de vida hace claramente visible lo que es bueno y lo que es
malo, y se pronuncia en este sentido continuamente no como una condena o un
veredicto, sino como un juicio luminoso.
8.
CONSECUENCIAS EN LA DOCTRINA DE LA IGLESIA
Hasta aquí el
credo. Pero toda la doctrina de la Iglesia se basa en el pensamiento teísta.
Por eso, toda ella debería de ser re-examinada, y su mayor parte parecerá
anticuada y exigirá una reformulación moderna. Debido al tamaño limitado de
este artículo, podemos hacerlo sólo de algunas aseveraciones y convicciones de
esta doctrina. Sólo vamos a tratar unos pocos puntos.
1. El dogma mariano y la confesión de
la Trinidad
Para empezar,
las afirmaciones y las tradiciones que fluyen directamente del dogma niceno de
que Jesús es «Dios verdadero de Dios verdadero», dejan de tener sentido. En
consecuencia, tenemos que dejar de llamar a María «la Madre de Dios». Ella es,
sencillamente, la madre de Jesús de Nazaret. Pero con el abandono de este
primer dogma mariano se colapsa también el de la concepción sin pecado original
promulgado en 1854, y el de su resurrección corporal y su asunción al cielo,
promulgado en 1950. Estos dogmas no se pueden reemplazar por una formulación
moderna. Su contenido es demasiado pre-moderno.
También, la
doctrina de la Trinidad, como se entiende comúnmente –lo que significa:
comúnmente malentendida y malinterpretada como la confesión de tres Dioses
iguales–, ya no se puede sostener. Para dejarlo claro: en una visión moderna
del mundo, permanece inalterada la confesión de Dios como Creador del cielo y
de la tierra, entendido como el Amor Absoluto, que en el curso de la evolución
cósmica se expresa y se revela progresivamente, primero en la materia, luego en
la vida, luego en la consciencia, y luego en la inteligencia humana, y
finalmente, como el amor total y desinteresado de Jesús y en aquellos en los
que vive Jesús. Además, la confesión de Jesús como su más perfecta auto-expresión.
Y finalmente, la comprensión del Espíritu como una actividad vivificante de ese
Amor Absoluto.
2. La Biblia como un libro con
«palabras de Dios»
Hay mucho más
que debemos de cambiar, si nos queremos despegar del teísmo y, por tanto, de su
forma organizada: la religión. Primero nuestra actitud hacia la Biblia. Porque
todas las afirmaciones del credo se basan en la Biblia. Pero la fe en los
libros sagrados, que supuestamente vienen de Dios el Altísimo, y por tanto se consideran
infalibles y obligantes, es un rasgo típico de muchas religiones. La Iglesia
también considera que la Biblia es un libro de revelaciones sobrenaturales, y la
llama «Palabra de Dios». Como creyentes, los cristianos que pertenecemos a la
modernidad necesitamos un nuevo acercamiento a ese «libro sagrado». Porque ya
no podemos llamar a la Biblia «Palabra de Dios».
¿Por qué no? Porque
las palabras son el resultado del hablar humano, y ya no podemos decir que la
Realidad Última habla. Un Dios que habla es un ser totalmente antropomórfico. Sin
duda, para ser capaz de hablar uno necesita una fisiología con pulmones,
cuerdas vocales, lengua, boca, etc. Además, supone un sistema de lenguaje
humano, y cualquier sistema semejante, depende de convenciones humanas.
Atribuirle todo eso a Dios, es sacarlo de su absoluta trascendencia. ¿Por qué
la Iglesia primitiva pensó en ello? Porque estaba constituida por judíos, y
ellos consideran a la Biblia como una colección de palabras que Yahvé les
comunicó o incluso les dictó a Moisés y a los profetas. Debido a que
pertenecemos a la modernidad, nosotros ya no podemos pensar como ellos lo
hacían. Por otra parte, la conducta de los musulmanes y los judíos ortodoxos, que
todavía consideran así a sus libros sagrados y los citan a veces para
justificar actos inhumanos, muestra muy claramente los problemas que puede
causar esa creencia.
