Estimadas/os amigas/os y compañeras/os de camino: buenas noches.
Esperando que estén bien y que han pasado una feliz Navidad.
Después de más de un año, voy revisando mi blog... y me quedé algo sorprendido por las visitas que están haciendo ustedes.
Me siento feliz porque esto demuestra que los textos puestos allí les están sirviendo.
Esto me provoca a volver a entrar más textos: se lo prometo.
Voy a comenzar con uno sobre la Encarnación. Texto algo sorprendente, pero muy esperanzador.
Hasta pronto, deseándoles que pasen unos días felices hasta el año nuevo.
Dios los bendiga.
Muy fraternalmente.
Pedro Pierre.
Nota. En un próximo correo les iré dando unas noticias personales... que le dirán que estoy bien.
L A M
E T Á F O R A D E D I O S
E N C A R N A D O
¿ QUÉ SIGNIFICA PARA LAS IGLESIAS
? John HICK
Hemos
puesto en línea, con un cierto carácter de urgencia, el artículo de John
HICK La metáfora de
Dios encarnado. ¿Qué significa para las Iglesias? Un texto excelente para re-plantearse
críticamente el tema de la Encarnación y la Navidad. No es un contenido para
ser divulgado sin prudencia pastoral, pero tampoco es para ocultarlo o no
afrontarlo. En la misma página de la RELaT, Revista Electrónica Latinoamericana de Teología, pueden ver que
tenemos algunos otros artículos de este autor, fallecido ahora hará dos años,
siempre sugestivos y provocativos. Alguno de esos textos es también sobre la
Encarnación. Recuerden su libro de la Colección «Tiempo Axial», La
metáfora del Dios encarnado, muy recomendable, susceptible incluso de
ser tomado como manual de estudio por ejemplo durante un curso de
formación/actualización. Todo lo referido en este párrafo es buena lectura para
la Navidad.
En relación con Jesús, parece más probable
que él se entendiera a sí mismo como el llamado a desempeñar el papel del profeta final ante la inminente
irrupción del reino de Dios en la tierra. Este fue, como él lo debe haber
entendido, un papel humano único y crítico. Al aceptar esta visión
escatológica, la Iglesia primitiva esperó en un estado de expectación ansiosa a
que él volviera otra vez como el agente de Dios en el día final con toda su
gloria y poder. Sin embargo, con el desvanecimiento progresivo de esta
expectativa, la fe de los primeros cristianos en el señor Jesús lo transformó
desde una condición inicial de profeta hasta ser el hijo semidivino de Dios, para encarnar, finalmente, la imagen
plenamente divina del Dios-Hijo, Segunda Persona de una Deidad triple. Los
documentos del Nuevo Testamento, creados durante las primeras fases de esta
transformación, incluyen tanto escenas retrospectivas del Jesús histórico como
anticipaciones del Cristo verdaderamente divino que sería definitivamente
proclamado cuando el Cristianismo se convirtió en la religión del Imperio.
El papel de Jesús como profeta escatológico
dejó de ser relevante cuando su expectativa de un final temprano a la historia
humana común demostró ser errónea. (Este hecho no es siempre afrontado a fondo
por los defensores de la ortodoxia tradicional. ¿Cómo pudo Dios-Hijo haber
estado tan terriblemente equivocado?).
Pero había otro aspecto de la enseñanza de Jesús que continuó siendo relevante.
Brotó de lo que tuvo que haber sido una extraordinaria y poderosa conciencia de
Dios como Padre Celestial y de una nueva forma de vida que se vuelve natural en
su presencia. Esta nueva forma es la
completa confianza en Dios, la preocupación sincera por los semejantes, la no-violencia,
el perdón y el servicio a los demás, que en el caso de Jesús consistió en una
vida dedicada a la curación y la enseñanza. Porque no sólo enseñó esta forma de
vida, sino que la vivió y la encarnó, la memoria de Jesús, guardada en la
Iglesia, sigue viva y poderosa en nuestros días.
En su condición de profeta del reino
inminente de Dios, Jesús no tuvo
intención de fundar una Iglesia que le continuase, ni una nueva religión
separada del judaísmo. No obstante, lo que conocemos como “cristianismo” surgió
a pesar de todo, convirtiéndose el Nuevo Testamento en su documento
fundacional. Este refleja tanto las memorias de recuerdos sobre Jesús como la
progresiva apropiación que la Iglesia hizo de su figura y de su deificación. La
mezcla en el Nuevo Testamento de historia y teología, memoria y proyección, puede así ser utilizada -según el enfoque
histórico o doctrinal que se elija- para criticar o apoyar la creencia
comúnmente desarrollada de Jesús como encarnación de Dios. Que uno vea la
doctrina de la encarnación como ya implícitamente revelada en las palabras y
las acciones de Jesús, o que la vea como parte de la creación gradual de la
Iglesia, depende de la selección que cada uno haga del material procedente del
Nuevo Testamento. El elemento individual más importante para orientar esta
selección es probablemente la actitud de cada uno hacia la propia Iglesia.
¿Tiene la Iglesia y prolongada historia un valor de tal magnitud que deberíamos
pasar por alto las serias dudas históricas relativas a su pretensión de contar
con la confirmación divina? ¿O es la Iglesia una institución tan ambigua y su
pretensión de preeminencia religiosa tan dudosa, que uno no halle razón alguna
para rechazar estas dudas sobre su fundamento y su carácter supernatural?
