¿ UN CRISTIANISMO POSTRELIGIONAL ? Simón Pedro ARNOLD, osb.
El paradigma postreligional no plantea
la desaparición de las religiones, como solían hacerlo muchas profecías de la
Modernidad desde el siglo XIX, sino su
metamorfosis funcional radical. Esto mismo es la novedad y la originalidad
de sus hipótesis de trabajo. En efecto, una simple observación histórica nos
obliga a reconocer que las múltiples expresiones del fenómeno religioso, lejos
de estar a la agonía, nunca han estado tan vigorosas, con sus más y menos, para
bien o para mal, en nuestro contexto postmoderno. La “Muerte de Dios[1]”
anunciada por Nietzsche es, paradójicamente, más a la orden del día que la
muerte de las religiones.
La intuición postreligional nos permite
desplazar el antiguo debate desde una pura confrontación bipolar entre religión
y Nuevos Paradigmas, hacia un diálogo dialéctico entre los dos términos de la
discusión. La pregunta ya no es la de saber si las religiones van a resistir o
desaparecer bajo el embate del Cambio de Época y del movimiento de crisálida
general. Parto de la validez, a priori, de las propuestas postreligionales y de
las lecturas anateistas[2]. Con este punto de partida, me parece más fecundo
interrogarme sobre la capacidad relativa de las grandes religiones mundiales de
emprender esta mutación copernicana.
Tal abordaje de la cuestión implica
otro, en su mismo dinamismo: ¿cuáles son las condiciones históricas necesarias
para que las religiones puedan, juntas o no, dar el viraje de 180 grados que
exige el paradigma postreligional? En otras palabras, mi reflexión implica dos
puntos de vistas independientes e interdependientes. Por una parte, se trata
que cada religión se cuestione por su propia cuenta sobre la interpelación
postreligional. Por otro lado (y quizás sea el reto más decisivo de cara al
futuro), ¿en qué medida las grandes religiones y confesiones serán capaces de relativizar y recrear su propio
discurso, su propia cosmovisión y su propia Tradición? ¿Podrán abordar
mancomunadamente la nueva realidad con una voz, a la vez común y plural, en el
concierto global, a lado de otras muchas voces, no necesariamente religiosas?
De este doble reto depende el desplazamiento del espacio religioso en un
contexto que, a priori, ya no necesita de él[3].
En este escenario, el presente trabajo
trata el caso específico del Cristianismo de cara a estas dos preguntas. En el
debate, lo cristiano goza, por hipótesis (que intentaremos confirmar en estas
páginas), de dos ventajas. Primero, se trata del sistema religioso más
directamente identificado y confrontado con el Occidente y, por lo tanto,
históricamente más familiarizado con sus exigencias. Pero el Cristianismo es también una enorme nebulosa. Abarca tanto las
expresiones más secularizadas de Europa del Norte, como modalidades orientales
pre-modernas extremadamente diversas, desde Rusia o la India hasta Etiopía y
Medio Oriente, pasando por el amplio abanico católico. A primera vista se trata
de un extraordinario laboratorio religioso para nuestra pregunta.
I UNA CONVICCIÓN
DE PARTIDA.
1.
El Cristianismo
no es una religión.
En su fundamento
histórico y teológico, el Cristianismo no es una religión. Si bien nació en el
corazón del Judaísmo, asumiendo, en un primer tiempo, el discurso y la
normatividad de su identidad judía, la religión (ritualidad, normatividad,
discurso doctrinal, institucionalidad) no fue, sin embargo, la preocupación
prioritaria de Jesús.
Por lo
contrario, el anuncio de la cercanía del Reino se presenta
como la superación del sistema de la religión. La sutil distinción que
hacen los evangelios sinópticos entre “no abolir” y “cumplir” la Ley de Moisés
constituye, de hecho, una verdadera reapropiación y recreación del discurso. La
dialéctica del sermón de la Montaña se articula en la tensión conflictiva entre
un “se les dijo” referido al Judaísmo contemporáneo y un “yo les digo”
inaugurando una nueva etapa de la fe, la del Reino.
En la
perspectiva profética, con la que Jesús se identifica a menudo en su vertiente
netamente apocalíptica[4], no está claro en qué medida quiso simplemente
reformar y purificar el sistema religioso o, al contrario, superarlo
definitivamente. Episodios fundadores, como son la confrontación con los
mercaderes del templo o la parábola de la higuera, tienden a confirmar una
amenaza de cancelación del sistema religioso del Templo de Jerusalén. En
el capítulo cuarto de San Juan, dialogando con la samaritana, símbolo de la
herejía religiosa para el judío, Jesús proclama el fin de la ritualidad
religiosa excluyente (el Templo o el monte Garizím) y la inauguración de su más
allá místico universal que llama la adoración “en Espíritu y Verdad”.
Si adoptamos la
teología de Lucas, tenemos que admitir el nacimiento y la formación religiosa
del Nazareno en un ambiente judío profundamente practicante. Pero, desde este
trasfondo, llama poderosamente la atención la increíble libertad religiosa de
Jesús en asuntos no menores del Judaísmo, como son el sábado, las normas de
pureza, las estructuras patriarcales, la riqueza, etc. Indudablemente, la
predicación del Reino es escandalosa para las categorías religiosas
tradicionales. Este escándalo, muy seguramente, es el que llevó a la muerte en
cruz. El motivo de esta muerte, de parte del Mundo judío, por lo menos[5],
parece principalmente religioso, como lo profetiza Caifás en San Juan.
2.
El Cristianismo
como humanismo supra-religioso.
El vuelco
hermenéutico del Evangelio tiene que ver con lo antropológico: la
centralidad del ser humano y su absoluta primacía en la relación con Dios.
Todos sus cuestionamientos religiosos tienen que ver con el sitio del hombre y
de la mujer en la Historia de la Salvación. El absoluto de la persona está por
encima de la observancia del sábado. La pureza legal y religiosa es abolida al
devolver a la intención del corazón su carácter exclusivo. La cancelación del
privilegio patriarcal del divorcio es motivada por la reivindicación de la
dignidad de la mujer.
Estos
desplazamientos culminan en la gran parábola del juicio final en Mateo 25,
(considerada como auténticamente de Jesús) donde la sentencia se encuentra en la
relación de solidaridad con el pobre, el sediento, el enfermo, el
preso. El propio Dios somete su juicio a la relación humana de fraternidad
efectiva. Asimismo, a la manera de Isaías[6], Mateo[7] invita a dejar
inconcluso el sacrificio ritual para ir a reconciliarse con el hermano.
Como lo señala
tanto la Carta a Diogneto como Tertuliano[8], la marca distintiva de lo
cristiano no se encuentra en alguna señal ritual o religiosa particular, sino
en el testimonio del amor fraterno a imagen del Maestro.
Jesús no instituye ningún rito específico nuevo y no propone otra ley que las Bienaventuranzas,
presentadas como cumplimiento definitivo de la Tora. La eucaristía, con su
trasfondo pascual judío, no es un nuevo ritual sino, como lo comenta la primera
carta de Pablo a los Corintios[9], la sacralización de la vida comunitaria
entendida como cuerpo de Cristo. Para la carta a los Hebreos, incluso,
el nuevo sacerdocio cristiano ya no se refiere a una mediación religiosa sino
al martirio del propio sumo sacerdote, Cristo, haciendo así del martirio
(y no del culto) la marca distintiva de la fe.
Todos estos
rasgos propios del Cristianismo primitivo nos permiten afirmar que se trata,
ante todo, de una manera nueva de situar al ser humano ante Dios y ante sus
semejantes. Por lo tanto, podemos atrevernos a hablar de un Humanismo de Dios,
donde la religión ya no ocupa el sitio del mediador, sino que se vuelve simple
expresión simbólica de una relación no mediatizada.
3.
La experiencia
carismática e interreligiosa de la comunidad postpascual.