Como fieles
modernos, nosotros ya no podemos decir que Dios habla; sólo podemos decir que
el Amor Absoluto se expresa, porque ésa es la forma moderna de entender la
creación: como auto-expresión del ser del cosmos en evolución, que culmina en
el ser humano, y finalmente en Jesús. Por lo tanto, la Biblia, para nosotros,
no es un libro de palabras escuchadas a un Theos que habla desde las
alturas, y ya no sirve para ser base absolutamente segura de una afirmación doctrinal,
o respaldo de nuestras ideas personales, y no tiene ningún sentido sopesarlas y
discutirlas palabra por palabra.
Entonces,
¿qué es la Biblia para los fieles modernos? Un libro de palabras humanas, pero
en el cual autores dotados con una capacidad mística han tratado de expresar
sus intensas experiencias del Asombroso trascendente. Porque eso Asombroso
continuamente se expresa en el cosmos y especialmente en aquellas mentes
humanas que son especialmente receptivas. Pero la mente humana siempre trabaja
con las limitaciones personales y culturales, y éstas se adhieren a sus
palabras y son una fuente de deficiencias y también de errores. Por esta mezcla
de inspiración divina y de deficiencias humanas, y a causa de la profunda
brecha cultural entre los autores de los textos y los lectores modernos, y
porque frecuentemente surgen malinterpretaciones en esa brecha, tenemos que
leer la Biblia con una mente crítica. Uno la puede comparar con una mina de
oro, porque lo es: toneladas de piedras inútiles y de arena, donde a veces
encontramos onzas de oro. Eso mismo ocurre con la Biblia. Gracias a este oro, y
a pesar de las toneladas de arena, para nosotros, sigue siendo sagrada. Al
mismo tiempo ella es la referencia para entender lo que todavía está dentro de
nuestra visión cristiana y lo que ya está fuera de ella (esto se aplica en
primer lugar al Nuevo Testamento).
3. Los diez mandamientos
La tercera
consecuencia de abandonar el teísmo y la religión es la despedida de los Diez Mandamientos.
Si Theos, ese legislador celestial y juez castigador (o premiador)
desaparece, entonces también desaparecen con él sus mandamientos, los diez
bíblicos (los judíos tienen 318) que en realidad engloban la experiencia ética
del pueblo judío, y aquellos formulados por la Iglesia que se refieren a ese Theos.
Esta ley ética necesita ser reemplazada totalmente. Hasta Nietzsche, en su
parábola del tonto que profetizaba el colapso total de la cultura occidental
como consecuencia de la «muerte de Dios», vio esa urgente necesidad.
¿Qué tomará
el lugar de esa ley ética? La ética del amor. Porque la Realidad Última nos
empuja al amor, y este empuje es el verdadero imperativo absoluto. En esta
ética el bien ya no es lo que manda alguna ley, sino lo que nace del amor y en
la medida en que nace del amor. Esta nueva ética coincide en gran parte con la
vieja, porque aquellos preceptos también procedieron del impulso de la
evolución cósmica, que en sí misma es pura auto-expresión progresiva del Amor
Absoluto. Este impulso evolutivo siempre activo explica el progreso ético hacia
la humanización. Son muestras de ese progreso, por ejemplo, la prohibición de
la esclavitud, de la tortura, de la opresión, la proclamación de los derechos
humanos absolutos de la persona, la democracia, la igualdad de los sexos, la
tolerancia, y todas las formas de progreso ético, aceptadas –aunque
renuentemente– por los líderes de la Iglesia de Roma.
Pero la nueva
ética diferirá claramente de la ética tradicional de la Iglesia en la
sexualidad. Ésta ha sido formulada e impuesta por célibes, que consideran un
tabú cualquier actividad sexual fuera del matrimonio sacramental, y muchas
formas de ella dentro del matrimonio. En la nueva ética la norma a observar ya
no es la ley, trabajo de los seres humanos que adscriben sus decisiones arbitrariamente
al supuesto deseo de Theos. Ahora es el amor desinteresado. Esto, por
supuesto, tiene consecuencias importantes para la homosexualidad, las
relaciones prematrimoniales y para el volverse a casar.