He percibido una y otra vez en las
discusiones teológicas que éste es el verdadero y determinante tema central. Lo
que está en juego es la creencia tradicional de la superioridad única del cristianismo personificada en la Iglesia y
en la cultura occidental. Aquellos que se hallan profundamente comprometidos
con esta postura tienden a ver dentro de los datos ambiguos del Nuevo Testamento al Jesús cuya divinidad
proporciona a la Iglesia una fundación divina. Por otra parte, aquellos que han
entendido las grandes religiones y culturas del mundo, incluyendo al
cristianismo, como formas diferentes pero -hasta donde podemos afirmar-
igualmente válidas como respuesta a lo Trascendente, son proclives a leer las
evidencias de los orígenes cristianos de forma diferente.
Sin embargo, creo que es justo decir que el
peso de la prueba, o más bien justificación, yace ahora pesadamente sobre la
ortodoxia tradicional. La comprensión anterior del Nuevo Testamento, según la
cual el mismo Jesús reclamaba
claramente un estatus divino, ha sido abandonada por los estudios responsables,
y la creencia en la divinidad de Jesús ha tenido que retroceder a la idea de
una reivindicación implícita. En un
caso como éste, la idea de una “reivindicación implícita” es un fundamento más
frágil de lo que habría sido la autoridad directa del Señor. Una visión amplia
de la situación se caracteriza por el retroceso o la retirada que se apartan de
una certeza basada en un pronunciamiento divino, y llegan a una probabilidad
basada en evidencias históricas que se vuelven objetos de discusión. Más aún,
el creciente número de intentos de enfrentarse a este desafío para explicar
inteligentemente la doctrina de la encarnación -con la consiguiente
comprobación de que sólo persuadía a unos pocos, y con los defensores de cada
posición criticando los defensores de las otras posiciones-, solamente ha
añadido un clima de confusión a aquel retroceso o retirada.
La alternativa a la ortodoxia tradicional no
tiene que ser la renuncia al cristianismo. Otra opción más constructiva es la
de continuar el desarrollo de la autocomprensión
cristiana en la dirección sugerida por la nueva conciencia mundial de
nuestro tiempo. ¿Hasta qué punto es probable que esto nos empobrezca? ¿Llegarán
los cristianos a ver el cristianismo como una manera auténtica entre otras de
concebir, experimentar y responder a lo Transcendente, y llegarán a ver a Jesús
de una manera coherente con esta visión, como a un hombre que estuvo excepcionalmente abierto a la presencia divina,
y que de este modo encarnó en su más alto grado el ideal de vida humana
vivida en respuesta a lo Real?
La respuesta verdadera probablemente sea “sí
y no”. Algunos cristianos se están moviendo en esta dirección y lo van a
continuar haciendo, pero otros muchos no se mueven. En este momento (1993)
todavía hay una tendencia ideológica general hacia la derecha en el seno de la
mayoría de las Iglesias y la posición de la mayor parte de ellas es incluso de
rechazo a cualquier discusión sobre estas materias. Se da una correlación de
esta actitud con el surgimiento de muchas formas y grados variables de
mentalidad nacionalista del tipo “nosotros-contra-ellos”, que conlleva
implícitamente la correspondiente impopularidad de visiones más amplias, sean
estas políticas o religiosas.
Al mismo tiempo, aunque en menor escala, hay
un movimiento continuo hacia una perspectiva
mundial, hacia un respeto para otras culturas y creencias y para con las
minorías en el seno de nuestra propia sociedad, asociado a menudo a un rechazo
del odio y la violencia típicos del nacionalismo contemporáneo, así como una
preocupación responsable por la tierra y por su atmósfera, como una entidad
frágil que es nuestra y de todas las formas de vida que se dan junto a
nosotros. Entre los cristianos que comparten esta visión mundial existe a
menudo la idea común de que el cristianismo es una más de entre una gran cantidad de percepciones diferentes de lo
divino, y de que Jesús era un gran profeta humano y siervo de Dios.
Cuestionar la idea de Jesús como una encarnación
literal de Dios implica también cuestionar la idea de Dios como la de
literalmente tres personas en una, puesto que la doctrina de la Trinidad se deriva de la doctrina de
encarnación. Si Jesús fue Dios en la Tierra, también tiene que haber sido Dios
en el cielo, de manera que la teología cristiana requería por lo menos en este
sentido una doble divinidad. Cuando el Espíritu Santo, no diferenciado en un
principio del espíritu de Jesús, fue añadido como una hypostasis distinta,
la doble divinidad se convirtió en trinidad. Pero para una forma no-tradicional
del cristianismo, el símbolo trinitario no se refiere a tres centros de
conciencia sino a las tres formas en las que el Dios único es humanamente
conocido -como creador, como transformador y como espíritu interior. No
necesitamos redefinir estas formas como tres personas distintas.
Pero antes de abandonar la antigua tradición
teológica, debemos preguntarnos: ¿no hay un gran valor religioso en la idea de
la encarnación divina, literalmente entendida, que justifique que la
mantengamos? Sí y no. De hecho hay sentidos en los cuales una encarnación
divina literal (suponiendo siempre que la idea fuera viable) sería de un gran
valor religioso. Pero estos variados valores están disponibles también, de
formas diferentes, en otras tradiciones;
o, en otros casos, cargan consigo un lado oscuro con implicaciones
inaceptables.