La dimensión
supra-religiosa y el humanismo de la primera comunidad cristiana
tomarán, en la etapa postpascual, rostros cada vez más diversos y plurales. En
una primera etapa, inaugurada simbólicamente en Pentecostés, el Cristianismo se
vuelve experiencia carismática. La novedad pentecostal consiste en
comprender el Reino como acontecer, irrupción permanente del Espíritu en la
multiplicidad subjetiva (cada uno escucha) y cultural (en su propio idioma) de
lo humano, en contraste con la rígida uniformidad religiosa.
La intuición teológica
paulina del carácter absoluto y supra-religioso (“ya no están bajo la
Ley”) de la fe, explicitado especialmente en Gálatas y Romanos, da un nuevo
salto cualitativo radical en la Historia del Cristianismo. Con la experiencia
subjetiva de Pablo, plasmada en su enseñanza revolucionaria de la libertad del
creyente, el Cristianismo postpascual se vuelve, fundamentalmente, una experiencia
de corte místico.
Esta evolución
postpascual del humanismo cristiano primitivo no se dará sin resistencias y
conflictos religiosos internos. Una comunidad creyente, nacida en el terruño
religioso judío, asume en poco tiempo dos
giros copernicanos (el carácter carismático y místico de la Iglesia) que
ponen en tela de juicio y en peligro mortal su pertenencia religiosa nativa.
Encontramos ecos dramáticos de este debate y de estos conflictos en las cartas
de Pablo y en los Hechos de los apóstoles. La discusión desemboca en el así
llamado Concilio de Jerusalén.
En este primer
gran debate universal del Cristianismo, se asienta el carácter interreligioso
de la Iglesia primitiva. La identidad cristiana ya no tiene que encontrarse en
una unanimidad ritual y legal (la circuncisión y la Ley mosaica) sino en la fe
(rechazo de la idolatría), la coherencia ética (rechazo de la fornicación) y la
solidaridad (atención a los pobres). La única condición religiosa judía,
provisionalmente mantenida para todos los miembros de la Iglesia, tiene que ver
con las normas alimenticias restrictivas de los conversos judíos, afín de hacer
posible el signo por excelencia de lo cristiano: la comensalidad, la mesa
compartida[10].
Al aprobar la
configuración profundamente interreligiosa de la Iglesia, el Concilio de
Jerusalén confirma, a su vez, la relatividad de la dimensión religiosa respecto
a las nuevas categorías identitarias de lo cristiano: el humanismo creyente, el
acontecer carismático y la condición mística. Estas tres columnas fundacionales
del Cristianismo primitivo, sin abolir la dimensión típicamente religiosa, la
somete drásticamente, sin embargo, a sus características supra-religiosas.
4.
La deriva
religiosa de la Cristiandad.
Dos vivencias
mantuvieron vigentes las utopías “supra-religiosas” del Cristianismo naciente,
tal como acabamos de describirlas.
-
La
primera tiene que ver con la persecución religiosa, tanto judía como romana, y el martirio. El Apocalipsis da fe de la
consolidación de la convicción primitiva a través del cuestionamiento y del
testimonio martirial.
-
Pero
una segunda experiencia espiritual contribuyó poderosamente a la
radicalización cristiana. Se trata de la esperanza escatológica fundada
en la fe en la resurrección de Cristo y de la espera de la Parusía como
acontecimiento contemporáneo cercano ansiosamente esperado.
Al frustrarse la
esperanza escatológica de la Parusía, con la desaparición progresiva de la
primera generación cristiana, la experiencia del martirio perdió, a su vez,
algo de su carácter profético. En los escritos atribuidos a la segunda
generación, como son las cartas Pastorales o la carta a los Hebreos, resurgen
con fuerza las tentaciones religiosas, como garantes para una Iglesia amenazada
y llamada a durar, contrariamente a lo esperado.
Para las
Pastorales este retorno religioso se expresa en la organicidad de la Iglesia,
un comienzo de clericalización jerárquica y una normatividad
institucional más rígida y meticulosa. En la carta a los Hebreos, en cambio, lo
que aflora es la nostalgia y el deseo confuso de volver a las seguridades y a
los fastos
religiosos del Templo. Si bien el autor de Hebreos fustiga estas
tentaciones en nombre de la genuina esperanza cristiana primitiva, los autores
de las Pastorales, en cambio, parecen querer reinterpretar la gran novedad de
la libertad cristiana en categorías religiosas más estrechas. Pero el gusano de
la religión, como sistema clerical, había reaparecido en el fruto recién
madurado de la profecía cristiana.
La conclusión de
la era martirial y la inclusión del Cristianismo en el sistema imperial romano,
como su brazo ideológico, inicia la lenta pero segura deriva religiosa de lo
que, en adelante, llamaremos la Cristiandad. Lo que Jesús nunca había imaginado (crear una nueva religión), lo que nos había invitado a superar por el
anuncio del Reino, se vuelve realidad. La institucionalización clerical del
Cristianismo se traduce en un discurso y una ritualidad nuevos y específicos,
profundamente influenciados por el entorno cultural tanto helenístico como
judío.
Este giro
religioso parecía acabar con la novedad profética y el carácter escatológico de
la Iglesia primitiva. Pero, muy pronto, un grupo de creyentes convencidos y protestatarios inaugura una nueva
dialéctica en el seno misma de la institución clerical. Los monjes, seguidos por muchos otros y otras a través de los
siglos, al reivindicar el carácter laico, carismático y místico fundacional del
Cristianismo, mantienen vigente a lo largo de la Historia de la Iglesia, la
afirmación profética primitiva. A través del tiempo, dicha intuición tomará
formas y rostros diversos, según las circunstancias. Pero no dejará nunca de
ser el aguijón en la carne de la Iglesia.
Al desentrañar,
una vez más, esta veta subterránea, mística y profética, dentro de la gran
crisis clerical del sistema religioso cristiano contemporáneo, podremos abordar
de manera fecunda la pregunta de la postreligionalidad.
II REINTERPRETAR
EL PRIMER DISCURSO CRISTIANO A LA LUZ DEL PARADIGMA POSTRELIGIONAL.
Partiendo de la hipótesis expuesta en el
primer apartado, me propongo argumentar mi afirmación en cuanto al germen de
una experiencia postreligional presente ya en el Cristianismo primitivo. Para
tal efecto, trabajaré cinco aspectos, particularmente relevantes al respecto,
en la experiencia de la primera comunidad. Primero abordaré la fe comunitaria
confrontada con el reto de la cruz. Hablaré enseguida del Reino como clave hermenéutica de lo cristiano. Después,
trabajaremos la simbólica eucarística
como superación del culto. Estudiaremos el nuevo estatuto del sábado en el Cristianismo, de cara a la religión. Finalmente,
nos detendremos en el título cristológico del Hijo del Hombre como vuelco mesiánico.
1.
La fe
comunitaria y la cruz.
Indudablemente,
los primeros pasos, tanto del Nazareno como de sus discípulos, se ubican en un
terruño profundamente religioso, marcado por la efervescencia mesiánica y las
escatologías apocalípticas. Los evangelios de la infancia, como la articulación
de la predicación de Jesús con la de Juan el Bautista, apuntan hacia una
continuidad religiosa con el profetismo mesiánico del Primer
Testamento en su último desenvolvimiento.
Pero, este
anclaje en las creencias religiosas de su tiempo choca, muy pronto, con lo que
Kierkegaard llama “el escándalo cristiano”. Lejos de ser la simple continuación
de la experiencia religiosa polifónica de Israel, el Evangelio se presenta, en
particular en el discurso en la montaña de Mateo 5 y ss., a la vez como reapropiación
y como ruptura para con lo anterior. Esta paradoja dialéctica se
expresa en el concepto de “cumplimiento” de la Ley y en su formulación lacónica
del: “Se les dijo, pero Yo les digo”.