4. El poder eclesiástico, estructura
o jerarquía.
Una cuarta consecuencia
de abandonar el teísmo y por lo tanto la religión, es, necesariamente, la
despedida de la jerarquía eclesiástica. Sin duda, la nueva imagen de Dios significa
el fin de toda institución que justifique sus ideas como un mandato de Theos,
un Dios en las alturas. En la modernidad, la autoridad ya no baja de un poder
invisible, porque ya no existe tal poder. De todas formas, ¿cómo puede alguien
probar que el mandato que dice venir del Theos no es falso? En la visión
de la fe moderna, la autoridad surge ahora de la profundidad de la realidad
humana, en la cual el Amor Original se expresa y se revela a sí mismo. Eso
significa que ningún Papa u obispo puede reclamar, más que cualquier fiel, el
derecho a enseñar y a gobernar, el llamado Magisterio eclesiástico.
Porque, ¿de dónde obtendrían ellos el magisterio? Los textos del Nuevo
Testamento que citan para sostener su postura no ayudan, porque esos textos ya
no son la infalible «palabra de Dios», sino que expresan sólo sinceros puntos
de vista de creyentes premodernos, para los que todo venía de lo alto.
Pero, ¿no
será que la despedida de la jerarquía y de su Magisterio, nos llevará
necesariamente a la arbitrariedad y al caos? Por ningún motivo. Porque cada
comunidad humana –seguramente también aquella que nació de la radiación del
Jesús resucitado–, produce espontáneamente las estructuras que necesita, y
también la indispensable estructura de autoridad. Quienes ejercen el poder en
la comunidad, reciben ese mandato de la comunidad, en la cual el Espíritu
creativo trabaja, y ya no de un Dios imaginario en las alturas, que, a través
de su Hijo, de los papas y de la curia, haría que parte de su poder descienda
sobre los jerarcas. Y éstos reservaban ese poder sólo para sus semejantes masculinos,
la mitad de la humanidad. En esta nueva visión no hay razón para la
desigualdad. Por eso, ya no es significativo si la persona que es investida de
autoridad por la comunidad es hombre o mujer. Y apelar a la Biblia (que por
cierto no se pronuncia sobre ese tema) para oponerse a esta igualdad, es
inútil, porque la Biblia no es un libro de oráculos divinos, sino que depende
de la cultura en la que vivieron los autores, y en esa cultura la mujer no
tenía casi ningún papel.
5. El final del sacerdocio
Con la
jerarquía pre-moderna, desaparece también el sacerdocio. Los sacerdotes
pertenecen al mundo de las religiones, donde se les ha visto siempre y se les
ha venerado como mediadores indispensables entre los dioses, o Dios, y la
humanidad. Pero para los fieles modernos, ya no hay necesidad de estos
mediadores, porque Dios es el Amor Absoluto que se expresa en todas las cosas,
sobre todo, en nosotros los seres humanos. Y si hubiera esa necesidad, tenemos
a Jesús, y no necesitamos más mediadores. Los sacerdotes ejercen su función
como mediadores principalmente haciendo sacrificios y las ofrendas que los
creyentes les llevan. Pero los sacrificios hacen de Dios, inconscientemente,
una caricatura, como veremos en el epígrafe 6, donde elaboro un poco más la crítica
al sacrificio cultual. De todas formas, la comunidad que surgió en torno a
Jesús, durante los primeros dos siglos no tuvo ni sacrificios ni sacerdotes.
Ambos no aparecieron hasta el tercer siglo, cuando la Iglesia trató de
legitimar su existencia presentándose como una religión. Mientras el judaísmo
fue aceptado como una religión en el Imperio Romano, el cristianismo fue considerado
como una asociación ilegal, o un club, o una especie de círculo filosófico,
porque no tenía ni sacrificios ni sacerdotes.