De esta forma, en virtud de la doctrina de la
encarnación (suponiendo que sea una idea viable), el cristianismo es una fe
histórica, firmemente enraizada en el terreno de la historia y que revela a Dios presente entre nosotros en medio
de la vida humana. Dios es, de acuerdo con la frase de H.H. Farmer,
“intrahistórico” (Farmer 1954, 195). Y desde el punto de vista occidental al
menos, esto constituye un valor muy positivo. Pero se debería observar que el
cristianismo no es la única religión que entiende a Dios con una presencia
activa en la tierra y como parte del devenir histórico. El judaísmo, el
islamismo, y el sikhismo también ven la presencia activa de Dios en este mundo,
guiando una comunidad, interviniendo milagrosamente en momentos cruciales de la
historia, y de este modo profundamente implicado en los sucesos humanos. La
idea de la encarnación divina en Jesús es de esta forma una manera, pero no la
única, de dibujar la “intrahistoricidad” de Dios. De forma diferente, y con
mucha menos preocupación por la historia cronológica, la fe hindú entiende
también lo divino como parte de este mundo, situado en las profundidades de
nuestro propio ser. Y también de una forma diferente, el budismo mahayana está
centrado en el re-descubirmiento de la extraordinariedad del mundo común a
través del despertar a la sorprendente identidad de samsara, el ciclo del
cambio, del sufrimiento y de la ansiedad; este despertar se da cuando es
experimentado el samsara de una forma desinteresada, con la bendición del
nirvana.
De manera semejante, en la encarnación
(suponiendo todavía esta idea como viable), Dios se nos ha hecho conocido con
una franqueza y una plenitud que no habría sido posible de otra forma. En
palabras de Brian Hebblethwaite, hay en la encarnación un “potencial elevado y
creciente para el conocimiento humano de Dios y la unión personal con Él,
introducida por la propia presencia y los propios actos de Dios en forma
humana, anulando de este modo el vacío que separa creador y criatura. El
carácter de Cristo es para nosotros el carácter revelado de Dios, y se
convierte en el criterio para nuestra comprensión de su naturaleza y de su
voluntad. (...) El amor de Dios nos es inmediatamente comunicado a través de la
propia presencia encarnada de Dios entre nosotros” (Hebblethwaite 1987, 35). El
sentido de esta afirmación está en que si Jesús fue Dios encarnado, muchos
hombres y mujeres en la Palestina del siglo I se encontraron a Dios cara a
cara, y las subsiguientes generaciones lo continúan haciendo en imaginación a
medida que leen los evangelios y participan de la Eucaristía. Si aceptamos la
doctrina de la encarnación, creemos que el clemente y sin embargo exigente amor
que vemos en Jesús es, literal e idénticamente, el amor de Dios, expresado en
su forma más completa por el sacrificio de expiación de Jesús en la cruz. Esto,
efectivamente, constituiría un gran beneficio religioso.
Sin embargo, incluso este valor central se ve
oscurecido por su propio lado sombrío, con lo que ha sido denominado como “el
escándalo de la particularidad” o mejor, el escándalo del acceso restringido, o
de la revelación limitada. Pues,
¿por qué este gran beneficio está restringido a una minoría del género humano?
¿Por qué ocurrió sólo en una fecha relativamente tan reciente en la historia
humana? Y ¿por qué sólo dentro de una de las mayores corrientes de la vida
humana? ¿Por qué no también en las grandes antiguas civilizaciones de China y
la India, y por qué no también en las muchas sociedades tribales más pequeñas
de África, América, Australasia, Europa de Norte y Asia? Vimos en el capítulo 9
que desde el punto de vista de un teólogo tan ortodoxo como Tomás
de Aquino, podría no haber en principio ninguna objeción a una
pluralidad de encarnaciones divinas. Entonces cuanto mayor sea el beneficio de
la encarnación como una revelación del amor de Dios, tanto mayor será la
contradicción de esa revelación con su restricción a una única manifestación
que afecta solamente a una minoría de la humanidad. Pues una implicación de la
creencia tradicional cristiana en una única encarnación divina es la limitación
arbitraria de un interés divino y salvador hacia un sector particular del
género humano.
El único tipo de teología para el que una
pluralidad de encarnaciones divinas no tendría sentido sería una de tipo
fuertemente exclusivista que sostiene que el propósito principal de la
encarnación fue que Jesús debía morir por nuestros pecados, y que solamente
podemos recibir la salvación si conscientemente entendemos su muerte como una
expiación en favor nuestro. Pues basta una muerte expiatoria para beneficiar de
ella a todo aquél que sepa de ella. Esto es, como Richard Swinburne dice, “un
argumento a favor de una revelación final mayor, que da noticia de esa
expiación” (Swinburne 1992, 76). Pero este exclusivismo fue rechazado por la
Iglesia Católica de Roma en el Vaticano II y está principalmente confinado a
los fundamentalistas teológicos protestantes. Para la gran mayoría de los
teólogos cristianos, que hoy en día se dividen en inclusivistas o pluralistas,
no hay base para tal argumentación.