La crisis
cristiana se agudiza en la medida en que se vislumbra progresivamente la
exigencia de la cruz, fracaso de todas las expectativas religiosas e hito
fundador de la experiencia de la fe. El escándalo evangélico coincide con una
metamorfosis de las creencias hacia un verdadero desierto religioso, metamorfosis
revelada en su plenitud en el Gólgota. Este proceso hacia una fe supra-religiosa es
el hilo conductor del cuarto evangelio y el dilema de la confesión de fe en
Cesarea en los sinópticos. De alguna manera, podemos afirmar que la fe es la
crisis y el fin de la religión como sistema total de sentido.
Sin ser
propiamente “arreligioso”, el Evangelio denuncia proféticamente los abusos del
sistema religioso e inaugura una comunidad utópica alternativa cuyas opciones,
claramente anticlericales, no están centradas en el culto, la norma de la Ley o
la doctrina, sino en la reforma de las relaciones a todo nivel.
Eso mismo es lo que caracteriza el Reino del que trataremos más
allá.
En esta
perspectiva, podemos afirmar, o mejor reafirmar, con tantos otros, como
Dietrich Bonhoëffer por ejemplo, que la fe, en sí, no es una experiencia
propiamente religiosa. Aun cuando se vale de la simbólica religiosa para
expresarse, ésta no le es constitutiva ni indispensable, como se demostrará en
la etapa postpascual del Cristianismo primitivo. Tal afirmación es fundamental
en nuestra argumentación de cara al paradigma postreligional.
2.
La clave
hermenéutica del Reino.
La polémica
desatada por la paradoja de Alfred Loisy[11], al comienzo del siglo pasado, al
oponer Reino e Iglesia, está superada desde mucho tiempo. La cuestión
ya no es si Jesús fundó la Iglesia o no, sino qué Iglesia fundó y, sobre todo,
cuál es su relación con el Reino.
Todos están de
acuerdo, hoy día, para reconocer que el Reino es el corazón y la razón de ser
de la predicación del Nazareno. Su mensaje, por lo tanto, no es el anuncio de
una nueva institución religiosa, sino una nueva propuesta de Mundo, de
carácter escatológico, desde nuevas relaciones.
En este
contexto, la Iglesia que Jesús, efectivamente, fundó, no tiene nada que ver con
una religión antagónica al Judaísmo. La comunidad reunida por el Nazareno se
presenta como un verdadero laboratorio, el ensayo histórico de las nuevas relaciones
de Reino. La clave hermenéutica del Cristianismo no es la Iglesia sino el
Reino.
Por otra parte,
el “hoy” del Reino, tal como lo afirma el Jesús de Lucas en su discurso
inaugural en Nazaret (Lc 4), sólo puede visualizarse y anticiparse en la
práctica de una comunidad como la que forjó. No hay Iglesia sin Reino pero
tampoco hay Reino sin Iglesia, como espacio-laboratorio de celebración y de
acogida del Reino.
La paradoja de
Loisy, sin embargo, recobra su pertinencia cuando la confrontamos con lo que
llamamos el paso del “Cristianismo” a la “Cristiandad”. La doble persecución
religiosa de los primeros discípulos, fue, como lo hemos visto, una fantástica
oportunidad para explicitar el hoy “supra-religioso” del Reino a través del martirio.
Pero,
progresivamente, esta oportunidad se transformó en una fatalidad. Al volverse
la Iglesia un nuevo sistema religioso hegemónico, con el edicto de Milán, la
dialéctica Reino-Iglesia se invirtió. En vez de presentarse como comunidad de
Reino, llamada a reflejarlo en la práctica evangélica de una comunidad eclesial
profética, la Iglesia transformó el Reino en discurso religioso.
La dimensión
escatológica de la utopía cristiana, a cuyo servicio se encontraba la Iglesia
primitiva, se cambió por la prioridad institucional de una religión histórica,
proclamando, en su afán de perdurar, su propio mensaje dogmático alrededor del
Reino. La novedad y el escándalo cristianos se volvían un simple ideal
religioso y moral sin más. El tiempo del clericalismo había empezado, y
para largo.
El paradigma
postreligional nos llama a retornar a la primera configuración de esta
dialéctica y a optar por lo que Richard Kearney llama la era “anateista”, desde
donde reaprender la “vieja novedad” perdida del Reino y del Evangelio.
3.
Una experiencia
simbólica más allá del culto: la eucaristía.
El paradigma de
la tensión entre Reino y Religión se encuentra en el corazón de la eucaristía,
como síntesis de la nueva utopía evangélica. Una vez más, el contexto del gesto
de Jesús en la Última Cena es eminentemente religioso. Se trata de la
celebración judía de la Pascua. Poco importan, en efecto, las discusiones
exegéticas sobre las fechas exactas de esta celebración y la cuestión de si
realmente se trataba del rito judío oficial o no. Lo que aparece claramente es
la intención de los evangelistas, y, sin dudas, del propio Jesús, de enraizar
la novedad cristiana en la tradición religiosa pascual de su
pueblo.
Sin embargo,
como lo subraya san Lucas, al distinguir claramente dos niveles del rito (el
rito antiguo y el nuevo)[12], en la última Cena, Jesús transgrede y recrea
dramáticamente toda la gesta pascual. Ya no se trata de un simple
memorial ritual sino de una entrega presente y definitiva. Al poner el gesto
fundador del Cristianismo en su propio cuerpo y su propia sangre,
simbólicamente entregados, el Nazareno rompe con la lógica religiosa y confiere
una actualidad permanente y un carácter
místico-ético inédito a la mesa cristiana.
San Juan, al
situar la institución en el corazón del gran discurso sobre el pan de vida en
su capítulo 6, concentra aún más la atención en la dimensión histórica y
antropológica de la última Cena. El lavatorio de los pies[13], acto profano
por excelencia, puesto en el centro de la identidad cristiana,
inaugura la sacralización cristiana de toda realidad mundana transfigurada por
el amor, y, de cierta manera, acaba con el carácter hieráticamente religioso
del ritual pascual judío. No es casualidad que, al volverse culto religioso, se
haya omitido este gesto, religiosamente incómodo, en el rito eucarístico de la
Iglesia, reduciéndolo a una anécdota folklórica para el jueves santo.
En este sentido,
la eucaristía no es, en sí, un rito religioso aislado y separado, sino el
regalo de una nueva simbólica inspiradora de todas las relaciones humanas,
tanto políticas como económicas, pasando por lo afectivo. Es una nueva
república de amigos[14] que nos regala Jesús en un acto profundamente
revolucionario. El humilde servicio pone fin a la dialéctica económico-política
del maestro y del esclavo, como a la lógica religiosa patriarcal de la
presidencia del padre de familia.
Al tomar la
condición del esclavo, el Señor y el Maestro, cancela definitivamente toda ambición
de poder competitivo o de jerarquía sagrada. Inaugura una era de reciprocidad
entre iguales. Pero esta reciprocidad no es simplemente la creación de
un sistema de democracia directa ideal. Adquiere un sentido profundamente
afectivo. El conjunto de la propuesta eucarística se presenta como espacio de
amistad. “No les llamo ya esclavos, sino amigos”.
Y como si el
Nazareo temiera que se tergiverse su intuición y se la transforme en un rito
religioso más, fuera de todo compromiso ético-afectivo inmediato, añade:
"háganlo ustedes”. Pablo entendió perfectamente el carácter inédito y
revolucionario de la mesa eucarística al decir: “cada vez que coman de este pan
y beban de esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta su regreso”[15]. Y
ante las desviaciones rituales de la comunidad de Corinto, advierte que quien
no reconoce el cuerpo en la comunidad que celebra, se condena a sí
mismo[16].
Al constatar,
especialmente en el Catolicismo latinoamericano, que la eucaristía se ha vuelto
el ritual casi exclusivo de una religión eminentemente clerical, visualizamos,
entristecidos, la fatal deriva religiosa de la Cristiandad.
4.
El estatuto
evangélico del sábado: una nueva lectura del discurso religioso.