Cuando Dios
ya no es Theos en las alturas, sin duda ya no hay la necesidad de
sacerdotes. Más aún, la nueva imagen de Dios aleja la idea –de la que está
lleno el cristianismo del pasado– de que ese Dios en las alturas debería, por
medio de sus representantes humanos, los papas y obispos, seleccionar y nombrar
hombres (nunca mujeres) y capacitarlos con un poder mágico, que ningún ser
humano posee, para cambiar con una fórmula mágica el pan en cuerpo humano y el
vino en sangre humana.
Por lo tanto,
en una imagen de Dios accesible para la modernidad, no tienen cabida las
llamadas consagraciones u ordenaciones de sacerdotes, que elevarían a los
hombres (nunca a las mujeres) a un nivel que para los otros seres humanos es
inaccesible. Así que, en lugar de sacerdotes, los fieles modernos sólo hablan
de líderes comunitarios –hombres o mujeres indistintamente–, una especie de
jueces capaces de animar la fe en Jesús y –a través de él– en Dios, y por lo
tanto, escogidos y elegidos por la comunidad.
6. El fin, no de los rituales
religiosos, sino de los sacramentos.
Esta
afirmación provocará algunos gritos de protesta. Pero es la consecuencia
inevitable de la nueva imagen de Dios y la despedida de la religión. Los
sacramentos sin duda, son rituales en los que se creía que Dios en las alturas
interviene curando y bendiciendo. De esta curación y bendición, es cierto, no
vemos ni sentimos nada, pero tenemos que creer que sucede, y sucede sólo si se
sigue unas prescripciones. Pero si no existe dicho Dios en las alturas, por
supuesto nada va a pasar. Ésta es una mala noticia para nuestra Iglesia
católica romana, que otorga a los sacramentos el lugar central de la vida
cristiana y sostiene que nuestra salvación eterna depende de ellos.
Por supuesto,
los seres humanos necesitan rituales (los chimpancés y los bonobos también),
porque necesitan encontrar la profundidad sagrada de la realidad cotidiana. Y
los rituales lo logran sólo porque no sirven como medio para obtener algún
propósito práctico, ya que no es su utiludad; la categoría de ‘utilidad’
corresponde sólo a la superficie de la vida. Así, todas las culturas han
desarrollado espontáneamente sus propios rituales, religiosos y de otros tipos.
La Iglesia también ha desarrollado rituales. Los llama ‘sacramentalia’
(sacramentales). Siete de éstos se llaman sacramentos.
Estos
sacramentos empezaron como rituales de la Iglesia con un rico contenido
simbólico. Por ejemplo, el bautismo, originalmente era un baño que evocaba el renacimiento,
la renovación. Pero gradualmente han perdido su expresividad simbólica. La
culpa es del error de la teología pre-moderna que decía que la única cosa importante
en el sacramento es la intervención de Dios de las alturas con su gracia
salvífica, y no lo que nosotros, seres humanos sin importancia, hacemos. Así
los ritos sacramentales se han reducido, poco a poco, a un mínimo absoluto que
era requerido para que Theos pudiera entrar en acción. El baño bautismal
se volvió un poco de agua sobre la cabeza del bebé, el pan se volvió una hostia
delgada casi como el papel, que difícilmente se puede llamar pan. Así, los
sacramentos se volvieron sólo una señal dirigida al cielo para que abriera sus puertas
santas.
Entonces,
¿qué podrá remplazar con ventaja esas señales, que parecen desprovistas de
sentido, como unos simples disparadores de la intervención sanadora de Dios en
las alturas? Nuevos rituales pueden enriquecer, iluminar, curar, no por una
divina intervención desde afuera, sino fomentando con su propia fuerza
simbólica nuestra humanización. La nueva imagen de Dios necesita entonces de la
creación de nuevos ritos, o una renovación de los existentes, para crear así
una nueva liturgia, lo que trataremos en el punto 8.