No es una respuesta adecuada decir que la
Iglesia tiene un deber de evangelizar el mundo y que la encarnación es, de este
modo y a través de la Iglesia, un acto en favor de toda la humanidad. Pues,
¿cómo podría ser una expresión de amor infinito el haber encargado
especialmente la revelación de ese amor a un grupo humano inadecuado, que ha
mostrado haber fracasado definitivamente en su proyecto de convertir al mundo?
Si la idea de una encarnación divina en la vida humana es viable, ¿por qué Dios
no se ha encarnado tantas veces como
hubieran sido posibles para abarcar el mundo entero? No sé de ninguna
respuesta convincente que se haya dado a esta cuestión. El escándalo del acceso
restringido, o de la revelación limitada, vicia de ese modo lo que de otra
forma hubiese sido el valor supremo de la encarnación divina.
Otro gran valor religioso de la encarnación
(continuando todavía en la suposición de que se trate de una idea viable) sería
que revela a Dios como partícipe, a través de la vida y muerte de Jesús, de
nuestro sufrimiento humano. Por supuesto, si Dios es omnisciente, Dios conoce
todo el sufrimiento humano cuando sucede, y si Dios está sometido al devenir, y
es capaz de sufrir (algo que sin embargo el Concilio de Calcedonia negó
categóricamente [en su preámbulo, el decreto de Calcedonia declara que “Este
Sínodo (...) depone del sacerdocio a aquellos que se atrevan a decir que la
Divinidad del Unigénito es pasible”. Hasta hace relativamente poco tiempo, la
teología ortodoxa consideraba que la divinidad implica inmutabilidad e
impasibilidad]), entonces Dios es, según las palabras de A.N. Whitehead, “el
sufridor compañero que demuestra comprensión” (Whitehead 1919, 496). Pero,
Brian Hebblethwaite explica que “solamente si podemos decir que Dios mismo
‘llevó nuestras penas’ en la cruz, podemos encontrarle universalmente presente
‘en’ el sufrimiento de los demás... Esta dimensión completa de la doctrina
cristiana de la encarnación, su reconocimiento de la naturaleza costosa del
amor misericordioso de Dios, y su percepción de que solamente un Dios sufriente
es moralmente creíble, se pierde si el involucramiento de Dios queda reducida a
un asunto de ‘conocimiento’ y ‘compasión’” (Hebblethwaite 1987, 36). La idea de
un sufrimiento divino atrae a muchos hoy en día, aunque hasta épocas bien
recientes fue considerada oficialmente como errónea, y eso, incluso, de manera
peligrosa: Dios era inmutable e impasible, y fue con la naturaleza humana -no
divina- de Jesús, con la que sufrió en la cruz. La noción de un Dios sufridor
apunta sospechosamente hacia el antropomorfismo -que oscurece la total
concepción de la encarnación divina. (Jacob Neusner señala que “el
antropomorfismo es un género del que la encarnación constituye una especie”,
Neusner 1988, 11). Sin embargo, dada la general aprobación contemporánea de la
idea, se ha de añadir que, como Frances Young ha dicho, “Jesús no es la única
evidencia de un Dios doliente” (Young 1977, 37). La Biblia hebrea señala el
amor doliente de Dios por Israel. Y mirando desde una perspectiva más amplia,
no se encuentra ninguna falta de expresión de la presencia de Dios en del
sufrimiento humano. Por ejemplo, la literatura del islam incluye pasajes tan
vivos como el de Rumi: “Dios dijo: uno de mis siervos favoritos y elegidos se
enfermó. Yo soy él. Considera bien: su dolencia es mi dolencia, su enfermedad
es mi enfermedad” (Nicholson 1978, 65). De modo parecido escribió el místico y
activista social sik contemporáneo Kushdeva Singh:
“La gente
va a los templos a saludarme...;
qué
simples e ignorantes son mis hijos, que piensan que vivo aislado...
¿Por qué
no vienen y me saludan en la procesión de la vida, donde yo habito,
en las
granjas, en las fábricas y en el mercado,
donde
aliento a los que ganan el pan con el sudor de su frente?
¿Por qué
no vienen y me saludan en las barracas de los pobres,
y me
encuentran bendiciendo a los pobres y necesitados
y secando
las lágrimas de las viudas y los huérfanos?
¿Por qué
no vienen y me saludan al borde del camino,
y me
encuentran bendiciendo al mendigo que pide pan?
¿Por qué
no vienen y me saludan entre aquéllos
que son
pisoteados por los orgullosos de alma y poder,
y me
contemplan sosteniendo su sufrimiento y derramando compasión?
¿Por qué
no vienen y me saludan entre las mujeres hundidas por el pecado
y la
vergüenza entre las que me siento para bendecirlas y levantarlas?
Estoy
seguro de que nunca me pueden echar de menos
si me
intentan encontrar entre el sudor y la lucha por la vida
y en las
lágrimas y las tragedias de los pobres” (Singh 1974, 31-32).
Este valor particular -la revelación del amor
divino en el Dios crucificado- ha sido, por supuesto, expresado
tradicionalmente en la doctrina de la expiación. En los capítulos 11 y 12
argumenté que esta doctrina ha sido un
error, que nos ha traído implicaciones éticas inaceptables y ha sido
contraria a las enseñanzas de Jesús; y no necesito repetir el argumento aquí.