Jesús no
rompe con la Religión. La trasciende. Esta afirmación paradójica es
particularmente explícita en todo lo que concierne el cumplimiento de las
normas legales. Pareciera, incluso, que esta “transgresión” permanente es consciente
y voluntaria de parte del Nazareno. Un jefe de sinagoga, fastidiado por
las sanaciones realizadas sistemáticamente en sábado, increpa a la gente para
que venga a sanarse en cualquier otro día menos el sábado. Pero, con toda
evidencia, la queja se dirige al sanador mucho más que a los sanados[17].
Esta
transgresión sistemática del sábado, no sólo para sanar sino en toda
circunstancia en que la humanidad está necesitándolo, no es anecdótica[18].
Inaugura una nueva jerarquía de valores no preestablecida por la Religión.
La fórmula “el sábado ha sido creado para los humanos y no los humanos para el
sábado” pone el humanismo cristiano como nueva referencia absoluta por encima
de todo principio religioso.
Del mismo modo,
la meticulosidad con la que la ley prevé los casos de impureza y su
recuperación ritual se ve barrida por una burla casi vulgar. Reduce la
importancia de lo que entra en el cuerpo a un problema de digestión[19]. Sin
suprimir explícitamente el discurso, la transgresión evangélica lo voltea hasta
quitarle toda otra legitimidad que el servicio de la Vida.
5.
La nueva
significación del título “Hijo del Hombre”.
Podemos resumir
todo el proceso de metamorfosis religiosa del Evangelio por una única prioridad
de parte de Jesús: el ser humano en todas sus variantes,
especialmente las más vulneradas. Es lo que hemos afirmado ya en nuestra
primera parte al hablar del “Humanismo de Dios”. Pero, al escoger para sí mismo
el enigmático título de “Hijo del Humano”[20], Jesús nos incita a hacer un paso
más en la desarticulación del discurso religioso. No se trata sólo de
cuestionar la mediación religiosa entre Dios y los humanos, sino de proponer
una nueva e inédita metáfora del Dios humanado.
Al pedido de
Felipe de que les muestre al Padre[21], Jesús no deja dudas: en adelante sólo
su Humanidad entregada será la verdadera y definitiva imagen de Dios. La
encarnación no es, por lo tanto, un simple episodio de la teodicea cristiana.
Es su raíz, su fuente y su esperanza definitivas. No se trata sólo del
Humanismo de Dios sino de la Humanidad de Dios como lugar definitivo
de adoración y de culto “en Espíritu y Verdad”, como dice Jesús a la
Samaritana en Juan 4.
Elizabeth E.
Johnson en su libro “Ask the Beasts”[22], refiriéndose a la afirmación de Karl
Rahner sobre la centralidad de la encarnación, arriesga una novedosa visión de
la encarnación que llama “Deep incarnation”. Constatando que el prólogo de Juan
no habla de encarnación en la Humanidad ni menos en la “masculinidad”, sino,
más ampliamente, en la “carne”, propone comprender todo el proceso de la
redención desde allí, incorporando en esta visión el cosmos entero. El
Emmanuel, en este sentido, no sería solamente el que “viene” a morar entre nosotros,
sino aquella revelación universal de lo divino.
Esta Humanidad
Cósmica de Dios Emmanuel en la carne, además, no se encuentra simplemente en el
recuerdo de la Humanidad de Jesús. Estamos llamados a encontrarla en directo y
permanentemente en el hermano, la hermana, los humanos, especialmente
en el sufriente y la víctima[23], y más allá, como lo dirá san Pablo, en el
“gemido de la creación entera”[24]. En esta nueva imagen de Dios, tanto el que
da el vaso de agua como aquel que lo recibe se vuelve revelación en la relación
de humana compasión.
En el contexto
de efervescencia mesiánica en el que vivía Jesús, el título de Hijo del Hombre
se refiere también a la enigmática figura del profeta Daniel que
reencontraremos en el Apocalipsis[25]. Esta segunda interpretación,
lejos de desmentir la primera, más directamente antropológica, la transfigura
en una portentosa figura de Humanidad en proceso de deificación, como
lo dicen los ortodoxos. Es como si la Humanidad Crística invadiera
progresivamente toda realidad, a la vez cósmica e histórica (en particular con
la simbólica de la Jerusalén celestial y mesiánica).
Con esta última
revelación de una Humanidad trascendida, culmina la desarticulación cristiana
del discurso religioso, desde donde podremos abordar el debate postreligional
que nos ocupa.
III EL
CRISTIANISMO POSTPASCUAL REINTERPRETADO A LA LUZ DEL PARADIGMA POSTRELIGIONAL.
Es en Antioquía que nació el “Cristianismo” como movimiento específico
distinto del Judaísmo[26]. Esta metrópolis helenística fue el semillero de una
nueva generación entre la cual, probablemente, se encontraba Lucas, el
evangelista. Fue tierra de inspiración de Pablo y el nuevo punto de partida de la misión hacia los gentiles.
El carácter suprareligioso de la
comunidad de Jesús iba a entrar así en una nueva etapa, por la presión y la
experiencia comunitaria del Mundo griego. Con la intuición paulina de la fe por
encima de la Ley, el Humanismo Cristiano
se presenta, en adelante, como un espacio
plural, tanto a nivel de las expresiones religiosas como del discurso
filosófico y teológico.
El Cristianismo echa raíces en la nueva
cultura helenística dominante y, con asombrosa libertad y adaptabilidad, logra expresarse como alternativa de la
esperanza sin una mediación religiosa exclusiva. En este sentido, se trata de
un fenómeno transcultural y trans-religioso único en la Historia de los
movimientos espirituales. Pablo, algo enfadado e impaciente, intenta explicar a
los paganos Gálatas, tentados de judaizar, que esta nueva libertad universal es
esencial a la fe.
El Judaísmo, por cierto, al calor del
Exilio, había conocido ya una corriente universalista admirable y abierto
espacio para los gentiles convertidos o simpatizantes. Sin embargo, a pesar de
la helenización masiva de la diáspora judía, la propuesta para los no judíos no
pasaba de una discreta adaptación (ver el Sirácides) y de una invitación a
acercarse progresivamente de una religión judía referencial. El Cristianismo,
al contrario, es una verdadera
recreación original de un discurso que intenta hacer dialogar los dos
Mundos, precisamente porque su fundamento universalista se sitúa más allá de
toda referencia religiosa y cultural particular.
1.
Reino y
cosmovisiones.
Una de las
objeciones mayores de los creadores del paradigma postreligional al discurso
religioso pre-moderno es su carácter agrario y neolítico arcaico.
Indudablemente, el trasfondo mitológico de la Biblia y del inconsciente
religioso semítico está repleto de estas referencias. No se puede negar tampoco
su persistencia en el inconsciente colectivo cristiano hasta hoy. Sin embargo,
el Cristianismo nacido en contexto helenístico es esencialmente
urbano. Toda la misión de Pablo se desenvuelve entre ciudades
importantes del imperio. La segunda generación de creyentes es netamente urbana
y de ciudades helenísticas cultural, religiosa, comercial y políticamente de
primer orden.
En este sentido,
los debates éticos y místicos de la comunidad postpascual tienen que ver con
cuestiones propias de la ciudad. Por cierto, no se puede comparar el Mundo
antiguo con nuestra sociedad urbanizada. Sin embargo, en el Nuevo Testamento
postpascual, la dimensión mitológica agraria del discurso religioso tradicional
es minoritaria.
Los desafíos se sitúan en el plan filosófico (cuestión del pre-gnosticismo por
ejemplo) o socio-político (la esclavitud, el lugar de las mujeres, los ídolos,
la autoridad imperial, etc.). En esos debates, el Cristianismo aparece a la vez
como hondamente inculturado (es la idea de los cristianos como “Alma del Mundo”
en la carta a Diogneto) y contracultural (ver la burla del
areópago de Atenas ante el anuncio de la resurrección, de parte de Pablo[27]).
A la diferencia
de las utopías mesiánicas de los profetas del Antiguo Testamento, la esperanza
representada por el Reino se refiere a una simbólica netamente urbana, en
particular en el Apocalipsis. La Nueva Humanidad que anuncia y
prepara es una comunidad de relaciones múltiples, una red
compleja de solidaridades que tienen poco que ver con el “statu quo”
agrario, o las nostalgias restauradoras. El Reino es una realidad sociológica,
mística y ética radicalmente nueva que mal soporta los odres viejos y los parches.