7. El fin del sacrificio de la Misa
Esa nueva
imagen de Dios también significa la despedida del llamado ‘sacrificio de la
Misa’ y de todo lo que en la liturgia de la Misa recuerda la idea del
‘sacrificio’. Y eso es mucho. Seguramente, Roma prohíbe explícitamente la
negación del carácter sacrificial de la Misa y la alteración de cualquier palabra
escrita en el misal. No importa, tenemos que buscar incondicionalmente otro
concepto y otros textos. Además, el concepto del sacrificio cultual supone un
Dios antropomórfico, cuyos favores, como las autoridades humanas, uno se tiene
que ganar con la ayuda de regalos. En la vida social y en la política estos intentos
son rechazados y aun condenados, como soborno y corrupción. Los sacrificios son
el equivalente religioso de los sobornos.
Pero si
dejamos de sobornar al Dios en las alturas y decimos adiós a la interpretación
tradicional de la Eucaristía como sacrificio, ¿con qué otra y mejor explicación
la podemos sustituir? ¿En qué se convierte la Misa a la luz de la nueva imagen
de Dios? Se vuelve una memoria ritual, inspiradora, del gesto simbólico con el cual
Jesús, como símbolo de despedida, con la ayuda del pan y del vino, dejó claro
su deseo de alimentar a sus discípulos con lo mejor de sí mismo. Esta memoria
ritual debería de ser un llamado para hacer en la vida diaria, lo que Jesús
hizo en la Última Cena, esto es, estar ahí para sus compañeros, volverse como
pan y vino para ellos.
Toda la
doctrina mágica de la ‘transubstanciación’ que se desarrolló en la Edad Media
también tiene que ser descartada, porque sólo se sostiene si uno cree que
existe un Dios en las alturas, que en el momento en que el sacerdote pronuncia
unas palabras mágicas, interviene milagrosamente para cambiar la naturaleza de
las cosas. Si algo realmente cambia, no es el pan, porque sigue siendo pan,
sino el significado que le damos al pan. Antes, sólo era comida que estaba en
la panadería y podía ser comprada; ahora los fieles lo convierten en un símbolo
de la presencia de Jesús en la comunidad, que a través de ese símbolo llama a
todos sus miembros a ser y a hacer lo que él es y hace. Él está presente ahí de
dos formas: está realmente presente en el corazón de la comunidad de los
fieles, porque la fe en él –y a través de él en Dios–, significa una unidad
real con él; y está simbólicamente presente en el pan y en el vino. Pero una
presencia simbólica también es un tipo de presencia real. Porque lo que no es
real, tampoco existe.
8. El fin de la liturgia como un
conjunto de reglas de protocolo
Como se ha
dicho, la nueva imagen de Dios, exige una nueva liturgia –y no sólo de la
Eucaristía–. La liturgia actual es una especie de protocolo, que inconscientemente
copia el protocolo que en las épocas pasadas (también, en cierta medida,
todavía hoy en día) se debe observar, si uno se acerca a un rey o a un papa.
Como si Dios fuera un rey sentado en un trono en el cielo y hubiera diseñado
esas reglas litúrgicas. Ese protocolo prescribe meticulosamente lo que el
sacerdote que celebra tiene que presentar para que aparezca delante de Dios,
cuáles textos tiene que leer en voz alta, cuáles oraciones tiene que decir, qué
gestos tiene que hacer, cómo doblar las manos o levantarlas hacia el cielo, o
cómo arrodillarse o inclinarse para mojar los dedos, cómo balancear el
incensario, etc. Y cuándo se tiene que hacer exactamente cada cosa.
En la
creencia pre-moderna este protocolo es considerado como la expresión de la
Voluntad Divina, y uno se siente agobiado de culpa si no lo observa
meticulosamente. Pero a la luz de la nueva imagen de Dios como el Absoluto Amor
que todo lo penetra, pierde su sentido. ¿Con qué lo tendríamos que sustituir?
Con reuniones de oración de los fieles en las cuales ellos (o el presidente de
la reunión) traten de expresar lo mejor posible, su unión con Jesús y a través
de él con Dios. Y lo deberían de hacer con las palabras, imágenes y gestos de
su propia época, y no ya con aquellos de la Edad Media, como es el caso de la
liturgia pre-moderna. Y en la casa de personas mayores deberían de hacerlo con otras
palabras y formas que en el caso de un grupo de jóvenes. Y en el África negra,
con otras que las que se usan en Roma.