También se ha dicho que entrando a y siendo
parte de la experiencia humana del sufrimiento, Dios confronta y toma la
responsabilidad última de la presencia del mal dentro del universo creado. Éste
es un pensamiento interesante. Como lo expresé en escritos anteriores (1968),
“es parte del significado del monoteísmo cristiano, decir que existe un ser
último que es responsable moralmente, que es absoluto amor y bien, en el cual
podemos confiar en medio de las dificultades y ansiedades del desdoblamiento
gradual, para nosotros, de la realidad en el tiempo. Somos confiados a esta
confianza al ver la responsabilidad divina en acción en la tierra, en la vida
de Cristo. Porque ahí, en su vida, es donde vemos el Amor que ha ordenado el
largo y costoso proceso de la formación de las almas al entrar en él y al
participar, junto con nosotros, de sus dolores y sus inevitables sufrimientos”
(Hick 1973, 69-70). Pienso que debe de ser libremente otorgado que (suponiendo,
por supuesto, la viabilidad de la idea de la encarnación divina) es un
pensamiento muy persuasivo que, en las palabras de Vernon White, “a menos que y
hasta que Dios mismo haya experimentado el sufrimiento, la muerte y la
tentación del pecado, y los haya vencido como persona humana, no tiene
autoridad moral para vencerlos en y con el resto de la humanidad” (White 1991,
39).
Sin embargo, aún esta idea, así como es de
poderosa, tiene también un lado oscuro.
Porque, también, comparte el escándalo del acceso restringido. Si en la
encarnación Dios nos reconcilia con el proceso creativo, con toda su dureza así
como todos los aspectos positivos, ¿por qué esta revelación salvífica es dada
sólo a una minoría de los seres humanos? Se puede por supuesto decir que “en
principio” es accesible a todos, porque no está deliberadamente escondida o
prohibida a nadie. Pero también podemos decir con toda seguridad que de hecho
es accesible sólo a través de ciertos medios limitados. Y la idea de que Jesús
de Nazaret era Dios encarnado, y que en su muerte expiatoria se nos muestra el
amor sufriente de Dios, nunca ha sido accesible en la práctica a más de una
minoría de seres humanos, una minoría que constituye el cristianismo y
sus extensiones coloniales; y más: dentro de esta minoría, sólo esa moderna
sub-minoría que rechaza la ortodoxia tradicional cristiana de la impasibilidad
divina. Por lo tanto, cuanto mayor sea el beneficio de haber nacido dentro de
este segmento privilegiado de la historia humana, mayor es la injusticia a
aquellos que nacieron fuera de él. Éste es el escándalo del acceso restringido
que desgraciadamente destruye todo valor religioso que pueda ser atribuido a la
doctrina de la encarnación.
Por supuesto es posible tratar de eliminar
este escándalo negando cualquier ventaja religiosa al hecho de ser cristiano.
Uno puede sostener que el conocimiento del amor de Dios, expresado en el acto
de expiación de Jesús, no le agrega nada al hecho de ese amor y ese acto
expiatorio. Así, Vernon, defendiendo una teología inclusivista de las
religiones, dice que “el conocimiento del Salvador no es un componente
necesario del ser salvado” (White 1991, 39). Cristo está secretamente salvando
gente dentro de otras religiones y fuera de las religiones. White (más claro de
ideas que otros inclusivistas) se pregunta: “¿Es que esto reduce el papel y el
significado de la Iglesia cristiana a un accidente histórico intrascendente?
Hablando estrictamente, es verdad que la lógica de nuestra posición implica lo
siguiente: aunque no hubiese un conocimiento histórico del acontecimiento de
Cristo, ni un ser humano que lo transmita, de todas formas tendría una eficacia
salvadora” (White 1991, 113-14), dando supuestamente a entender que todavía
tendría suficiente eficacia, como la tiene ahora. Por lo pronto eso suena a un
inclusivismo que tiene coraje para afirmar lo que afirma. La razón de esto es
la siguiente: si realmente se da el caso de que, por la encarnación, Dios no
concedió ningún acceso privilegiado a los cristianos, entonces no hay ninguna
ventaja en ser cristiano y no hay ninguna razón para tratar de convertir a los
otros al cristianismo. Pero White casi inmediatamente se aparta de esta obvia
conclusión. Dice que “esto no margina el papel de la Iglesia en el proyecto de
Dios para el mundo... El hecho (de la encarnación) tiene su efecto
independientemente de su conocimiento; sin embargo, llegar a su conocimiento es
aún una parte altamente significativa de la plenitud final... El Evangelismo,
lejos de ser superfluo, se vuelve (en el mejor de los casos) un profundo acto
de compartir y de generosidad, que aporta elementos cruciales de plenitud final
en el presente” (White 1991, 114). Así que hay, después de todo, según White,
un significado religioso “plus” (un “algo más”) accesible a los cristianos, que
no está accesible en el presente a los judíos, musulmanes, hindúes, siks,
budistas, taoístas y otros; y el escándalo del acceso restringido está por
tanto todavía entre nosotros. El dilema que la ortodoxia tradicional tiene que
enfrentar es que cuanto más grande sea el “plus” religioso agregado por Dios al
ser cristiano en lugar de agregarlo a las otras religiones, mayor es el “minus”
religioso ordenado por Dios en el ser budista, musulmán, judío, etc., en lugar
de en el ser cristiano. Este escándalo de revelación limitada sólo puede ser
disminuyendo ese “plus”, y esto sólo es posible removiéndolo totalmente. Uno no
puede responsablemente tener las dos cosas, afirmar, por un lado, que hay una
ventaja religiosa importante para la persona que es cristiana, y, al mismo
tiempo, que aquellos que nacieron o han sido incluidos dentro del mundo
cristiano no están por lo tanto divinamente favorecidos, de tal manera que es
injusto para la gran mayoría restante del género humano.