2.
El martirio como
testimonio postreligional.
La primera
experiencia del Cristianismo naciente fue el martirio. El Judaísmo, muy pronto,
mató a Esteban y a Santiago y persiguió la comunidad. Asimismo, el imperio
se sintió amenazado por el éxito suprareligioso de las primeras comunidades y
sus contestaciones implícitas del sistema imperial. Esta persecución se
relacionó inmediatamente con la verdadera identidad cristiana. Ser discípulo o
discípula de este Jesús llevaba necesariamente al martirio[28]. Ser
martirizados por los sistemas políticos y religiosos situaba, de entrada, la
experiencia de la fe cristiana más allá de toda referencia religiosa[29].
El mártir es una
individualidad carismática que emerge de una convicción comunitaria en
referencia al compartir de la cruz anunciado en el Evangelio. Esta nueva
identidad cristiana se volvió rápidamente un ideal, una utopía colectiva, un
anuncio encarnado de la locura de la cruz y de la resurrección. La fe se
comprendía como testimonio radical que dispensaba, de cierta manera, de toda
pertenencia visible a una institución específica y a su discurso. En nuestro
lenguaje podríamos afirmar que esta experiencia fundadora es la primera
manifestación del carácter “postreligional” del Cristianismo originario.
3.
La utopía
postreligional de la Jerusalén celestial y de su ensayo mesiánico.
La simbólica
apocalíptica, tanto en Cristianismo como en Judaísmo, está enraizada totalmente
en la experiencia del martirio y de la persecución. Son cada vez más numerosos
los autores que abordan el mensaje de Jesús desde la perspectiva apocalíptica,
y me inclino a compartir este punto de vista. El éxito rápido de un predicador
galileo, religiosa y socialmente marginal, no se explica fuera de la
efervescencia mesiánica alrededor de un discurso popular sobre el fin de los
tiempos. Es esencial, en este sentido, resituar la conciencia cristiana
primitiva en su contexto escatológico[30].
Por definición,
el discurso escatológico es supra-religional porque anuncia una creación
nueva. En la apocalíptica cristiana, que se trate de los sinópticos o
del Apocalipsis de Juan, la destrucción o simplemente la obsolescencia del
templo coincide con la inauguración de los nuevos tiempos, en particular en la
simbólica de una futura Jerusalén sin templo.[31]
4.
La
reivindicación carismática y los pobres.
Finalmente,
quiero resaltar dos rasgos del Cristianismo postpascual esenciales en nuestra
búsqueda de una fisionomía reconfigurada del Cristianismo en nuestro contexto.
Estos dos aspectos me parecen estrechamente unidos: el fundamento
místico-carismático de la Iglesia y la prioridad de los pobres.
a)
Si la comunidad prepascual estuvo profundamente
enraizada en el suelo religioso judío, como lo hemos señalado en nuestro
apartado precedente, estamos intentando demostrar aquí la evolución supra e
inter-religiosa de un Cristianismo inserto en una nueva cultura helenística
hegemónica, urbana e imperial. En esta evolución, la experiencia mística de
los principales protagonistas, especialmente Pablo, y su expresión carismática,
se vuelven columna vertebral de la Iglesia. Pasamos de un grupo religioso
judío, marginal y protestatario, a un movimiento de conversos, tanto judíos
como paganos, profundamente inspirados por su experiencia subjetiva e
intersubjetiva.
El
primer acontecimiento místico-carismático fundador del Cristianismo es,
evidentemente, la resurrección. La fe
del nuevo creyente se basa enteramente en el testimonio de un acontecimiento de
orden místico, vivido por al menos algunos líderes del grupo, y su consecuente
transformación radical que llamaremos carismática. Los Hechos de los Apóstoles
dan razón de estos acontecimientos y de su asombrosa fecundidad carismática. No
por nada se suele llamarlos el Evangelio del Espíritu. El cuarto Evangelio,
como testigo de la fe de la segunda generación, nos advierte que las siguientes
generaciones de creyentes pasarán por el testimonio de los que “lo vieron”. Es
esta fiabilidad carismática la que permite a Pedro romper con reglas religiosas
estrictas después de la visita a la casa de Cornelio[32].
Más
paradigmática aún, en este sentido, es la conclusión del concilio de Jerusalén
cuya declaración final empieza con esta fórmula: “El Espíritu y nosotros”, lo
cual legitima la no imposición de casi todas las reglas religiosas judías para
los paganos cristianos[33].
Pero
el carácter carismático-místico del Cristianismo postpascual no se limita a la
experiencia de Jesús resucitado y sus consecuencias. Indudablemente, la
experiencia (¿las experiencias?) místicas personales de Pablo van a determinar,
por una parte casi igual a la anterior, la nueva fisionomía del movimiento
postpascual naciente. El carisma paulino, basado en su conversión, influye tan
poderosamente en el contenido de nuestra fe cristiana que, a veces, nos cuesta distinguir en ella lo “paulino” de lo
“nazareno”. Dicha evolución carismático-mística de la comunidad subraya el
contraste con los condicionamientos institucionales que implicaría la
pertenencia a una religión determinada. La libertad cristiana, que Pablo
identifica con la fe, es el fruto de este carácter místico-carismático de la
Iglesia en contexto helenístico.
b)
Al dar razón de las decisiones del concilio de
Jerusalén a una comunidad pagana (los Gálatas) tentada por las sirenas
religiosas judías, Pablo insistirá en la centralidad del servicio al pobre
como signo y consecuencia de esta nueva direccionalidad comunitaria[34]. La
experiencia mística de los conversos y su traducción carismática se
manifiestan, prioritariamente, en la atención a los pobres, en la propia
comunidad, pero también en el escenario social imperial. Las cartas a los
Corintios reflejan maravillosamente esta centralidad, lo cual explica, en buena parte, el éxito asombroso
del nuevo movimiento en las capas más marginalizada de su tiempo[35].
Desgraciadamente,
este carácter postpascual original de la Iglesia se diluirá pronto en lo que llamaré la deriva religiosa hacia la
Cristiandad. Como lo hemos visto más arriba, en las Cartas Pastorales, que por
este motivo pueden difícilmente atribuirse al Apóstol, lo carismático y su
justificación mística pasan a un segundo plano. Privilegian, por el contrario,
la organización y las normas, tanto religiosas como morales, en un grupo en vía
de institucionalización.
Esta evolución
histórica inaugura, por otra parte, la nueva dialéctica en el seno de la
Iglesia, entre carisma e institución, tensión que se prolonga hasta nuestros
días[36]. La reconfiguración postreligional de la fisionomía eclesial pasa
necesariamente por un retorno a la centralidad místico-carismática y una
subordinación, a la manera del concilio de Jerusalén, del carácter
institucional de la Cristiandad en crisis.
IV LA CRISIS DE
LA CRISTIANDAD CONTEMPORÁNEA COMO OPORTUNIDAD POSTRELIGIONAL.
El sistema religioso de Cristiandad
conoció su lento descenso en Occidente desde la revolución francesa hasta el Concilio Vaticano II. En este lapso de
más de siglo y medio, los sobresaltos que sacudieron las diversas confesiones
cristianas fueron numerosos, desde el movimiento liberal protestante hacia el
surgimiento de corrientes religiosas nuevas, pentecostales y evangélicas. Pero
sobre todo fue el escenario de poderosas reacciones de repliegue y resistencia.
Si las Iglesias orientales se mantuvieron en su inmutable postura extemporánea,
el Catolicismo, al contrario, adoptó una actitud defensiva más agresiva. Más
allá de algunas aberturas tímidas a los cuestionamientos del tiempo (por
ejemplo la encíclica Rerum Novarum de León XIII) la lógica reaccionaria quedó
vigente hasta el Concilio.
1.
Vaticano II: ¿El
canto del cisne de la Cristiandad?