9. El fin de la petición y de la
intercesión.
La nueva
imagen de Dios significa también despedirse de la oración de petición. Porque
el Amor Absoluto de ninguna manera es un gobernante omnipotente y
antropomórfico, alguien que se mueve con súplicas, para intervenir en el curso de
los asuntos del mundo, lo que significaría cambiar por un breve momento las
leyes naturales inflexibles. Y si no puede intervenir, no tiene sentido invocar
su ayuda. Que Jesús nos exhorte a implorar a Dios, sólo prueba que él también
pertenecía a un mundo premoderno, en el cual todos pensaban que Dios podía intervenir
a su antojo, y no sabían que esto significaría el colapso del universo. La
única forma de súplica que tiene sentido, es rezar para que nuestro amor
crezca.
Entonces el
Amor Absoluto es el que nos inspira este deseo, y si respondemos a ese impulso
rezando por una mayor capacidad de amar, haremos que este amor nos inunde. La
despedida de la oración de petición significa también dejar de invocar la
intercesión de los santos. Porque invocarlos significaría tratar de pedirles
que persuadan al gobernante divino, que ya sabemos que no somos quiénes para
poder hacerlo. La invocación de los santos es algo muy humano, pero es una
caricatura del Amor Absoluto, porque Él/Ella/Eso, para nosotros, no es un
gobernante inaccesible al que nos podemos acercar sólo por medio de
intercesores… Es interesantes saber que hasta el final del primer milenio la
oración oficial de la Iglesia no mencionaba la intercesión de los santos.
Entonces,
¿qué reemplazará esa praxis humana de la oración de súplica, con o sin
intercesor, que proviene de tiempos inmemoriales, cuando los seres humanos se
sentían confrontados con poderes invisibles a los que temían y a los que, al
mismo tiempo, les pedían ayuda, cuando todavía no entendían los problemas? Una
espiritualidad del abandono, nacida de la conciencia de que el Amor Absoluto,
nos urge a una mayor humanización, y que no tenemos nada más que hacer que
seguir nuestro impulso. La oración de súplica sólo tiene sentido si nace de
nuestra necesidad esencial, nuestra falta de amor, y no es una búsqueda de
cosas accidentales o transitorias, sino un deseo de que el Amor, que es Dios
mismo, nos pueda llenar más y más. Porque entonces, es el Espíritu mismo quien
le grita a Dios en nosotros, como dice Pablo en Rm 8,26.
10. La decadencia de la llamada
dimensión vertical de la fe
Esa nueva
imagen de Dios significa la caída del énfasis tradicional dado a la piedad y a
la obediencia. Ese énfasis sugiere muy claramente que uno ve a Dios como un
soberano en las alturas, una visión que marca el cristianismo pre-moderno. ¿Con
qué lo deberíamos de reemplazar? Con el énfasis en la dimensión horizontal,
esto es, el cuidado, el servicio y el compromiso generoso por una sociedad más
humana, lo que Jesús llamó Reinado de Dios. Entonces Dios, el Amor
Absoluto no podrá más que empujar el cosmos, que es la expresión de sí mismo,
hacia una mayor evolución, hacia más amor… y esto no hará sino retroalimentar
la plenitud del amor. Él empuja a los seres humanos hacia la meta, pidiéndonos
que dejemos el ego y nos unamos con los demás seres humanos.
Por eso, la
tarea esencial de un cristiano consiste en el compromiso hacia la humanidad y
el cosmos, la llamada diaconía, mucho más que en la liturgia. Jesús mismo
nos hizo saber que la reconciliación con el «hermano» tiene prioridad sobre el
hacer sacrificios, y que no está de acuerdo con los que claman «Señor, Señor»,
sino con aquellos que hacen la voluntad de su Padre. Y la voluntad del Padre es
lo que aquí hemos definido como el Amor Absoluto.