En las páginas de Vernon White también hay un
atisbo de otra forma por medio de la cual algunos buscan suavizar el escándalo
del acceso restringido, afirmando una “segunda oportunidad”, para entrar al
círculo privilegiado, en la vida futura. Al decir que el conocimiento explícito
de Cristo no es necesario para la salvación, White agrega: “no, por lo menos,
en esta vida” (White 1991, 112). Sin embargo sigue diciendo que, “aunque toda
rodilla se doble frente al nombre de Jesús (lo hayan escuchado o no en la
Iglesia), la anticipación de eso ahora es un privilegio glorioso” (White 991,
114) Y así el escándalo del acceso limitado (actual) vuelve una vez más. Los
cristianos tienen un “privilegio glorioso” del cual carecen los no cristianos;
y esto, combinado con el hecho de que no es (normalmente) culpa de éstos
últimos que lo carezcan, es incompatible con el amor universal divino.
Este escándalo, que vicia lo que de otra
forma serían valores religiosos importantes de la idea de Jesús como Dios
encarnado, nos desafía a ampliar nuestro campo de visión. Cuando lo ampliamos
no sólo vemos el hecho negativo de que la mayoría del mundo no es cristiano,
sino también el hecho positivo de que la mayoría de los que no son cristianos
tienen una fe diferente al cristianismo. Esto hace del escándalo del acceso
restringido un doble escándalo, porque la insistencia en la revelación única
del amor de Dios y en su sufrimiento conjunto con la humanidad en Jesús,
degrada las otras grandes religiones al nivel de derivadas, o revelaciones
menores, y/o, inconscientemente, como caminos secundarios de la salvación
cristiana. He argumentado en los capítulos 13 y 14, en sintonía con la mayor
parte del pensamiento contemporáneo, que esta reivindicación tradicional de
superioridad es religiosamente poco realista, y pienso que, sin duda, el
escepticismo y la incomodidad sobre este punto están muy extendidos hoy en día
entre los cristianos pensantes.
La tensión creada dentro de las Iglesias por
el reto del pluralismo religioso es
similar a la sentida en la segunda mitad del siglo XIX por la teoría de la
evolución biológica que presionaba a las conciencias cristianas, estableciendo
un doloroso conflicto con la ortodoxia heredada. La evolución retó la
concepción del universo con la que habían vivido los cristianos por mucho
tiempo, separando a la humanidad del resto de los seres vivos, como una
especial creación divina; y -aún más importante- retando sus fundamentos en la
Biblia, interpretados literalmente y recibidos como autoridad directa de Dios.
La reacción en contra de este reto fue poderosa y prolongada. Pero al final, magna
est veritas et praevalebit, grande es la verdad y prevalecerá; y las
Iglesias han tenido que cambiar gradualmente su teología y el uso de la Biblia
de acuerdo con el nuevo conocimiento. El homo sapiens ha sido muy
exitoso porque la mente humana se ajusta a la realidad, aunque a veces lo haga
de manera lenta y vacilante. Anticipo que un proceso análogo al lento y
doloroso de la aceptación de la evolución se llevará a cabo en la aceptación de
que el cristianismo es una dentro de una pluralidad de respuestas humanas
auténticas a la realidad divina. Habrá una poderosa resistencia, considerables
agonías y desórdenes internos -algunas veces expresados con rabia en contra de
aquellos que recomiendan el cambio- y un gradual, disparejo y variado
desarrollo del pensamiento cristiano, dejando, como en el caso de las
controversias sobre la ciencia y las escrituras, una continua y probablemente
poderosa a la fundamentalista.
La casi inevitable aceptación cristiana del
pluralismo religioso puede tomar dos diferentes formas, abriendo espacio
-lamentablemente- para una división interna más. Una posibilidad, inaugurada
por Rudolf Bultmann y otros hace más de una generación, es la
“desmitologización”, que trata de desnudar al cristianismo de sus elementos mitológicos. Esto corre
paralelo con un movimiento que va hacia atrás a la Reforma del siglo XVI, la
“Reforma Radical” encarnada hoy sobre todo en el movimiento unitario. La otra
posibilidad, para muchos de nosotros más atractiva, es el reconocimiento del
carácter mitológico del mito y la afirmación de su valor positivo al tocar el lado
más poético y creativo de nuestra naturaleza, y entonces dejar a
nuestra imaginación y nuestra emoción que resuenen ante el mito como tal. Aquí
podemos aprender de los hindúes, que se deleitan en el mito y son capaces
de nutrirse de ellos espiritualmente sin pretender que sean algo más
que mitos. Por ejemplo, al ver las ruinas del templo de la Elefanta cerca de
Bombay, vemos un gran mundo mítico que era, y es, conscientemente percibido y
habitado como tal. El esqueleto desnudo de su contenido cognoscitivo puede ser,
por supuesto, expresados en términos literales. Así el gran Trimurti al mostrar
a la divinidad con tres caras -la de Brahma el Creador, Vishnu el conservador y
Shiva el Destructor- habla de la última unidad del proceso cósmico, con sus
continuos ciclos de creación y disolución o, en lenguaje cristiano, de muerte y
resurrección. Pero esto es más vívidamente real para la imaginación y es
poderosamente evocativo para las emociones por su representación mítica; y en
el culto que rendían en el templo, hombres y mujeres adoradores se encontraban
cara a cara con esta profunda estructura de la realidad y eran movidos a
aceptar tanto sus aspectos más delicados como los menos agradables.
Sin embargo, debemos de admitir que la
celebración del mito, que aparentemente es muy común para la mente india, no es
tan fácil para la mentalidad occidental. Cuando, por ejemplo, en Navidad vemos
la escena del establo con las figuras de María y José, el bebé con su halo en
la cuna, los pastores y los hombres sabios arrodillados frente a él, el ganado
mirando la estrella milagrosa sobre ellos... tenemos que prescindir del
cuestionamiento histórico, porque, de otra forma, echaríamos a perder la
ocasión. Parece que tenemos la tendencia atávica de aceptar los mitos como verdades
literales o rechazarlos como simplemente falsos. Tenemos que aprender a
aceptar la idea de la verdad mitológica en la religión como una verdad
práctica, que consiste en un mito que evoca en nosotros una respuesta que nos
dispone adecuadamente al último referente. El último referente de la mitología
religiosa es el Trascendente, el eternamente Real, experimentado en diferentes
formas dentro de diferentes tradiciones religiosas. Y mientras estas diferentes
percepciones, formadas por diferentes conjuntos de conceptos humanos, sean válidas,
están alineados soteriológicamente con la Realidad Trascendente, de manera que
viviendo en relación armónica con cualquiera de estas manifestaciones de lo
Real, estamos justamente relacionados en lo Real mismo. Porque en una
comprensión religiosa de las grandes religiones del mundo, son genuinas (no por
ello perfectas) respuestas humanas al Trascendente, y constituyen ambientes
dentro de los cuales los hombres y mujeres son transformados de un egocentrismo
a un teocentrismo. (La postura filosófica que yace detrás de estas cortas
aseveraciones las desarrollo en mi An Interpretation of Religion, Hick
1989.)
Pero para muchos cristianos occidentales
(incluyéndome yo mismo) sigue siendo difícil aceptar el mito como mito.
Regresando al pesebre y la historia entera de Navidad, sabemos que es históricamente poco probable que Jesús
naciera el 25 de diciembre (heredamos la fecha de una fiesta invernal pagana
anterior al cristianismo), que el año de su nacimiento fuera el 1 d.C. (cuando
muy probablemente fue alrededor del año 5 a.C.); es poco probable que haya
nacido en Belén (que quizás se agregó al texto para cumplir una profecía), que
no haya tenido padre humano (un tema mítico que ha sido aplicado a muchas
grandes figuras de la antigüedad); y hemos visto razones para rechazar el dogma
de que Dios se encarnó (un dogma que Jesús mismo probablemente habría
considerado blasfemo). En vista de todo esto, ¿cómo participa uno en Navidad? U
optamos por salirnos, en base a que la historia de Navidad es literalmente una
mentira, u optamos por celebrarla, aceptando el mito como poesía evocativa, que nos
mueve las emociones, que expande nuestra imaginación, caldea el corazón, y todo
esto orientado a un sublime sentido del gracioso, amoroso y benigno carácter
del que es el Último en relación a la vida humana. Pero debemos admitir que
para muchos de nosotros esto resulta difícil, y a menos que y hasta que las
sensibilidades cambien, tendremos que vivir con este problema irresuelto. Es
particularmente difícil para aquellos que están llamados a guiar el culto de la
Iglesia, sabiendo que muchos en su congregación ven los relatos míticos como literalmente
ciertos. Debe haber sido igualmente difícil hace cien años leer, por ejemplo,
la historia de Adán y Eva como la lectura del día, comprenderlo como una verdad
en forma mítica, y al mismo tiempo saber que muchas personas la podían ver sólo
como historia literal. Las mismas palabras eran entendidas en diferentes
maneras, por diferentes personas. Y así sigue siendo hoy en día. La frase “la
Palabra se hizo carne” implica para algunos que Jesús, único, tenía dos
naturalezas, divina y humana, y por lo tanto tiene que ser adorado como Dios;
mientras que para otros significa que la vida de Jesús encarnaba un amor que es
el reflejo del amor divino, y que el ideal de la humanidad que vive en
respuesta a Dios se encarnaba en un grado superlativo en su vida, de tal forma
que podemos tomarlo como nuestro señor,
nuestro gurú, nuestro maestro, nuestro líder espiritual.
¿Por qué es importante el hecho de si
pensamos en la historia cristiana -la historia del Dios Hijo descendiendo del
cielo a la tierra para morir en expiación por los pecados del mundo y fundar la
Iglesia-, como una verdad literal o como una verdad mitológica? Es importante
porque, como hemos visto, su comprensión literal tiene implicaciones
inaceptables que la construcción mítica no tiene. Si Jesús era literalmente el
hijo único de Dios, encarnado, el cristianismo entonces es verdaderamente la
única religión fundada por Dios en persona. Sería entonces extraño que,
habiendo fundado una nueva religión, Dios no quisiera que estuviera por encima
de todas las otras religiones. Sería raro que los que están incorporados a la
religión de Dios (en el Cuerpo de Cristo) no estuvieran de alguna forma mejor
que los que están afuera. Sería raro que la civilización basada en la religión
de Dios no fuera cualitativamente mejor que todas las otras. En una palabra, el
dogma de la encarnación implica una superioridad única del cristianismo
y de civilización cristiana. Pero esta supuesta superioridad nos parece a
muchos hoy en día, muy dudosa. Y cuando vemos críticamente su validez
religiosa, la encontramos muy tambaleante. La idea carece de una base histórica
segura en las enseñanzas de Jesús. Los intentos para hacerla conceptualmente
inteligible hasta ahora han fallado; y, más aún, ha sido manchada por su
utilización, pues sirvió para justificar males humanos enormes.
La alternativa es una fe cristiana que tome a
Jesús como nuestro supremo (pero no necesariamente único) guía espiritual, como
nuestro personal y común líder, gurú, ejemplo y maestro, pero no como
literalmente Dios, y que vea al cristianismo como un conjunto auténtico de
salvación/liberación, entre otros, que no se opone sino que interactúa de mutuas maneras creativas
con los otros grandes caminos. Pero, ¿puede esta fe cristiana, que ya no
reclama ser la normativa final y universal, esperar sobrevivir? ¿Es cierto que
un movimiento religioso viable necesita actitudes sobrecargadas de emoción de
una comunidad cerrada y cálida formada alrededor de una pretensión absoluta, y
la seguridad tener un conocimiento privilegiado dentro de ella, en contraste y
en contra del mundo exterior? ¿No necesita un fervor evangélico y dedicación?
Y, por lo tanto, ¿no debe sostenerse en una estructura fundamentalista de
creencias simple y doctrinal, aunque no sea bíblica?
La respuesta, de nuevo, es tanto “sí” como
“no”. Mucha gente en este complejo mundo busca verdades simples y honradas
sobre el Absoluto, sobre un significado de la vida básico y perdurable, y los fundamentalismos pueden satisfacer
estas búsquedas. Estos fundamentalismos también pueden atraer no sólo a
personas relativamente poco educadas, sino también a personas con un alto grado
de educación en otros campos que no sean los estudios religiosos. A este
respecto, el sociólogo Peter Berger dice que “hay alguna justificación para
afirmar que la tendencia a creer evidentes sinsentidos aumenta, en lugar de
disminuir, con la educación superior” (Berger 1992, 126). Por más improbables
que sean, las concepciones aceptadas acríticamente dentro de una comunidad de
apoyo, pueden tener un poder inmenso.
Sin embargo, no es sólo la imagen familiar
tradicional cristiana la que es simple y veraz. Sin duda en cuanto se cuestiona
este cuadro a base de argumentos, yendo más allá de los himnos, los coros y los
sermones populares, la verdad resulta mucho menos simple y directa. Las ideas
de la Trinidad y de las dos naturalezas de Cristo son de hecho incomprensibles
para la mayoría de la gente. Por otra parte, una fe cristiana no tradicional,
puede ser verdaderamente sencilla y al mismo tiempo profunda. Si consideramos
la creencia de que hay una Realidad
última trascendente que es la fuente y el sostén de todo; que esta Realidad
es bondadosa en relación a la vida humana; que la presencia universal de esta
Realidad es reflejada (“encarnada”), humanamente hablando, en la vida de los
grandes líderes espirituales del mundo; y que entre éstos encontramos que Jesús
es nuestra principal revelación de lo Real y nuestra guía principal para vivir.
Esta es una fe religiosa básica en forma
cristiana. Es nuestra respuesta humana al misterio del universo, impulsada por
la experiencia religiosa y guiada por el pensamiento racional. Pero el sentido
de Trascendencia bondadosa necesita ser elevado al torrente de la figuración
imaginativa, la música y los cantos que en nuestra era electrónica
permanentemente moldean la disposición y la actitud de vida de muchas personas.
Los “signos de trascendencia” que están alrededor de nosotros necesitan estar
conectados a nuestros pensamientos y a nuestras emociones. Esto no lo pueden
hacer los filósofos o los teólogos, cuyo trabajo es más análogo a la
investigación “pura”, científica, en su relación con la tecnología. La
aplicación a la vida debe ser el trabajo de gente creativa en artes de todo tipo, incluido el arte de vivir, y
eso, por medio de respuestas a su experiencia de la Transcendencia, así como
por la materialización de esta experiencia en las formas míticas concretas en
cuyos términos es vivida la vida humana.
¿Cuándo acontecerá esto? ¿Acontecerá
realmente? ¿O quizás ya está sucediendo? El futuro nos dirá.
John HICK, La metáfora de Dios
encarnado. Cristología en una época pluralista, Abya Yala, Quito,
Ecuador, 2004, 229 pp. Colección Tiempo Axial nº 2.
Diakonia Dic de 2014.