A pesar de todos
sus aspectos profundamente innovadores y sin menospreciar su intento teológico,
pastoral, ético y espiritual de reconciliación con la Modernidad, Vaticano II
no deja de ser, sin embargo, el último discurso “total” del sistema de
Cristiandad, su magnífico canto del cisne. Indudablemente, falta una
segunda parte más allá de la reconciliación moderna universal. Se trata de la
propia autocrítica, no sólo moral o teológica, sino histórica, del propio
sistema.
Algunos reclaman
un tercer Concilio. Con su carácter algo utópico e irrealizable, esta demanda,
además, no va lo suficientemente lejos. El reto hoy es emprender los caminos de
retorno
al Cristianismo suprareligioso previo a la Cristiandad, para abordar la
Postmodernidad y sus condiciones postreligionales.
Desde el alba
del tercer milenio, la Iglesia católica emitió algunas tímidas señales que
podríamos llamar precursoras. Pienso, entre muchos otros gestos, en los
dos encuentros de Asís convocados por Juan Pablo II. Significativos
también los solemnes pedidos de perdón a la Humanidad y el
consentimiento de Juan pablo II a nuevas cosmovisiones, en particular la
teoría evolucionista[37].
2.
Género y
sexualidad: punto de quiebre de la Cristiandad.
Los debates
sobre la sexualidad y, más ampliamente el género, no son simplemente
coyunturales. La verdadera revolución, el cambio de civilización en el que
hemos entrado, afecta esencialmente la antropología, muy específicamente el
lugar de la identidad, de la vivencia y de la orientación sexuales. La
nueva imagen de lo masculino y de lo femenino, de la familia, de la persona
será en adelante la prueba de fuego para los discursos religiosos. El episodio
dramático inaugurado por la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI marca, a mi
parecer, el verdadero quiebre de la fortaleza de Cristiandad. Ha pasado más de
medio siglo desde que estalló la crisis y sus consecuencias no acaban de
sacudir la Iglesia.
Los dos próximos
sínodos extraordinarios de obispos sobre la familia serán, de hecho, sínodos
sobre la sexualidad, aún si no se dice públicamente. De la capacidad de emitir
una palabra nueva sobre esta temática depende, en buena parte, el futuro
postreligional o la muerte del discurso cristiano. Las cuestiones de los divorciados
vueltos a casar, del celibato sacerdotal, de la homosexualidad,
del empoderamiento de la mujer en la Iglesia etc. son todos
vinculados con la sexualidad, aún si se quiere minimizar su impacto al hablar
púdicamente de la “familia”.
Al tema de la
sexualidad y del género se acopla la urgentísima cuestión de la relación entre pensamiento
democrático e Iglesia. La crisis y las reformas de la Curia Romana
anuncian, en realidad, el final de una lógica de poder absolutista, teocrático
y el reclamo por la transparencia, la inter-solidaridad (la colegialidad en
lenguaje eclesial). Aquí también, si somos sinceros, se trata del fin del
sistema de Cristiandad en su fundamento y de una poderosa incitación a retornar
a la referencia evangélica. Esta pretendida reforma es, en realidad, una
agonía.
3.
Una revolución
cosmológica y antropológica.
Estas
importantes aberturas no son ingenuas ni solamente específicas. No son
anécdotas de simple aggiornamiento. Inauguran, consciente o inconscientemente,
una verdadera revolución epistemológica. Dos temáticas esenciales en la
doctrina cristiana se ven así confrontadas: la visión del Mundo y la visión
de la vocación humana. Al considerar la teoría de la Evolución como
algo más que una hipótesis, la Iglesia admite la urgencia de una reformulación
radical de su teología de la creación y de su secular antropocentrismo
doctrinal.
Más allá de
todos los aportes valiosos de la Doctrina Social de la Iglesia sobre
medio ambiente y ecología, es la metáfora de lo divino en cuanto creador y de
lo humano como dueño (cfr Génesis 1) o cuidador (Génesis 2) del universo la que
exige una urgente y radical revisión.
Los teólogos (y,
muy especialmente hoy, las teólogas) han sido siempre los pioneros arriesgados
y muchas veces condenados de lo que, más adelante, se considera como bien común
de la Tradición cristiana. Así con el Concilio, gestado por las grandes figuras
de Congar, de Lubac y otros. Asimismo con la opción preferencial por los pobres
preparada por la tan combatida Teología de la Liberación y proclamada por Juan
Pablo II como la opción de toda la Iglesia.
Retomando la
obra premonitoria de Pierre Teilhard de Chardin, la
teología asume, una vez más, este reto de señal anticipada. Al proponernos una
nueva comprensión del “acto” y del Dios creador, a la luz de las nuevas teorías
del nacimiento, evolución, selección y expansión del universo y del misterio de
la vida[38], ensaya admirablemente esas nuevas metáforas que necesitamos de
cara a los Nuevos Paradigmas.
Sin
discontinuidad con el reto cosmológico asumido por la teología evolucionista,
la revolución antropológica de la teología cristiana pasa por la confrontación
sincera con las teorías del género, en todas sus variantes actuales. No es
casual que estas exploraciones sean creaciones desde las mujeres y desde el
Norte. La crisis de las sociedades capitalistas y del esquema
patriarcal de Cristiandad revela el fracaso del modelo masculino de conquista,
depredación y dominio universal. La denuncia y la propuesta alternativa no podían
surgir sino de los sectores excluidos de este esquema. Como los pobres fueron
los portavoces de sus propios derechos negados y los denunciadores del pecado
social que los aqueja, así las mujeres asumen la misma responsabilidad en
cuanto al deterioro del cosmos y la opresión sexual.
4.
El fracaso
moral, intelectual y espiritual de los intentos recientes de Neo Cristiandad.
Pero estos
intentos salen a penas de un largo y penoso ostracismo. Los años
postconciliares están caracterizados a la vez por audacias, como las que
acabamos de señalar, y por temores. Ante las inevitables pérdidas de espacios y
poder que el anateismo postreligional en germen deja augurar, el Catolicismo de
Cristiandad intentó, durante los 35 últimos años, salvarse a sí mismo como sistema
global. Es lo que el papa Francisco llamó una Iglesia auto-centrada.
Este intento
neo-conservador, ideado por el papa Wojtyla, lo llamaré aquí Neo
Cristiandad. Fue la propuesta hegemónica de los dos pontificados anteriores.
Con un esquema de reconquista nostálgica y triunfalista, ingenuamente
euro-céntrica, el Catolicismo quiso reinventar una Iglesia basada en los
presupuestos del Vaticano I y de Pío XII. El resultado de esta tentativa fue
catastrófico. A pesar de la popularidad mediática de Juan Pablo II y del
respeto inspirado por la figura de Benedicto XVI, fueron años dramáticos, tanto a
nivel moral como intelectual y espiritual. Los escándalos sexuales y
financieros, mayormente relacionados con los sectores muy conservadores
privilegiados por los dos papas en su operación restauradora, acabaron en el
más total desprestigio.
El afán de
imponer el monopolio de un discurso doctrinal preconciliar ha mantenido en la
Iglesia un ambiente de sospecha, de arribismo y de caza de brujas muy poco
propicio al dinamismo intelectual exigido por la coyuntura de cambio de época.
No pocos mirábamos esta muerte lamentable por auto-ceguera y suicidio
histórico, como la frustración de una Palabra cristiana oportuna para
estos tiempos.
5.
Una autoimagen
más allá de lo confesional.
El advenimiento
del papa Francisco constituye una sorpresa y un reto en muchos aspectos.
Quisiera aquí detenerme en sólo dos aspectos de esta nueva manera de ejercer el
primado petrino que se relacionan con nuestra problemática.
-
El
primero tiene que ver con el “estilo”. Indudablemente asistimos a un ejercicio
pastoral y magisterial de corte postmoderno. Las fronteras entre los
diferentes niveles dogmáticos de este ministerio se hacen cada vez más borrosas
por el uso sobreabundante de una comunicación directa, múltiple y
personalizada. El papa privilegia sin ninguna duda una práctica de afinidades y
de redes y deja en la sombra las lógicas institucionales tradicionales. Una
nueva manera de hablar, de relacionarse está en forja.
-
Pero,
sobre todo, asistimos a una extensión del discurso eclesial más allá de lo
confesional. La Iglesia de Francisco no se ve a sí misma principalmente como
testigo de su propio mensaje, ni siquiera como Madre y Maestra, sino como
simple actor en la masa humana, una “Iglesia pobre para los pobres”.
Privilegia más bien los aspectos no religiosos en la responsabilidad eclesial,
y en su propio ministerio. Prioriza la misericordia universal y minimiza
sistemáticamente los aspectos internos del discurso[39].
Sin embargo, a
la diferencia de Juan Pablo II que dejó la institución a su propia deriva
corrupta para investir el espacio mediático mundial a solas, Francisco
compromete la Iglesia entera a salir al encuentro y a ponerse del
lado de la pluralidad cultural, religiosa, política en favor de una transformación
del Mundo[40].
V CULTURA
OCCIDENTAL, TRADICIÓN CRISTIANA Y FUTURO POSTRELIGIONAL.
El paradigma postreligional, por ser uno
de los Nuevos Paradigmas en Postmodernidad, surge en directo de la cultura
occidental y de la occidentalización de la cultura global. Aunque Europa
Occidental y América del Norte no sean ya los actores hegemónicos exclusivos en
el escenario mundial (otras potencias, testigos de otros milenarios horizontes
culturales, como la China o India, están amenazando apoderarse de la batuta
imperial), sin embargo la globalización-Occidentalización del Mundo es hoy un
proceso irreversible.
Con avances relativos y variantes según
las regiones y las culturas, considero que el
paradigma postreligional irá imponiéndose, de manera diferenciada y
progresiva, a todo el planeta. Basta observar la urbanización vertiginosa de
los continentes más pobres, el avance de la escolarización y el impacto de la
comunicación virtual, para augurar esta evolución universal.
1.
Cristiandad,
religión occidental.
Aunque muchos
sectores de la laicidad occidental no lo quieran reconocer[41], me parece
difícil negar el aporte del Humanismo Cristiano a la
configuración progresiva del Humanismo de Occidente. Los principales valores,
procesos y convicciones de la sociedad occidental han brotado de una dialéctica
con el Cristianismo, ya sea en oposición o en continuidad. Existe, por lo
menos, una “familiaridad” de discursos.
En su calidad de
religión del Occidente, la Cristiandad, por otro lado, fue el primer sistema
religioso (y uno de los pocos hasta hoy) en haber tenido que afrontar la
crítica moderna e intentado responder, aún si esas respuestas fueron
contradictorias y muchas veces inoportunas.
Propongo, por lo
tanto, una primera hipótesis, basándome en dos presupuestos.
-
El
primero concierne el carácter de Humanismo del Cristianismo primitivo como
discurso supra-religional, como lo hemos trabajado más arriba. La crisis del
sistema religioso de Cristiandad invita a un retorno al Humanismo
suprareligioso primitivo, como oportunidad única de un diálogo inédito y a la vez tradicional con el Mundo.
-
El
segundo presupuesto acaba de ser expuesto brevemente: el sistema religioso de
Cristiandad tiene una larga experiencia de confrontación con la crítica
occidental, desde la filosofía griega hasta el ateísmo moderno, pasando por el
Renacimiento y las diversas etapas de las ciencias. Por hipótesis, esta
experiencia le permite abordar lo postreligional con una experiencia adelantada
sobre los demás discursos religiosos
de la Humanidad.
Como religión en
crisis del Occidente, y por los dos motivos propuestos, emito la hipótesis de
un rol específico del Cristianismo postmoderno en la configuración de un
imaginario y de una simbólica postreligional.
2.
Crítica y
autocrítica en la Tradición cristiana.
Desde sus
orígenes en el martirio, el Cristianismo está confrontado ininterrumpidamente a
la crítica externa, tanto religiosa como anti religiosa. Tiene una larguísima
experiencia en la materia. Pero, sobre todo, ha desarrollado desde el comienzo
una valiosa
experiencia de autocrítica. A pesar del carácter teocrático del sistema
y de la permanente tentación autoritaria clerical, a la diferencia de casi
todos los sistemas totalitarios modernos, la Cristiandad nunca pudo impedir la divergencia
en su propio seno. Ésta se expresó a la vez tanto en el campo carismático (la
vida monástica y religiosa, los santos) como intelectual y teológico.
No existe época,
en la Historia de la Iglesia sin debate contradictorio (con respuestas diversas
y muchas veces contestables) con los que se llama los heréticos, los “infieles”
o el mundo no creyente. En realidad este debate es siempre el motor dinámico
del sensus fidelium. Lo más fecundo en su doctrina, hasta hoy, es
fruto de estas confrontaciones, como lo hemos visto a propósito del
Concilio, de la Teología de la Liberación y de las exploraciones teológicas más
recientes.
Mi segunda
hipótesis parte de esta constatación histórica: ¿la capacidad de crítica y
autocrítica no es acaso la mejor garantía de una evolución (dolorosa, no sin
resistencia) hacia un Cristianismo postreligional?
3.
Cristianismo,
ética social y política.
Más que
cualquier otro discurso religioso, el Cristianismo está habitado
permanentemente por una dinámica de salida y de encuentro que llama evangelización
o misión. Ninguna religión es más interesada en el Mundo y su devenir
social, ético y político que el Cristianismo. La crisis del sistema de
Cristiandad cambia radicalmente este discurso. De triunfalista, conquistador y
hegemónico, pasa, progresivamente, a lo que hoy Francisco llama la
“propuesta” cristiana en una dinámica de encuentro y de mutua misericordia.
Bendita crisis religiosa que nos hace abandonar la confrontación inquisitorial
y conquistadora para la confraternización plural, pluri-religiosa,
pluricultural, dando prioridad a lo humano y al futuro
del cosmos entero sobre las preocupaciones estrechamente confesionales y
competitivas.
Mi tercera
hipótesis se refiere, por lo tanto, a lo que Pablo VI llamó, en su discurso en
la ONU, la experiencia de “experta
en Humanidad” de la Iglesia. En el escenario postreligional, sueño con
una Iglesia que pone esta experiencia al servicio de la Humanidad y de la
Creación; una Iglesia sin otra ambición que colaborar, participar activamente,
a la transformación
mancomunada del Mundo, al advenimiento de una “Vida en Plenitud”, para todos y
todas, como dice san Juan.
CONCLUSIÓN
LA ERA
POSTRELIGIONAL SERÁ MÍSTICA, INTER RELIGIOSA Y SUPRA RELIGIOSA.
Al comenzar estas reflexiones,
constatábamos que el paradigma postreligional no implica el fin de las
religiones, sino un giro hacia nuevas funciones en un paisaje cultural que ha
dejado de ser agrario y mítico. En realidad, ¿cuál es el sentido concreto de
este giro? Se presenta a la vez como un duelo y como un reto. El duelo es
inmenso. Se trata de renunciar a
toda función que tendría que ver con el desciframiento de la realidad global y
con su manejo ideológico. La cultura científica agnóstica no necesita de
pedagogo ni de juez. Ella misma se ha creado sus propias referencias y no
necesita de ninguna “Mater et Magistra”.
Son los
discursos religiosos, más bien, los que, a la luz de las nuevas
conciencias, necesitan una reformulación, una recreación de sus metáforas
teológicas, cosmogónicas y antropológicas, como lo hemos visto. A pesar de
signos contradictorios, en particular en los movimientos fanáticos y
fundamentalistas de todas las religiones, el liderazgo social y político de las
religiones llega a su fin con el paradigma postreligional. En una palabra, se
trata de renunciar al poder directo sobre las sociedades y de optar por una
presencia humilde de influencia y prestigio humanista.
Pero el reto lanzado por los Nuevos
Paradigmas a las religiones no es menos importante. Debemos, urgentemente,
encontrar, en el concierto movedizo y plural del Mundo postmoderno, un lugar
específico nuevo. Esta nueva identidad,
la veo a la vez de cara a los creyentes mismos y de cara al Mundo. En adelante,
los espacios teológicos, rituales y éticos de las religiones tendrán que
brindar a los fieles, oportunidades de elaborar,
juntos y juntas, simbólicas siempre nuevas de fe y de debatir constantemente
con las nuevas cuestiones. Es lo que llamaría el “foro para un nuevo
discipulado”, una dinámica de “inteligencia de la fe”. La prioridad tendrá que
darse, en este foro, a la experiencia carismática y mística más que a la
dogmática (cuya función interna tiene que replantearse también). Las
instituciones religiosas ya no estarán llamadas a preservar y garantizar “la”
Verdad, ni a difundirla a toda costa, sino a elaborar colectivamente un discurso creyente, que tenga en cuenta
las interpelaciones actuales. Esta es la responsabilidad de cada confesión y de
cada religión para con sus propios miembros.
Pero existe, más que todo, un desafío
supra-religioso e interreligioso de cara al Mundo. Más allá de las fronteras
confesionales, ¿cómo las diferentes
religiones pueden ofrecer mancomunadamente la riqueza de sus tradiciones
éticas y espirituales, simbólicas e intelectuales, como contribución a lo que
Francisco llama la transformación del Mundo, su plena Humanización? El Humanismo
como más allá de las religiones es lo que nos toca proponer juntos desde
nuestras diversidades. Este reto interreligioso y supra-religioso implica una
nueva comprensión del ecumenismo. No se tratará más de ponernos de acuerdo
sobre nuestras creencias respectivas y nuestras doctrinas, aunque este nivel
pueda tener su importancia en el primer nivel intra-confesional señalado más
arriba.
¿En qué medida seremos capaces de presentar un Humanismo común y polifónico
que surja de la experiencia de nuestra, igualmente común, experiencia de la
trascendencia? Esta es la gran pregunta que sólo se podrá responder por un
intenso diálogo de Humanismos creyentes y un proceso acelerado de sanación de
nuestras taras seculares respectivas. Magnífica aventura, a contracorriente de
la violencia endémica que nos aqueja.
Me permití, en estas páginas, emitir la
hipótesis de una responsabilidad histórica específica del Cristianismo en esta
tarea. El Cristianismo podría ser el verdadero anfitrión de una invitación
universal a este nuevo escenario religioso, sin afán hegemónico. Simplemente
por las circunstancias históricas que hemos evocado en el párrafo anterior. ¿Estoy
soñando algo imposible de cara a siglos de ostracismos mutuos y a los signos
contradictorios del escenario religioso global de hoy? O, al contrario, ¿es precisamente por lo imposible que hay
que apostar?, lo que el Papa Francisco parece querer intentar.
Notas
[1]
Ver en particular todas las relecturas de las metáforas de Dios desde el
cuestionamiento feminista al modelo patriarcal o de parte de los y las teólogas
evolucionistas, a partir de una reformulación del concepto de creación en
términos darwinianos.
[2] Richard Kearney: ANATHEISM. Columbia University
Press, 2010.
[3]
En efecto, la hora ya no es para la polémica o, incluso, simplemente el diálogo
entre ciencia y fe, como en el pasado. Definitivamente, el Mundo postmoderno no
necesita de la voz religiosa para entenderse a sí mismo. En cambio, son las
religiones las que, tomando acta de la nueva cosmovisión y de la nueva
antropología, están llamadas a interrogarse sobre el futuro que quieren darse a
sí mismas en el concierto plural postmoderno.
[4]
En efecto, estamos cada vez más convencidos de que el profetismo de Jesús fue
esencialmente apocalíptico. Su objetivo prioritario, en tal sentido, a pesar de
sus consecuencias históricas evidentes, es más escatológico que directamente
político o religioso.
[5]
Sigue vigente la discusión de los exégetas sobre el punto de vista romano en
cuanto a Jesús. Parece que la preocupación religiosa judía tomó pretexto del
peligro político vislumbrado por Pilato para llegar a sus fines.
[6]
Isaías 58.
[7]Mateo
5, 24.
[8]
La carta a Diogneto, un texto de la antigüedad cristiana, habla de los
cristianos como “el alma del Mundo”, mientras Tertuliano hace del amor fraterno
el signo por excelencia de su fe: “Vean como se aman”.
[9]
1 Cor. 11, 17-33.
[10]
Hechos 15 y Gálatas 2.
[11]
“Cristo anunciaba el Reino y es la Iglesia que vino” en Alfred Loisy: Les
évangiles Synoptiques. 1906 1907.
[12]
Lucas 22, 14-20.
[13]
Juan 13, 1-17.
[14]
Juan 15, 14-17.
[15]
I Cor. 11, 23-26.
[16]
I Cor. 11, 27-33.
[17]
Lucas 13, 14-17.
[18]
Bart D. Ehrman en su libro ya citado, afirma que el nazareno no transgrede
nunca la Ley en sí sino sus interpretaciones fariseas.
[19]
Mateo 15, 11 y siguientes.
[20]
En su polémico y convincente estudio ya aludido más arriba, Bart D. Ehrman afirma
que, cuando habla del Hijo del Hombre, el Jesús histórico no se identifica con
él, sino que lo considera como distinto de sí mismo. Sin embargo, en la mente
de los evangelistas y de la Iglesia primitiva, podemos considerar que esta
identificación sí está realizada y que es parte de la convicción teológica
cristiana posterior. Nos referimos a esta dimensión cristológica de este título
en nuestra argumentación.
[21] Juan 14, 8-9.
[22] Elizabeth E. Johnson: Ask the Beasts, Darwin and
the God of Love. London
2014.
[23]
Mateo 25, 3-46.
[24]
Romanos 8, 18-20.
[25]
Daniel 10 y 11. Apocalipsis 1, 9-20.
[26]
Hechos 11, 26.
[27]
Hechos 17, 16-34.
[28]
Tal fue también la convicción que inspiró, desde Egipto, la ruptura monástica
al constatar la conclusión de la era martirial y la clericalización de la
Iglesia imperial.
[29]
Esta afirmación nuestra hace todavía más lamentable y contradictoria la
reacción posterior de la Cristiandad, como religión establecida, al culpar los
judíos de este martirio, empezando por la muerte de Jesús en cruz. Tal
justificación del antisemitismo cristiano fue una perversión religiosa del
sentido profundo y fundador de un martirio como gracia suprema de la fe.
[30] Ver Bart D. Ehrman: How Jesus became God. The
exaltation of a Jewish Preacher from Galilee. New York, 2014.
[31]
Ver Ap. 22, 22. Mat. 21 y 22.
[32]
Hechos 10 y 11.
[33]
Hechos 15, 28 y ss.
[34]
Gálatas 2, 10.
[35]
Ver en particular 1 Corintios 2
[36]
Ver la obra célebre de Leonardo Boff: Carisma y Poder.
[37]
Juan Pablo II hablando en la Academia Pontificia de Ciencias el 23 de octubre
1996: La verdad no puede contradecir la verdad. Ver en particular la afirmación
de que “la teoría de la evolución es más que una hipótesis” en referencia a la
postura de Pio XII, considerándola como mera “hipótesis”.
[38]
Ver Elia Delio y Elizabeth Johnson.
[39]
Ver por ejemplo las consideraciones de Francisco sobre el celibato ministerial
en su entrevista a La Stampa. Primero considera que no se trata de un dogma
sino de una tradición de los últimos 900 años. Enseguida afirma que no es una
cuestión difícil ni tan importante y que la va a resolver en su tiempo.
[40]
Ver su exhortación apostólica “Gaudium Evangelii” y sus abundantes referencias
al documento conclusiva de la conferencia de los obispos latinoamericanos en
Aparecida en 2007.
[41]
Ver los debates alrededor de la frustrada Carta Magna europea.