CONCLUSIÓN
¿Qué es lo
que queda del monumento milenario católico, si uno abandona el Theos y
de hecho se convierte en un fiel «no-teísta»? No tengan duda: queda la esencia.
Y esa esencia no es la definición del credo, no es un libro con palabras
infalibles de Dios, no son los diez mandamientos, no es una jerarquía
autocrática, no son los sacramentos y el sacerdocio, o la misa y los rituales
de la liturgia, no es la oración de petición ni la obediencia a las reglas de
la Iglesia. Es la conciencia de que participamos en un cosmos que es la
autoexpresión, continuamente en movimiento evolutivo, del Espíritu creativo,
que es Amor, junto con el deseo de movernos hacia ese Amor, siguiendo a Jesús,
que conocemos como el eternamente vivo, porque es y era totalmente amoroso.
Para alguien
que piense así, por supuesto, es difícil sentirse cómodo, como en casa, en la
vida diaria de una Iglesia pre-moderna, con sus conceptos y usos de formas de
piedad. Pero esa persona no debería dejar la comunidad. Debería considerar que
la forma de fe pre-moderna ha sido un camino para innumerables cristianos y
para una muy grande parte de la humanidad hacia una profunda unión con el Amor
Absoluto. Y continúa siendo un camino para todos nuestros amigos cristianos,
que todavía no ven que los tiempos han cambiado.
Al principio
parece que la fe y la modernidad se excluyen. Pero no sólo no se excluyen, sino
que se complementan y enriquecen el uno a la otra. La fe cristiana enriquece la
modernidad, liberándola de su ceguera frente a una Realidad que nos trasciende
totalmente, a la vez que nos abraza. Sin esa intuición la confesión humanista
del valor absoluto de la persona humana y de los derechos humanos pierden su
fundamento indispensable. Porque sin un Amor Absoluto, creativo, que impulsa al
cosmos y a la humanidad a una mayor evolución, la raza humana es sólo una rama
de la familia de mamíferos un poco más evolucionada y no tiene ningún valor
absoluto. Esa evolución de homo sapiens sería sólo el resultado
accidental de una mutación ciega y de la selección natural durante largos
períodos astronómicos.
Además, la
persona humana con sus derechos inviolables sería sólo el resultado de la
evolución orgánica de un zigoto que, con la visión humanista moderna, no tiene
ningún derecho. ¿De dónde vendría entonces ese valor absoluto? Por otro lado,
la modernidad enriquece nuestra fe y la complementa, liberándola de la imagen
antropomórfica de un Theos en lo alto del cielo, que ha heredado de las
generaciones prehistóricas, y que todavía no se arriesga a abandonar, aunque no
es más que resultado de pura ignorancia. Esa imagen, en realidad, ha sido una
mampara entre nosotros y el Amor Absoluto. En el mejor de los casos es un dedo
que apunta a Él/Ella/Eso. Y tenemos que mirar hacia la Realidad Última, y no a
ese dedo. Además, si el cosmos es una auto-expresión del Misterio que es Dios,
entonces yo también pertenezco a esa auto-expresión y Dios se vuelve
inconcebiblemente cercano a mí, se vuelve más profundo que mi realidad más
profunda. Y así, lo puedo encontrar –y ésa es mi más profunda necesidad siempre
y en todas partes.
Al mismo
tiempo, la modernidad purifica a la fe tradicional, de la intolerancia, del
deseo de poder, del fanatismo, de las supersticiones, las ilusiones y los
miedos que proliferan en todas las religiones. Enriquece la fe con su
insistencia en lo existencial, lo intramundano, lo racional, lo real. La
modernidad y la fe sin duda van juntas, y es bueno que así sea, porque se
necesitan mucho mutuamente.
Del libro: “DESPUÉS
DE LAS RELIGIONES - Una nueva época para la espiritualidad humana”
Coordinadores: Santiago Villamayor y José María Vigil
Editado por Bubok Publishing S.L. - equipo@bubok.com - Madrid - Octubre 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario